Para Iñaki Sánchez Simón
Érase una vez un pueblo perdido en una llanura seca e inhóspita, un pueblo donde reinaba un único gobernante, de tentáculos largos y tradición antigua: el silencio. No se oía nada en el interior de las casas, ni cuando sus habitantes, no muy numerosos, se reunían para realizar las actividades normales de cualquier comunidad. Todo se hacía mediante el silencio, y la mirada era el principal instrumento de comunicación. En el pueblo se amaban y se odiaban en silencio, sin levantar apenas una ceja, como quien siempre está escuchando. Así había sido desde tiempos inmemoriales y nadie se había atrevido a quebrantar semejante ley no escrita. Nadie hablaba porque no había nada que decir, nada que no lo pudieran expresar los ojos, la cara, los labios inmóviles.
Para algunos, en pueblos como éste reposa el fin de la evolución humana, el límite del desarrollo de la sabiduría de los hombres. Para otros, el pueblo de la No-Palabra, con todas sus ramificaciones en el mundo, llanuras secas e inhóspitas, constituye el último reducto del salvajismo antropomórfico. Yo he asistido, como un fiel que contempla oficiar a los sacerdotes, convertido en silencio, a uno de estos combates, uno de estos juicios, en uno de estos pueblos. Debo declarar, puesto que sobreviví, que mi boca no volverá a decir palabra alguna, y que éstas que escribo ahora mueren en mi mano antes de ser pronunciadas. Vivirán en el silencio, que es una forma de eternidad.
Del pueblo de la No-Palabra.
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