Albert Einstein, Karl Marx, Sigmund Freud, Niels Bohr, Fritz Haber, John von Neumann, Theodore von Kármán, Paul Ehrlich, Emmy Noether, Claude Lévi-Strauss, Rita Levi-Montalcini, Richard Willstätter, Rosalind Franklin, Richard Feynman, Norbert Wiener, Robert Oppenheimer, Noam Chomsky, Benoît Mandelbrot, Isaac Asimov, Edward Witten… ¿Qué tienen todos estos nombres en común? La respuesta es fácil: su origen judío. Impresiona la lista, en la que he seleccionado únicamente a quienes tuvieron que ver con las ciencias. Y no he incluido nombres del pasado como pueden ser Baruch Spinoza y Maimónides, o escritores, músicos, pintores e intelectuales entre los que no pueden faltar Franz Kafka, Thomas Mann, Stefan Zweig, Marcel Proust, Valdimir Nabokov, Elias Canetti, George Steiner, Herbert Marcuse, Gustav Mahler, Felix Mendelssohn, Marc Chagall o Mark Rothko. Ni a filósofos de la talla de Ludwig Wittgenstein y Karl Popper (una lista muchísimo más amplia se puede encontrar en el libro de Diego Moldes Cuando Einstein encontró a Kafka, Galaxia Gutenberg, 2019).
Al igual que otras preguntas parecidas, en el fondo de lo que se trata es de la vieja cuestión de si la explicación reside en la “naturaleza” (carga genética) o en la “educación”. En el caso de los judíos no es difícil encontrar argumentos de ambos tipos. Como trasfondo, eso sí, hay que tener en cuenta que a lo largo de sus más de dos milenios de itinerante historia los judíos han mantenido una cohesión y tradiciones que no se han dado en otros pueblos con igual intensidad y duración. Y esto ha implicado que entre ellos los matrimonios “mixtos” (judíos-gentiles) hayan sido mucho menos frecuentes que en otros colectivos.
Si pensamos en la “educación recibida”, se utiliza a veces el argumento de que entre los judíos la clase social que más atención prestó a ese aspecto ha sido la de los rabinos, y que éstos se casaban y tenían descendencia, que se educaba en una tradición de respeto al estudio, a diferencia de lo que sucedía con los célibes monjes cristianos que, enclaustrados en sus monasterios, conservaron durante siglos la alta cultura europea. También hay que tener en cuenta que la religión judía no estuvo asociada, en general, a ideas tan estrictas como las que en la cristiandad —y muy especialmente en su rama católica— pusieron trabas a las nuevas ideas relativas al “funcionamiento” de la naturaleza; basta recordar los casos de, por ejemplo, el heliocentrismo de Copérnico o la evolución de las especies de Darwin.
No obstante, hacer de la educación-cultura recibida un factor explicativo general no resuelve el problema. Pensemos en Albert Einstein, quien apenas recibió educación en las costumbres hebreas; sus padres lo que deseaban, por encima de todo, es ser “buenos alemanes”, esto es, asimilarse. La persecución que sufrían los judíos fue lo que acercó a Einstein a ellos. “Cuando vivía en Suiza, no me daba cuenta de mi judaísmo”, respondió en una entrevista publicada en el Sunday Express el 24 de mayo de 1931. “No había nada allí”, continuaba, “que suscitase en mí sentimientos judíos. Todo eso cambió cuando me trasladé a Berlín. Allí me di cuenta de las dificultades con que se enfrentaban muchos jóvenes judíos. Vi cómo, en entornos antisemitas, el estudio sistemático, y con él el camino a una existencia segura, se les hacía imposible”.
A menudo me he detenido a pensar sobre un grupo de físicos, químicos y matemáticos húngaros de comienzos de siglo XX, cuya influencia en la ciencia e incluso en la política fue extraordinaria. Formaron parte de él Theodore von Kármán, John von Neumann, Eugene Wigner, Leo Szilard, Edward Teller, Georg von Hevesy, George Pólya y Michael Polanyi. No puedo explicar aquí sus logros, baste sin embargo apuntar que Von Kármán fue fundamental para el desarrollo de la aeronáutica militar estadounidense; que Von Neumann fue uno de los creadores de las modernas computadoras electrónicas; que Wigner, Szilard y Teller (el “padre” de la bomba de hidrógeno) fueron decisivos para que Einstein firmase la famosa carta que dirigió en agosto de 1939 al presidente Roosevelt defendiendo el establecimiento de un programa de armamento nuclear.
Algunos de estos “marcianos”, como se les ha denominado por su extraordinaria inteligencia, estudiaron en un mismo centro, pero ni lo hicieron todos ni creo que eso pueda explicar su genialidad. En mi opinión, un dato más importante es que todos pertenecían a familias acomodadas. Entre las primeras generaciones de judíos en el Imperio Austrohúngaro no faltaron los que se dedicaron a acumular riqueza. Sus herederos ya podían optar por otras soluciones, y la distinción intelectual era una de ellas. En su autobiografía, Teller recordó que su padre le insistió en que debido al antisemitismo que se instauró en Hungría a partir de 1919, “él, un judío, debía sobresalir mucho para sobrevivir; que debido a ese antisemitismo, algún día tendría que emigrar a un país en el que las condiciones fueran más favorables para las minorías; y que una vía segura para tal escapatoria era la ciencia, una disciplina internacional”. De hecho, ninguno de los que he mencionado, permaneció en Hungría; la mayoría se instaló en Estados Unidos.
Pero por mucho que se haga hincapié en elementos como los anteriores, no es posible descartar el “factor genético”. Nada impide suponer que en el estrecho círculo social judío (con frecuencia impuesto) surgiera y se conservara —y que se manifestara en parte de ellos— una predisposición genética que favoreciera la creatividad intelectual. Esto ayudaría a comprender el que un grupo étnico tan pequeño cuente proporcionalmente con un número tan elevado de “grandes creadores”. No se olvide, sin embargo, que científicos como Galileo, Newton, Euler, Darwin, Hilbert, Heisenberg y tantos más no tuvieron orígenes judíos. La excelencia creadora posee muchos progenitores.
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Artículo publicado en El Cultural.
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