Me gustan los libros. Me gusta su peso ligero, envejecer en su silencio, como dice Pascal Quignard, me gusta entrar en ese otro mundo.
Vivir con el corazón nace de un encuentro que se alargó toda mi vida con la obra y la vida de Vincent van Gogh. Empezó en París, donde he vivido años, en el museo d’Orsay, con los primeros Vincent vistos, y luego un sinfín de viajes a Ámsterdam, donde a cada visita iba a su museo. En Londres también iba a ver Los girasoles; cuantas veces podía allí me plantaba, esperando la estocada. El libro empezó así, a gestarse poco a poco, año tras año, a cada visita, a cada estocada que recibía delante de una obra suya, mirando esos remolinos, esa manera de pintar llenando el lienzo de tildes. Vincent es, en el ámbito de la pintura, lo que más admiro en el de la escritura, el trazo, el estilo: de una tajada te mata y te resucita.
El título, Vivir con el corazón, es un guiño al diario infinito que los dos hermanos se escribieron. En una de las cartas Vincent le dice a Theo: «Lo único que importa en esta vida es vivir con el corazón». Muchos existimos, pero pocos vivimos: una verdad grande como un puño. No siempre nos enteramos: cada día es una vida. La eternidad de un día, eso busca capturar Vincent en cada una de sus obras, acoger, recoger, esa eternidad en libertad, en el lienzo.
Durante el verano de 2019, el libro llegó como un parto, como un milagro, de un tirón, en medio de las lecturas que por entonces estaba haciendo, las de Pierre Michon, las de Christian Bobin, y, por supuesto, las biografías, las tesis doctorales, los ensayos de Artaud, los poemas de Char, sobre Vincent van Gogh. Ha sido un verano mágico: mientras el libro Vivir con el corazón llegaba, lo acababa, irrumpió otra novela que llevaba años intentado escribir, y que he destruido incluso dos veces, la novela sobre mi abuela en los montes verdes de Galicia: Los ojos verdes antes de los bosques.
El alma es probablemente lo más íntimo que tengamos. Mucho más íntimo que el cuerpo y el corazón. Aproximar un alma es adivinar la niña o el niño que uno tiene dentro, esos años luz que afloran de vez en cuando en el rostro. Quizás las luciérnagas se acuerdan de ellas, de las almas, por eso voltean tanto, porque las almas son siempre inquietas. El alma es lo primero que se nos va, antes de que se nos pare el corazón, antes de que se nos vaya el cuerpo. Cuando morimos, lo primero que perdemos es el alma, ella se va la primera.
Vincent tardó dos días en perderla, su alma, y cuando se fue, el corazón se le paró, el cuerpo se le murió. Este libro es la historia de un alma que amó la vida como ninguna. De ella nos quedan cientos de lienzos que pajarean con alas que parecen tildes. Nos queda todo este alfabeto de colores, repleto de amor. Ahora sabemos que el color del amor no es sólo el verde sino que también es el amarillo, el sol limón aún verde. Lo podemos ver, allí, en los rostros rubios, en los campos de trigo, en todos los torsos de los girasoles.
Esta novela está volcada en las vidas minúsculas que giraron en torno a Vincent. La vida truncada de ese otro hermano que tuvo el mismo nombre y apellido que Vincent. Durante años éste pasaría delante de su tumba. Quizás por ello pintó tantos retratos, una treintena, para buscar ese otro yo que siempre se les escapó. También está Anton Mauve, el primo pintor. Con él se despertarían las luciérnagas de la pintura. Luego, mucho más tarde, llegarían los colores, el amarillo limón, las noches estrelladas, los almendros en flor.
En la novela también está ese poeta, el que era hermano de la única persona que le compraría un cuadro de por vida; y también alguna que otra mujer que quiso (de)tenerle en su vida y ha seguido pasando, dejando a Vincent a su soledad y a sus campos; el cartero que le traía y llevaba la correspondencia con su hermano Theo, el gran amor de su vida, quizás junto a Gabrielle, la mujer a quien le entregaría el gorrión herido de su oreja rajada. Y por supuesto también está Theo, el que siempre estuvo para Vincent, el que le ayudó a hacer latir ese corazón que ahora estremece el nuestro, nos los tumba y revuelve, hace que se nos enrosque como una culebra cuando miramos con todos nuestros ojos una de sus obras.
Este libro ha nacido de encuentros y de amores, de cientos de páginas leídas y olvidadas. Nace de esos viajes a Ámsterdam y a París, donde ahora Vincent está colgado en museos o es visible en las pantallas del maravilloso Atelier Lumières. Está en las mujeres que cambian las vidas de los hombres, que les dan la luz, nos dan el amor, hacen que las almas de los hombres, a veces, no se rompan como vidrio, que brillen como vidrieras, que se nos llenen el cuerpo y el corazón de colores, de verdes, de amarillos.
En la novela de la vida de Vincent hay dos mujeres que cobran un protagonismo especial y me interesaron especialmente a la hora de escribir. Una de ellas es Gabrielle. Ahora sabemos que Vincent se cortó la oreja entera, de una rajada. Pero también conocemos, por el parte del médico que le trató esa noche, el nombre verdadero de la Raquel a quien le entregó la oreja cortada: ella se llamaba en realidad Gabrielle. Por ese entonces los registros civiles de las ciudades conservaban todos los nombres y apellidos verdaderos de las mujeres que trabajaban en los burdeles. Gabrielle, imagino en la novela, sería el gran amor de su vida, el último, el definitivo, el imprescindible, el que justifica toda una existencia. A veces nos pasamos una vida entera sin conocer a esa persona, o pensamos haberla encontrado, pero son años tibios, horas, meses, siglos en balde. Con ella compartiría la casa amarilla, allí estaría trabajando ella casi seis meses, antes de irse al prostíbulo cercano, que por entonces se llaman maison close. A ella le entregaría su oreja.
Por eso imagino que Vincent también ha vivido y ha muerto: «Si no te conozco, no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”. Cernuda lo escribió mejor que nadie, en español, en poesía. Uno puede pasarse una vida entera sin haber vivido. Uno no muere porque el corazón deja de latir o porque el cuerpo un día se nos va. Uno muere porque no te he conocido, porque no he dado con la llave, con ese cuerpo que se abre como una flor y mira con ojos de girasol, ese corazón que hace que amar sea almar, e inventa verbos que nunca se volverán a repetir.
La otra mujer es Johanna, la esposa de Theo. Apenas se verían un par de veces, pero cuando ella descubre las cartas que intercambiaron, las de su marido y las de ese pelirrojo, se percata del amor inmenso que hubo entre los dos. Por amor a su esposo traducirá esas cartas y, poco a poco, descubrirá el talento de Vincent, y hará que su nombre y su obra viajen a todas partes del mundo, hará que nadie se olvide jamás de Vincent, que Van Gogh no sea nunca el recuerdo de un olvido.
El libro ahora entró en libertad: se publicó, en La Huerta Grande, gracias al magnífico trabajo de Phil Camino, la editora, a quien le gusta la literatura que es nitroglicerina, que te hace morir y resucitar en el instante. Y pienso en el lector que ahora quizás lo tiene entre sus manos, que cierra el libro, deja que otro año, otro verano venga y se vaya, y quizás recuerda: lo que de verdad importa es lo que un día Vincent escribió en una de esas cartas, lo que de verdad importa es vivir con el corazón.
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Autor: Javier Santiso. Título: Vivir con el corazón. Editorial: La Huerta Grande. Venta: Todostuslibros y Amazon
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