Dramaturgo, director de cine, maestro de ajedrez, pintor, poeta, visionario genial y sobre todo irreverente iconoclasta que gusta pulverizar el «canon» de las verdades preestablecidas para jugar con ellas a ser Dios podrían ser algunos de los mil rostros de ese enfant terrible llamado Fernando Arrabal, al que los «mandarines de la cultura» no dejan de fustigar para que conduzca sus descarriados pasos hacia «el eterno sendero de la verdad». El autor vivo más representado en los teatros de los cinco continentes y fundador del movimiento «Pánico», del que autores como Beckett, Cela, Kundera o Goytisolo dicen que si no existiera habría que inventarío, nos concedió esta entrevista hace unos años en León durante la celebración del Torneo Magistral de Ajedrez, donde muestra su versatilidad no sólo con esta disciplina sino con todo aquello en que su maestría brilla a igual altura que la de su agudo ingenio.
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Cualquier cosa que se diga sobre la obra o la persona de Arrabal corre el riesgo de ser mal interpretada, puesto que él mismo se ha esforzado lo indecible por dar esa sensación de ambigüedad que de continuo impregna todos y cada uno de sus escritos y declaraciones. Pero lo que sí es cierto es que, a estas alturas de su dilatada existencia, Arrabal se ha revelado como uno de los más grandes escritores en lengua castellana del presente siglo, «que posee —en palabras de Cela— ese incalculable tesoro de tener voz propia, que es la condición indispensable para poder hacerse un sitito en ese confuso limbo de lo injusto que se llama Parnaso». La obra de Arrabal está por encima y a un lado de la anécdota y de la representación y más allá de las tendencias y de los “caprichos”. Sin embargo, tras este bifaz de contestatario juguetón, de aventajado epígono de Cervantes, al que admira por encima de todas las cosas, está el Arrabal humano, tierno, tremendamente sensible a las injusticias sociales, contra las que tanto luchó desde dentro y fuera de España con los misiles de su ingenio y la pólvora de su palabra. Su cine y su pintura son el reflejo de esa búsqueda compulsiva y de esa denuncia despiadada, sin concesiones, que sacude las fibras de quienes miramos al mundo desde las premisas de la no intervención. Para el lector convencional esta entrevista rompe, como todas las suyas, cualquier formalismo preestablecido, saltándose a la torera todo atisbo de mantener un hilo conductor lógico o temporal. Más bien es una sucesión de pensamientos, sensaciones y recuerdos. Opiniones contradictorias, afirmaciones rotundas; a veces, demasiado rotundas para ser tomadas al pie de la letra, pero siempre portadoras de un pragmatismo sobrecogedor. Los leitmotiv que a lo largo de su vida han ocupado un lugar primordial en su peculiar forma de ver y sentir la vida aparecen una y otra vez para servir de fusta al lector acomodaticio, y de revulsivo para quienes se limitan a admitir todo lo que esos «mandarines culturales» señalan como verdad de fe.
—Usted siempre ha sido un ferviente defensor de todo lo español y, a veces, nuestro mejor embajador en el extranjero. ¿Por qué no ha regresado a España?
—Tras las crisis racisto-patrióticas que hay en el mundo entero, pienso que mi elección de vivir fuera sólo puede molestar a patrioteros y chauvinistas. España es un país renovador. Es lógico que un «español» inicie esta revolución. No soy un tiesto. En vez de raíces tengo piernas. Y es bueno que la gente no tenga por qué inscribirme en un equipo, en un clan.
—¿Por que se marchó?
—Porque en España no comprendían lo que estaba haciendo. Porque en aquel momento muchas de las obras que yo estaba escribiendo no podían estrenarse aquí. En aquel momento lo más importante para mí era el arte. No soportaba lo que había allí. Todo olía a fascismo, pero un chico de diecinueve años lo único que tenía que hacer era no tener ideas, porque todos aquellos que sabían lo que era la política estaban en la cárcel, en el exilio o sencillamente se callaban.
—¿Qué ciudad elegiría en caso de regresar a España?
—Creo que Alcalá de Henares y, más concretamente, el barrio judío, pero no permanecer allí sino saltar a otros lugares.
—¿Le gustaría pertenecer a algún sitio?
—En absoluto. Los sitios echan de menos el que yo pertenezca a ellos. Por eso ponen plazas y calles con mi nombre. Para ellos, yo soy muy importante.
—Entre sus muchas dedicaciones destacan el cine, la pintura y el ajedrez. Usted, además de ser un fuerte jugador, ha escrito varios libros sobre la materia y sobre Fischer, al que tanto admiró. ¿Continúa pensando que Fischer sigue siendo el mejor de todos los tiempos?
—Ese héroe del ajedrez, el más grande, es un fanático rodeado, según él, de infamia. Más que alucinado se sentía impotente en un laberinto sin fin de «abyecciones» y enemigos.
—¿Cree que el siglo XXI será espiritual en el mundo del ajedrez?
—En mi caso personal (tan diferente al de ese campeón) sólo existo en mi espíritu. El espacio y el tiempo son indeterminados. ¿Cómo puedo juzgar el tiempo de amar? ¿O el que se pasa en la cárcel? Aunque en prisión sentí a veces amor o jugué al ajedrez.
—¿Es el ajedrez una improvisación?
—Me gusta y me hace sufrir jugar al ajedrez. Como pronunciar conferencias: nunca sé qué va a ocurrir. Jugar al ajedrez es una actividad antisolemne. La improvisación es como el músculo del pene, no hay manera de gobernarlo.
—¿Aprueba las interpretaciones freudianas que se hacen con el ajedrez?
—Tiene tantas interpretaciones como jugadores, incluido las diversas etapas de una partida. Jodorowski un día se preguntó: «¿Por qué no soy homosexual?». Entonces pidió a un amigo actor que lo sodomizara. Y lo pasó muy mal. Esto sería impensable para la mayoría de los jugadores.
—¿Cómo es la vida para Arrabal?
—No puedo imaginar la vida sin angustia y pecado, sin derrotas, victorias, ¡o tablas! Séneca y Platón amaban a los hombres con delirio, pero se prohibían la felación.
—¿Dios está a la baja en estos días?
—¡Eso es blasfemar! El juego moderno y los matemáticos fractales que no son creyentes se interesan mucho por la teoría de los motivos. ¡Los «motivos» de la divinidad! Observados desde un punto de vista profano.
—¿El ajedrez es también un motivo?
—Quien rechaza la creación… rechaza a Dios.
—Usted dijo en cierta ocasión que existe un arte de preguntar.
—Sí, incluso los policías franquistas que en 1967 me detuvieron en España hacían preguntas mágicas, y muchos jugaban al ajedrez entre dos interrogatorios.
—¿Qué clase de preguntas le gustaría entonces que le hiciera sobre el juego, cine, pintura, literatura?
—Las preguntas no son nunca molestas. Son las respuestas las que pueden ser indiscretas. Los policías que me interrogaron parecían jirafas con corazas de acero. Estaban asustados y al mismo tiempo decididos. Eran como alfiles (locos) en el ajedrez.
—¿Tenía eso relación con su profesión?
—Me imagino a Platón cuando le asaltaron los piratas camino de Atenas. Rodeado de jirafas. Debido a su torpeza, había un lado conmovedor en «mis» policías. Estaban incómodos, hasta el punto de torturar y a la vez amar a su prisionero bíblicamente. Uno gordísimo en los sótanos de la Puerta del Sol me pidió que jugara con él una partida.
—Frente al espejo ¿se siente también jugador de ajedrez?
—Me conmoví mucho cuando me regaló un espejo que no se puede romper. Un espejo metálico. Fue sorprendente. Y todo lo que fue sorprendente puede alcanzar la verdad.
—¿Y se mira mucho en el espejo?
—Mucho, soy una criatura de Dios, él me ha creado a su imagen; por tanto, me miro para saber cómo es Dios.
—En el momento en que vivimos unos pretenden que la humanidad ya ha franqueado con creces el paso del milenio, otros que no.
—Estamos en el 2753 después de la fundación de Roma. No soy ni Wittgenstein ni Kant, ni Kaspárov, no creo que exista el tiempo, ni siquiera pienso que sea relativo. Simplemente es inexistente.
—Usted parece…
—Tengo ganas de cabrearme. Soy como Sócrates: cuando estaba enfadado no azotaba a su esclavo. Todas estas disputas forman parte de lo que yo llamo oxímoron de números.
—Sin embargo, usted se ha declarado defensor del simbolismo de las cifras. Los tres ceros después del 2 han hecho fantasear a los jugadores de ajedrez.
—Me habla usted de tiempo y salta a los números. No veo la relación. Entre la noche del 31 de diciembre del 2752 después de la fundación de Roma y la mañana del 1 de enero del 2753 después de la fundación de Roma. La Nochevieja del 2000 pasé cinco horas escribiendo como un monje una partida imaginaria.
—Usted nació en 1932 y ha tenido ocasión de observar la mayoría de los horrores del siglo. Hitler, Franco y el resto. ¿Qué opinión le merece todo esto?
—Fui testigo indirecto. Fue más bien la gente que me rodeaba la que participó. Sobre todo mi padre. Ese gran mártir y héroe de nuestro tiempo. No tengo raíces. No soy como un tiesto. Tengo piernas, como la mayoría de las personas. Por tanto, he pasado de una tierra a otra sin problemas: África, América, Europa… Pero habría podido ser un testigo incluso viviendo en las antípodas, en Nueva Zelanda.
—¿Teme usted que la inteligencia artificial en el ajedrez supere a la humana?
—No es posible. Son dos cosas diferentes. Ella puede ganar únicamente. Pero también ella es una esclava. Sócrates tenía esclavos. Ahora tenemos máquinas. Es mejor, más tranquilizador.
—¿Refuerza esto el individualismo?
—El mundo del ajedrez que finalizó en 1980 era un mundo de grupos. Ahora tenemos la desgracia y la dicha de estar completamente solos. Como estar solo frente a la tentación más voluptuosa. «El solitario del ajedrez».
—Pero usted interviene en el mundo real.
—He estado en casi todos los cataclismos. He participado en la mayoría. Por ejemplo, estuve en Camboya cuando estaban matando a un millón de personas. Después, cuando todo el mundo, incluidos los políticos, han denunciado la atrocidad, yo me retiré. Nunca paso la factura.
—Ha escrito usted tres cartas: una a Aznar, otra a Castro y otra a Franco. ¿Qué le empujó a hacerlo? Sus otros escritos, sus piezas de teatro, sus películas, sus poemas, su prosa… ¿no era suficiente ya?
—Era una locura poética y suicida. Pues en el momento en que escribí a Franco, Castro o Aznar, ninguno de mis colegas lo había hecho. Hoy algunos lamentan mi olfato. Mis cartas se han convertido en ofensas para muchos.
—¿A quién escribiría una carta hoy? ¿Para decirle qué?
—Escribiría al diablo o a Dios. Pero dentro de diez años algunos van a lamentar no haberlo hecho hoy. Escribiría a Dios para jugar una partida de ajedrez con él y quedar al menos en tablas. ¡Divinas tablas! Yo con las blancas. Dios no puede perder. Como mucho, puede hacer tablas. No puede perder. Es imposible. Me ha creado a mí… el más humilde de los humanos.
—Pasando a la pintura, usted tiene una colección de cuadros con usted como tema. ¿Es una aspiración de inmortalidad divina?
—Encargué estos cuadros en un momento en el que me veía como un monstruo. Y me pintaba para ver lo horroroso que creía ser.
—Se puede ver su nacimiento…
—Es un cuadro sobre el que medito mucho. Este nacimiento ¿luego inspiró a la vaca que ríe?
—¿Y las vacas locas?
—En el cuadro se ve que de mi boca sale un ser desnudo, que soy yo, y de su boca sale otro… hasta el infinito. Significa que en el principio es el Verbo. Esto, de una forma fervorosa y absorbente, lo tienen muy presente los héroes.
—¿Es usted Dios?
—También usted lo es. Y yo mismo. Todos somos Dios, si es que Dios existe.
—¿Es creyente?
—Hago lo posible para que el Dios del ajedrez exista. Hago gestos simbólicamente amorosos. En los aviones o en los coches procuro que el cinturón de seguridad me enlace. Tengo la impresión de que es Dios el que me abraza con maravillosas manos femeninas. Imagino un Dios de amor.
—Ya que insiste tanto en el ajedrez, ¿quisiera creer gracias al ajedrez?
—Vivo en la nostalgia de lo que me falta. Prisión y nostalgia.
—¿Vivió la prisión y jugaba en ella?
—Vi a mi padre mientras jugaba una partida contra mí mismo en un calabozo de Carabanchel. Fue un momento muy doloroso, pero muy rico desde el punto de vista espiritual. No creo que se den cuenta los verdugos de ese añadido que hay en la privación de la libertad. Como muchos otros, fui detenido, pero hubiera sido peor en Treblinka. No era un privilegio, de todos modos era un homenaje que un régimen de este tipo podía ofrecer a un poeta: encerrarle y prohibir su obra. Es como si me hubieran dado un premio. El antiguo régimen me ha dado dos: superdotado a los nueve años, y veinte después Carabanchel.
—¿Piensa mucho en ella?
—Más que pensar me pregunto, dudo. Cuando estaba hace unas semanas con el rey de España leí sus manos. Las líneas de las manos son muy importantes. Ellas no muestran el futuro, sino el momento en el que vivimos.
—¿Me quiere decir que sólo cuenta el presente?
—Es por lo que los creadores de fractales se interesan ahora por Dios y al mismo tiempo por las finanzas y la meteorología.
—Habla siempre de cuestiones universales y, sin embargo, cuando habla de ajedrez se refiere siempre a la trascendencia.
—Globalización y nacionalización cohabitan. Se tiene la impresión de ver en las teles de París, Moscú, Sydney o Lima a la misma presentadora de La rueda de la fortuna que en Barcelona. Sin embargo, las preguntas son las del lugar (en todas partes pueblerinas). Por ello vivir fuera no está mal. Además el turismo ¿no ha asesinado al errante y al vagabundo?
—Siempre se ha dicho en Francia que muchos le plagian.
—¡Pero si es estupendo que me plagien! Plagiar es una palabra griega que significa «vender y robar esclavos». Hay que robar esclavos: la droga para destruirla. Un ser humano es como un árbol: una vez que le cortan las ramas crece mejor.
—¿La inteligencia artificial, el mundo virtual, suplantará a la realidad?
—Es el mundo del coito interruptus, no es el mío. Es el de los jugadores puritanos y acosados.
—¿Y qué es su mundo en el ajedrez?
—Prefiero la inteligencia únicamente. Es decir, el arte de utilizar los recuerdos. Lo que no puede hacer la máquina. Por otro lado, ella no cree en Dios, ni siquiera cree en su propia inteligencia.
—¿Qué es el amor?
—Creo que no sabe que el amor es hijo de la frustración, de no ser el otro. Amar hace levitar: amar a una partícula de polvo, a una cucaracha, una nube que pasa…
—¿Usted se ama a sí mismo incluso cuando juega al ajedrez?
—Pienso que se puede desconfiar del que no es vanidoso. Lo único que me une a mi personaje es que a mí también me gustaría ser santo.
***
La conversación se podría alargar horas, porque Arrabal es un interlocutor infatigable; además, con los años, su carácter parece haberse atemperado, para solaz de sus entrevistadores, que pueden disfrutar así de la aguda dialéctica que rezuma cada frase del escritor melillense, para el que el arte es «una explosión de vida y de verdad. Y cuando haces arte a través del conocimiento, llegas a la filosofía y al amor, que es lo que a mí me hace levitar».
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