A Cristina Fallarás, tuitera y tertuliana irreprimible, le falla, haciendo honor a su apellido, la lengua. Y también le fallan las lecturas. Si hablara menos y leyera más llegaría tal vez a ser una escritora catalogable entre muchas de las que abundan en la llamada literatura femenina en España: novelistas pijomaduras, periodistas de todas las edades aspirantes o aspirantas a conseguir la etiqueta best seller con serie de televisión incluida, blogueras embarazadas o sin embarazar persiguiendo el éxito aunque apeste, pelmazas que sueñan (con plena justificación) con salir en Babelia entre una escritora tailandesa imprescindible y un minimalista lituano, modernas de centro ciudad que pasan un fin de semana en un pueblo de Cuenca, sin wifi, y vuelven dispuestas a contarlo en una extensa trilogía introspectiva (el horror, el horror)… Todo eso, y mucho más, es posible en un país como España, donde las editoriales se han lanzado a una carrera frenética por publicar cuanto se menea, y si cuela (y muchas veces cuela), pues cuela.
Cristina Fallarás, que tiene mucho patio de vecinas en el currículo y sabe de comunicación, de publicidad, de libros y de palos que da la vida, se dio cuenta de que escribiendo literatura a secas no llegaría a ningún sitio (Las niñas perdidas, Premio Hammett de novela negra 2012, fue una historia bien contada, pero ahí se quedó), y si llegaba sería despacito y no muy lejos. Pero cuando una tiene la suerte de ser mujer y hacer del agravio bandera e incluso se monta la vida y la imagen pública sobre ese recurso, con desgarro e intemperancia cañí para no pasar desapercibida y que se le note, hay atajos prácticos. Y como Cristina Fallarás no tiene un pelo de tonta, vive de oportunidades mediáticas y sabe qué se vende bien en el mercado, prefiere dejar la paciencia y la literatura seria para las verdaderas escritoras y tomar el atajo; la mujer y su lucha y su etcétera, querido Watson. Y El Evangelio según María Magdalena es eso: un descarado atajo. Mírenme, que estoy aquí.
El mercado editorial necesita carne de cañón y el ultrafeminismo agresivo, desgarrado y gritón, para desgracia de las mujeres que en el mundo somos, vende más que el intelectualmente sólido. Incluso más que la verdadera literatura, y sobre todo cuando suplanta a la literatura. Te entrevistan más, te hacen más caso y a lo mejor hasta sales en El País, donde ya parece que una ha triunfado aunque no la lea nadie. Si encima el tema ideológico lo acompañas de una biografía adobada y aireada en redes en la que no faltan traumas con el padre y/o la madre, maltrato de curas o monjas en la más tierna infancia, abandono del marido, maternidad solitaria, belleza ajada por el sufrimiento en plan María de la O y lucha a muerte con el mundillo periodístico y el hipócrita y malvado mundillo editorial (ese en el que, violentando su recta conciencia, la Fallarás no renuncia a figurar), pues entonces el cóctel que se obtiene es de inconfundible naturaleza Molotov. En el caso de la autora que nos ocupa, la metáfora soviética no es baladí, pues ella misma se define de esta manera en la promoción de la novela que nos atañe.
“En el anterior libro, Honrarás a tu padre y a tu madre (Anagrama), digamos que ajusté cuentas, revisé para mi propia construcción qué era mi familia, de dónde salía yo y a dónde pertenezco. Y esas cuestiones me llevaban a mi educación, porque desde los dos años a los dieciocho estuve en colegios de monjas y curas. De hecho, yo soy marxista por el hecho de ser cristiana”.
Marxista, feminista y de Zaragoza para más señas, Cristina Fallarás, una vez ajustadas las cuentas con su yo más cercano, decide con esta novela ajustar cuentas con el más lejano, es decir, con la Biblia, porque también aquel libro está lleno de mujeres que, como ella y como todas, fueron (fuimos) injustamente agraviadas por la violencia machista, y hasta ahora nadie, o casi nadie, según la propia Fallarás, había hecho nada al respecto. Las necesitábamos a ella y su novela. Así que la autora le echa agallas, o redaños, como dicen los heteropatriarcales machirulos a los que tanto detesta, y se enfrenta sin que le tiemblen el pulso ni la tecla a tres mil años o más de historia machista con esta novela sobre María Magdalena, que, según afirma Beatriz Martínez en elperiodico.com sin que se le altere la cara de vergüenza:
“Trata la apasionante aventura de desafiar la versión de la Iglesia a través de un relato revelador en el que laten la sororidad y el espíritu de cambio a partir de un personaje históricamente estigmatizado”.
Y es que María Magdalena en manos de Cristina Fallarás es un duro testimonio de la evidencia de la violencia, la constatación de todos los maltratos que sufrimos entonces y seguimos hoy sufriendo las mujeres (social, sanitario, cultural, educativo, judicial), que sin esta novela habrían pasado por completo inadvertidos (gracias, autora). Por tanto, en este Evangelio de la quinta y desprejuiciada evangelista Fallarás, que se atreve con todo sin complejos, el personaje maltratado de la Magdalena se alza como una mujer berroqueña e independiente, que tiene relaciones sexuales con otras mujeres porque así es como solamente una verdadera mujer del pasado (¡al fin alguien lo dice!) podía liberar y reivindicar su cuerpo y su mente a pesar del maltrato continuo de los hombres malvados: desde la violencia de los Zelotes a las injusticias del refinado hijo de papá Pablo de Tarso o el repugnante machista Pedro. Y así, gallardamente, Magdalena Fallarás escupe en la cara de la Iglesia católica y desmonta, visto y no visto, la injusticia secular, el mensaje adulterado de los Evangelios canónicos, y reivindica como más auténticos el de los gnósticos, el de Magdalena, el de los Evangelios Apócrifos, el del lucero del alba, el de cualquiera que pasara por allí. Todos mucho más creíbles, por supuesto, como demuestra sin despeinarse la novela fallaresca. Faltaría más.
Para dejar claro todo lo anterior, en unas recientes declaraciones la autora narra el origen de la idea de esta imprescindible novela reivindicativa:
“Cuando me llamaron de Random House para encargarme la novela les dije: que sepáis que no escribo novela histórica ni estudio para escribir. ¡Y vaya si he tenido que estudiar! Hasta el clima, la producción pesquera de Magdala, Cafarnaúm y Betsaida. Y precisamente fue esto lo que me dio una clave importante de la novela, los milagros. ¿Multiplicación de panes y peces? Y una mierda, era una zona pesquera y conservera, la lógica caía por su propio peso”.
Ante tan rotundo argumento, ante tal despliegue de contundente autoridad de historia bíblica y teológica (prueba de que los editores la llamaron para encargarle el libro a la persona idónea), la editorial dio carta blanca a la escritora y esta, buscando la voz del personaje principal, la halló reciclándola con la fascinante suya propia, rica en lecturas e intelecto. Una voz que tira del pasado para traerlo al presente, donde la novelista ha encontrado claras concomitancias que deja todavía más claras en otras declaraciones:
“A Jesucristo podríamos asemejarlo al Ché Guevara que inicia un movimiento revolucionario. Es un personaje mesiánico que lleva consigo la locura, que tiene que ver con la gloria”.
O bien:
«Madrid es Judea y Barcelona es Galilea«.
Esa última no es mala, desde luego. Pero tan sincrética y documentada afirmación de la Fallarás queda superada por la post-teosofía de uno de sus últimos tuits, con los que suele amenizar el paisaje en las redes sociales:
“Domingo de resurrección. Mi hija menor me ha preguntado si sé que Jesús es un zombi, y que si me sé la historia”.
Con esa carga teológica, la novelista y habitual del gallinero televisivo comprende sin embargo que abordar una novela sobre historia requiere de un lenguaje que sitúe al lector no en una lectura arcaica sino contextualizada. Así que apostando bravamente por lo rompedor, esta vez ha querido ir más allá, y según sus propias declaraciones, entra en lo más profundo de la compleja personalidad de Jesucristo, iluminándola con claridad meridiana:
“La palabra que aparece más en mi María Magdalena es idiotas. Jesucristo es un imbécil, un puto idiota. Y esa idiotez se imbrica con la violencia, ejercida por el género masculino”.
Finalmente, concluye con otra rotunda afirmación fruto de una reflexionada y más que documentada exégesis neotestamentaria que nos deja pensando, cavilosos, y que tal vez le envidiase Paulo Coelho:
“Jesús predica y vende una nada, sí, pero una nada es todo”.
Parece que dicha máxima, descubierta por la propia Fallarás durante la escritura de El Evangelio según María Magdalena, ha calado tan profundamente en la novelista aragonesa que la ha terminado cumpliendo a pies juntillas a la hora de sentarse a escribir. El resultado, qué duda cabe, es esta novela que no tiene, ni aporta, ni comporta, ni reporta, ni importa nada. Absolutamente fiel a su filosofía básica. Nada de nada. Excepto que Jesús, como hombre que era, también era un puto idiota. Lo que, mirado por ahí, no deja de ser un enfoque interesante.
Dirán algunos lectores que ésta no es una reseña ni una crítica literaria y tal vez tengan razón. Pero es que El Evangelio según María Magdalena tampoco es una novela. Es algo difícil de describir, ni carne de Betsaida ni pescado de Cafarnaúm. Por eso, en espera de una disección más a fondo que haré en clase con mis alumnos de Literatura, y cuyos resultados tal vez cuente aquí un próximo día recurriendo a sus inocentes voces, acabaré con una guinda exquisita: el comentario en Twitter de un llamado Peio H. Riaño, periodista cultural muy conocido (y estimadísimo, me cuentan) por sus compañeros y compañeras de profesión, que, como el denostado San Pablo que nos narra Magdalena Fallarás, se cayó no hace mucho del caballo y vio la luz del feminismo ultramilitante, hasta el punto de que se ha vuelto uno de los más denodados paladines de nuestra causa, y cuyo coraje honrado e insobornable (medularmente femenino, me atrevo a decir), llega incluso allí donde ni siquiera nos atrevemos a llegar muchas de nosotras, que ya es llegar; uno, en fin, de esos compañeros de viaje ajenos al rubor que te encuentras metido en el mismo vagón que tú, te preguntas qué hace allí y miras a ver si hay sitio en otro, y cuyos arrebatos de entusiasmo confirman el viejo dicho de que con ciertos amigos, una no necesita enemigos.
Disfruten del conmovedor y sin duda sincero colofón, ebrio de la fe del converso, porque es antológico:
“Como no me lo quiero acabar, leo un capítulo al día. Saboreo cada párrafo. No sobra nada, ni gota de grasa. Profundidad, precisión y pasión. Es un librazo que excede todos los géneros”.
Y géneras, estimado Peio. Ahí te fallaron los reflejos. Y géneras.
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