Adolfo Bioy Casares retratado por Daniel Mordzinski en su casa de la calle Posadas de Buenos Aires, en 1992
En mayo de 1991, con motivo de los segundos Encuentros Hispanoamericanos Realidad y Ficción, Daniel Moyano tenía que conversar con Adolfo Bioy Casares, que acababa de llegar desde Madrid, por donde había pasado para encontrarse con los organizadores del Premio Cervantes que le habían concedido ese año. Moyano vivía temporalmente en Oviedo impartiendo unos talleres literarios, y el hecho de reencontrarse con Bioy le hacía muy feliz, lo cual le animaba a hablar y a escribir. Este texto, dividido en tres epígrafes, lo escribió uno de aquellos días y me lo entregó como un regalo. Quedó inédito hasta ahora que lo recupero para Zenda, con la foto de Daniel Mordzinski, compatriota, amigo y admirador de ambos escritores.
DANIEL MOYANO
1. Cacahuetes
Unos días después de recibir el Premio Cervantes, iba Bioy bordeando la pequeña laguna del parque de San Francisco en la ciudad de Oviedo, cuando el más glotón de los patos, blanco y enorme, le echó un ojo y decidió seguirlo hasta donde se lo permitiera la verja delimitativa. Ni Bioy ni los que íbamos con él llevábamos en la mano nada que se pareciera a bolsas de patatas fritas o cualquier otro alimento, ni teníamos trazas de haber ido allí para dar de comer a los patos, como suele la gente. Caminábamos más bien deprisa, atentos a las explicaciones que sobre la ciudad que Leopoldo Alas llamó Vetusta nos daba el profesor José Mª Martínez Cachero, y si de vez en cuando mirábamos para el lado de los patos era apenas “de rabo de ojo a un costal”, como dice el viejo tango.
El pato pedigüeño que seguía a Bioy sin apartarse un milímetro de la verja también miraba con el rabillo del ojo al escritor, vigilando con el resto el campo que se abría hacia delante, atento a que los demás patos no le arrebataran los cachetes que el escritor sin duda iba a arrojarle; porque para él la visita de un tal Adolfo Bioy Casares a Oviedo no podía tener otro sentido. No hubo cacahuetes, o maníes, como los llaman en los pagos de Bioy, ni nada por el estilo, y el pato, cuando llegó a sus límites, se quedó mirando cómo se alejaba el visitante, dejando trunca una acción donde de otro modo hubiesen aparecido los alimentos previstos. Allí lo único que parecía cierto eran las miradas de soslayo, tanto las del pato como las del escritor, que tras blanquear en el aire caían sobre el césped como caen los cacahuetes y las patatas fritas ante los ojos de los patos.
2. Boquitas pintadas
Bioy en el teatro Campoamor, rodeado por las tesinas que estudian su obra amorosa y ferozmente: Betty, Peggy, July y muchas más. Bueno, así se llamaban las “rubias de New York”, arracimadas junto a Carlos Gardel cuando rodaban El tango en Broadway, años ha. “Deliciosas muñequitas perfumadas”, cantaba el Zorzal Criollo, y qué pinta tenía, qué clase y qué arrogancia pa cantar, según decía un tango, igual a la de Bioy ahora, rodeado por sus exégetas sensuales; “quiero el beso”, sigue diciendo la canción; justo por influjo de filósofos ingleses que él y Borges conocen al dedillo se mezclan los espacios y los tiempos, y las chicas de New York/Oviedo se entreveran con las Paulinas y Faustinas que Bioy colecciona en sus ficciones, y todas juntas acercándose al Bioy/Gardel de ahora le ofrecen dulcemente “el beso de sus boquitas pintadas”.
3. Tres oportunidades
En la pampa, y también en los cuentos de Bioy, dan miedo esos relámpagos que inundan la bóveda celeste y la desnudan; el cielo queda como borrado y dispuesto a mostrarnos cualquier cosa espeluznante, de esas que vienen de otros mundos. A la luz de esos relámpagos, que en Oviedo se me aparecen ahora momentos cruciales que los argentinos no pudimos aprovechar, por eso nos va como nos va, y no sólo pertenecemos al tercero sino a un cuarto e incluso a un quinto mundo.
La primera fue casi in illo tempore, cuando el único habitante de esas soledades era un argentino cuasi mono descubierto miles de años después por el excavador de nacionalidad ídem, a saber, Florentino Ameghino, que tras desenterrar sus huesos en medio de la más ancha de las pampas bañadas por relámpagos lo bautizó Anthropus pampeanus, y anunció al mundo, con bombos y platillos, que se trataba del primer hombre de la Humanidad, y que este era argentino, o sea que a partir de ahora hasta los europeos eran descendientes de nuestro amado, aunque un tanto despistado Anthropus. Despistado debido a que, por miedo a los relámpagos bioy-pampeanos o por cualquier otra razón, no supo progresar a tiempo y escondido en una cueva quedó bicho, mientras sus semejante de Neanderthal o de Cromagnon sumaban puntos; porque el único gol que consiguió meter, ayudado por Ameghino, fue anulado por fuera de juego, es decir, que nuestro protocampeón estaba offside, y así perdimos el primer partido de la historia.
La otra fue cuando por un par de vacas no muy gordas podíamos comprar una radio de galena (eran las primeras) y escuchar la pelea del siglo, donde Luis Ángel Firpo, conocido también como El Toro Salvaje de las Pampas (primo carnal del Anthropus) iba a quitarle el título mundial a Jack Dempsey, boxeador del imperio, en el Polo Grounds de New York. El uppercut del Toto/Anthropos que levantó en vilo al yanki y lo arrojó fuera del ring recorrió las tres Américas en un escalofrío, y cuando ya creíamos que por fin éramos los primeros y que todos los Roosevelt habidos y por haber tendrían que pedirnos permiso hasta para mascar chicles, los árbitros del imperio arreglaron las cosas para que Dempsey retuviese el título, pese a haber sido arrojado fuera del cuadrilátero y degradado a la condición de público por la formidable trompada que durante un relámpago de tiempo nos permitió tomarnos el placer de ser líderes en algo.
La última me concierne, como buen retoño del malogrado Pampeanus. Nos despedíamos de Bioy con una comida en el ovetense Salsipuedes cuando Miguel Munárriz, que llevaba un teléfono portátil, dijo en el aparato: “¿Daniel Moyano? Sí, aquí está con nosotros, un momento, por favor”, y lo tendió hacia mí con aires solemnísimos. Y todo lo que más bien es cosa de sueño se me cruzó por la cabeza, desde la Real Academia (¿yo?) hasta el Premio no sé cuánto, pasando por embajadas de París o Rotterdam. El desfile de imposibles, que duró unos segundos, me encendió los ojos en un brillo que Munárriz y Bioy observaban muy atentos. Cuando advertí que se trataba de una broma, el brillo desapareció. Qué pena, dijo Bioy, durante unos segundos fuiste único, pero dejaste escapar el instante preciso.
Y sonreía, le brillaban los ojos, Bioy los tiene profundamente azules.
(Oviedo, 5 de mayo de 1991)
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