Foto: Luis Burgos.
Jordi Doce es un poeta, narrador, aforista y traductor nacido en Gijón en 1967. Ha publicado siete poemarios, el último de ellos, No estábamos allí (Pre-Textos, 2016), fue considerado el mejor libro de poesía del año según El Cultural. Recientemente ha visto la luz la antología En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2019). En prosa ha publicado los libros de notas y aforismos Hormigas blancas (Bartleby, 2005) y Perros en la playa (La Oficina, 2011), así como varios libros de ensayos y artículos. También ha publicado La vida en suspenso. Diario del confinamiento (Fórcola, 2020). Ha traducido la poesía de W.H. Auden, William Blake, Lewis Carroll, Anne Carson, T.S. Eliot, Sylvia Plath y Charles Simic, entre otros. Actualmente reside y trabaja en Madrid como traductor, profesor de escritura creativa y coordinador de la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.
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Palabras que planean como cuervos sobre el campo de trigo de los días
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El ciego, que vuelve a escabullirse detrás de la cortina de sus ojos.
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¿Escribir con las entrañas? Solo si puedo escrutarlas y jugar a las adivinaciones
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Todo lo que había dicho de más quedó flotando a su alrededor. Era una larga cinta con la que fue embalsamado en vida.
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Se acomoda frente al televisor y comprende, de pronto, que está muerto. Las imágenes que aparecen en pantalla son la vida en directo de sus viejos amigos, el murmullo incesante de colegas y camaradas. Ahí están todos, la gente que ha quedado atrás; ahí está el hueco de sí mismo.
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Cuarenta días en el desierto. Allí la sombra es más densa, más dura. Basta una semana para empezar a tallarla.
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A veces me tropiezo con palabras que han desertado y andan por los caminos, buscando el modo de volver a casa.
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A Dios ya no le quedan manos para rascarse y aliviar el escozor de nuestras picaduras.
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Esperaba, hacía cálculos, no terminaba de decidirse, hasta que un día se lo comió la polilla.
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Le obliga a limpiarse los ojos en el felpudo antes de entrar.
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Nunca sé qué decirle ni cómo comportarme en su presencia. No sé qué haría sin él.
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Se le cayeron las escamas de los ojos, y eran palabras.
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Una raza de acróbatas que por zancos llevara lápices.
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Encontró un tipo especial de tierra donde hasta sus uñas florecían.
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Guardaba las cenizas de su padre en un reloj de arena.
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Lo llama su corazón, pero es solo un sapo que no para de croar.
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Allí, al envidioso lo condenan a incubar piedras.
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Después de mucho esfuerzo, logró desprenderse de su nombre. A la luz, parecía la costra de una herida.
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Toma lecciones de sintaxis estudiando el culebreo del gusano en la manzana.
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La calle como un animal salvaje. Se puso a caminar para domesticarla.
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