Hace algunos años publiqué un ensayo titulado Siete pasos más tarde en torno a las medidas del tiempo. Por un lado se encontrarían las conocidas por todos —los días, las horas o las estaciones— contadas por los relojes oficiales del tiempo, y por otro, habría otras medidas menos frecuentadas o a las que prestamos menor atención. El tiempo puede medirse en las pupilas de un gato, en la cera de una vela derretida, en el sabor de un pan rancio o en el olor que perdura más allá de la desaparición de una presencia. Este libro abordaba también multitud de experiencias que desbaratan nuestra percepción del tiempo, momentos en los que el tiempo queda suspendido, paréntesis crecidos en el interior del tiempo o fuera del tiempo. En realidad creo que casi todos mis libros están escritos en ese décimo tercer mes del año del que nos hablaba Bruno Schulz.
Sin ser un invernadero, el espacio participaba algo de esa clase de atmósfera. Esta habitación permanecía cerrada durante los meses más fríos del año; los cristales de la puerta estaban protegidos por contraventanas de madera, y la puerta entera quedaba oculta a su vez tras una pesada cortina que la cubría hasta el techo. Abierto o cerrado, ese cuarto fue siempre para mí como un imán. Me escondía detrás de la cortina y, cuando estaba segura de que nadie irrumpiría en este acto de gran intimidad, retiraba una de las contraventanas de madera de la puerta para mirar en el interior de la habitación de cristal. Siempre he pensado que lo que allí veía era el verano, el tiempo detenido del verano. De poder franquear la puerta, el aire que respiraría en su interior sería el de otro tiempo, distinto al del presente. La habitación era un reloj también, en el que se marcaba un tiempo diferente al del resto de la casa; porque allí, el tiempo dormía, los sillones, la pequeña mesita, los objetos respiraban con un ritmo distinto al marcado por los muebles y objetos del comedor. Para mí fue siempre una experiencia de tiempo fuera del tiempo.
A pesar de que este libro no era un ensayo erudito —más bien, por el contrario, huía de cualquier forma de erudición—, esta emoción original, junto a otras que surgieron en el proceso de escritura de esta obra se quedaron junto a mí y parecían demandar un libro de ficción en el que podrían cobrar otra clase de vida. Nunca me he sentido cómoda con la autobiografía, y tampoco la he practicado en este libro, salvo para referirme a emociones concretas que tienen que ver con esta experiencia del tiempo. El poeta Paul Celan escribía sobre una tercera aguja incandescente del reloj, y yo creo que el tiempo de este libro está marcado por esa aguja.
La protagonista de La mitad de la casa penetra en una casa familiar, abandonada durante muchos años, en la que el tiempo ha quedado detenido y que algunos resortes emocionales parecen poner en marcha. Éste es un libro de secretos que alimentan la casa al igual que el fuego del sacrificio, para que el mundo siga girando. Pero, como dice también su protagonista: “En realidad, es muy difícil saber si he venido a guardar un secreto o si, por el contrario, he venido a abrir un cofre en el que hay un secreto guardado”.
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Autora: Menchu Gutiérrez. Título: La mitad de la casa. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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