Peón de ajedrez. Foto: Pixabay.
«Hay otras vidas, pero están en ti», dicen que dijo el poeta Paul Éluard. En mí está, entre otras vidas, la de Leo Pérez, el Joputa, que pasa por Zenda, con otros convivientes, los miércoles.
Estoy tirado en el sofá, con la tele puesta, iba a decir aburrido como una ostra pero no sé cómo viven las ostras, mejor digo que estoy harto y cansado y aburrido, muy aburrido, cuando suena el timbre de arriba. Uf. Paso. Pero vuelve a sonar y me levanto. Además me estoy meando cosa mala.
—Hola, Leo. Lo de hoy no es un atraco.
Bueno, parece que no pretende encasquetarme a la cría otra vez, menos mal.
—Ah —digo.
—Dásela, venga —dice la vecina a la cría.
Y la niña me entrega la cajita. Está envuelta con papel de una pastelería que queda cerca de aquí.
—Son unos bombones.
El chocolate me da bastante igual, pero como no sé por dónde salir digo gracias.
La niña me mira como la otra vez. La jodida no pestañea. El otro día habló poco; el padre, un maromo barrigón, no tardó demasiado en aparecer. La cría habló poco, decía, pero, joder, cómo miraba, lo miraba todo. Menos el canal con dibujos que puse en la tele, todo. Las latas, las fotos, el ajedrez de alabastro de mi viejo, qué sé yo, todo, menos mal que no vio la cocina ni el cuarto de baño.
—Bueno, pues espero que te gusten. Gracias a ti, de verdad.
Por decir algo, pregunto por su madre.
—¿Al final se había roto la cadera?
Al final y al principio. Soy idiota. Mejor no digo nada, porque me cuenta con pelos y señales todo lo que pasó cuando se la encontró tirada en el baño, y ya no para, me dice que va a tener que traérsela a su casa en cuanto salga del hospital y, cágüenla, no sé para qué abro la boca, acaba soltando esto:
—Mañana tendré que verla. Y, bueno, puedo dejar a Blanca en casa de una amiguita suya, pero luego no sé lo que tardaré en volver a por ella. Y a Blanca no le importaría quedarse un rato contigo, porque…
—¿Blanca? —pregunto.
La niña habla poco. Pero tendría que hablar menos.
—Yo soy Blanca, ¿es qué no te enteras? —me dice.
—¡Pero bueno! —salta la madre—. ¿Así te he educado yo? ¡Anda, vamos! Y perdona, Leo, no quiero abusar.
Con la misma coge de la mano a la cría y tira para abajo por las escaleras.
*
Dos días después me las encuentro en el portal. La niña, con una mochila enorme que pesará como media tonelada, y la madre cargada también con dos bolsas del Mercadona.
Están esperando a que baje el ascensor, y yo voy a las escaleras. Desde que empezó la mierda del virus no me meto dentro de un ascensor, allá ellas.
—¿Qué tal? ¿Te gustaron los bombones?
—Sí, gracias —digo.
Ya he puesto un pie en un peldaño, pero me paro, qué remedio.
—A Blanca le van los de licor. Su padre, que es un gracioso, quiso gastar una broma y ya ves.
—Ah —digo—. Bueno, hasta luego.
Tiro para arriba.
Media hora más tarde, horror, suena el timbre.
Esta vez la vecina ha subido sola. Mejor. O peor, no sé.
Sí, peor, porque me pide, ahora más en serio que el otro día, si puedo quedarme de vez en cuando con la cría. Alucino.
—Le caes bien —me dice, como si eso importara algo—. Y, bueno, ya sabes, antes le gustaba subir… Y, bueno, le gustaría seguir jugando…
¿JUGAR? ¿A qué?
La cría tenía razón el otro día. No me entero de una mierda.
¿A qué cojones quiere que juegue un tipo como yo con una niña? ¿Con muñecas? ¿Con videojuegos? La vecina está zumbada. Lo sabía, claro que lo sabía, de atar, será todo lo que quiera, la presidenta de la comunidad con sus notas, y sus avisos y sus recomendaciones, pero está como una puta regadera…
En fin, hoy no estoy pedo ni resacoso, pero es verdad, no me entero, porque la vecina, bien plantada en el rellano, con los vaqueros ajustados de antes y una sudadera de cremallera y, bueno, cómo decirlo, y una camiseta de tirantes demasiado tirante, para qué negar lo evidente, lo uno no quita lo otro, me cuenta que mi padre era casi un abuelo para Blanca, que Blanca subía casi a diario, y que ella, si sobraba un filete empanado o un plato de macarrones o lo que fuera se lo subían a mi padre, y que él correspondía, que era muy generoso, eso me dice, y que qué pena que falleciera tu hermano, también él quería mucho a Blanca y se acordaba de ella cuando visitaba a tu padre. Mi hermano compraba chuches a la cría, eso dice, chuches. Alucino. Y la tía mientras tanto sigue largando. Que eso, que mi Blanca es como si hubiera perdido a un tío y a un abuelo, aunque tu padre no haya fallecido aún, perdona. Que me da corte decírtelo, Leo, pero que cuando pase todo esto y se pueda ir a las residencias nos gustará ver a tu padre, y que Blanca irá con su tablero, claro, porque echa mucho de menos jugar con él, y ya sabes, ahora se pasa el día viendo la tele o con sus libros, sabe entretenerse sola, no le queda otra, pero si de vez en cuando QUIERES JUGAR CON ELLA pues estaría genial.
—¿Jugar yo? ¿Pero a qué? —acabo diciendo.
—¿A qué va a ser? Al AJEDREZ.
Me quedo en blanco.
—Ah…
—Tu padre hablaba mucho de ti. Le contó a Blanca lo tuyo.
—¿Lo mío?
No, no me entero de nada.
—Que fuiste un niño PRODIGIO. Que con diez años ya…
—Sí —digo, como si supiera algo, para cortarla.
Ese Leo ya no existe.
Desde los diecisiete no existe.
No existe Leo ni existe el ajedrez, no sé qué cojones hacía mi padre hablando de ese Leo a una niña.
Pero la vecina no calla. Va a saco con lo que tiene entre ceja y ceja. Como siempre.
—… Tu padre le puso hasta partidas tuyas. Tú contra mucha gente a la vez, y contra un ruso creo que muy famoso. Yo no entiendo, pero tuve que ayudarle con el vídeo. A estas alturas usar un VHS es algo como de Atapuerca, ¿no te parece?
—Sí…
No sé qué decir ni por dónde salir.
—Bueno, pues eso. No me enrollo más. Piénsatelo, ¿vale?
—Vale, digo.
Cierro la puerta y cojo la caja de bombones, desde que la dejé el otro día encima del radiador de la entrada no se había movido de allí, y voy a la cocina y la entierro en el cubo de la basura y saco una litrona del frigo y me pongo a ver la tele.
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Entregas anteriores de Leo:
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