Zenda publica el primer capítulo de Limbo (edit. De Conatus), una obra de no ficción (narrada) sobre la creación artística. Su autor, Dan Fox, es escritor, músico y director de cine. Escribe entre otros medios en The Paris Review y ha sido coeditor de la revista de arte Frieze, una de las revistas europeas más prestigiosas en la difusión del arte y la cultura contemporáneas, en Nueva York.
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Una mañana de agosto de 1986 apareció un tiburón de ocho metros incrustado en el tejado de una casa adosada de Headington, una zona residencial de las afueras de Oxford. Parecía haber caído de cabeza desde las nubes, aunque no constaba que la noche anterior se hubiera producido ningún extraño diluvio donde cayeran chuzos y condrictios de punta. Como todos los tiburones, apareció de golpe y sin pedir permiso. Clavado en el tejado de pizarra, maldiciendo al cielo con la cola, aquel nuevo añadido a las soñadoras torres de Oxford dividió a los vecinos de la zona. “Ooh, me pone furiosa, es una puñetera monstruosidad”, dijo una vecina. “A ver, los tiburones no vuelan, ¿verdad que no?”. Tenía razón. No apareció ningún testigo de un tornado de tiburones.
El monstruo –genus Sin título 1986– lo había construido con fibra de vidrio el artista local John Buckley. Había instalado su escultura al amparo de la noche, a modo de conmemoración del cuarenta y un aniversario de la detonación de la bomba atómica Fat Man sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Para Buckley se trataba de una expresión indirecta de indignación por la amenaza existencial de la aniquilación nuclear. Sin título 1986 llegó el mismo año en que Gorbachov mencionó por primera vez la Glásnost. Corrían los tiempos de Chernobyl, la Campaña para el Desarme Nuclear y el Campamento Pacifista de Mujeres de Greenham Common. Aquella primavera se había visto por los cielos de Oxfordshire un grupo de cazas Raven de la USAF despachados desde la cercana base aérea de Upper Heyford, de camino a bombardear Trípoli. “Sólo me viene una pregunta a la cabeza: ¿por qué?”, preguntó en la escena de los hechos un desconcertado reportero de la BBC. Bill Heine, personalidad radiofónica local y propietario de la casa, exclamó: “El tiburón quiere representar a alguien que se siente completamente impotente y hace un agujero en su tejado movido por una sensación de impotencia, rabia y desesperación”. Heine, expatriado estadounidense, ya tenía reputación previa de molestar a los residentes de Oxford. Había practicado esta disciplina en calidad de dueño de dos cines independientes, para cuyas fachadas había encargado esculturas de gran tamaño: un par de piernas en alto de bailarina de can-can en el Not the Moulin Rouge, a unos centenares de metros del tiburón, y, desafortunadamente, las manos enguantadas de Al Jolson sobre la entrada del Penultimate Picture Palace, en el cercano Cowley. Según un hombre de mediana edad al que la BBC entrevistó con motivo de Sin título 1986, estarían mejor sin Heine: “Crecí en esta ciudad y en mi opinión la mayoría de gente de aquí está completamente harta de las tretas publicitarias de ese tarado canadiense [sic], y si hay alguien en el Gran Público Británico que quiere que se lo mandemos gratis, se lo podemos mandar hoy mismo”.
Crecí en el pueblo cercano de Wheatley, a unas millas al este de Oxford. El autobús 280 atravesaba Headington cada vez que iba y volvía de la ciudad, y en ambas direcciones pasaba frente al tiburón. El tiburón marcaba la distancia. Señalaba el momento de levantarse para tocar el timbre y pedir parada cuando te acercabas al centro, y cuando estabas volviendo a casa con el último autobús del viernes por la noche, medía el tiempo que te quedaba antes de que los borrachos repararan en ti y se dieran cuenta de que te intentabas escapar en Wheatley. Yo cumplía diez años en la época en que apareció la escultura de Buckley. Me pareció graciosa y creí que debería haber más gente que se instalara peces gigantes en los tejados. En la primera adolescencia, pasaba tantas veces por delante de aquel Tiburón de Spielberg de pueblo que se acabó volviendo algo común y corriente para mí, prácticamente invisible. A los veintipocos años ya estaba trabajando como crítico de arte profesional. Arrogante y lleno de opiniones firmes, las pocas veces en que me fijaba en el tiburón lo consideraba un simple chiste burdo y plano en forma de escultura. Me pasé años sin volver a pensar en él.
Durante una visita a mis padres a principios de 2018, cogí el autobús 280 de Wheatley a Oxford. Nada más entrar en Headington, sentí un impulso repentino de bajar a inspeccionar de cerca el tiburón y después recorrer a pie las dos millas restantes hasta la ciudad. Era como si estuviera respondiendo a una señal misteriosa que generaba la escultura. Como si los monolitos superinteligentes de 2001 Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, hubieran decidido que la técnica más convincente para guiar a la humanidad al siguiente nivel de la evolución era asaltar los pueblos residenciales en forma de peces surrealistas. Haciendo lo posible para aparentar despreocupación y no parecer un tarado, me planté delante de la casa y me quedé un rato mirando la obra de Buckley. Aquel rascacielos de Headington iba a cumplir treinta y dos años embutido entre las chimeneas, y a mí me faltaba poco para los cuarenta y dos. La década que había pasado viviendo en Nueva York me había desfamiliarizado con él. El símbolo de frustración de Buckley se había vuelto a hacer visible. Me acordé de otra escultura sin título que había visto, obra de un artista que sentía curiosidad acerca de por qué dejamos de prestar atención a las imágenes y los objetos cuanto más tiempo pasamos con ellos. En 2007, Simon Martin hizo una figura de bronce que sólo consideraba “activada” si le colocaba al lado un limón fresco de cultivo ecológico. Si no había limón, o bien si el cítrico se había podrido, Martin dictaminaba que la obra estaba incompleta. El acto de reemplazar la fruta todas las semanas o cada dos semanas era análogo al hecho de regar las plantas, un recordatorio para no permitir que lo familiar se volviera invisible y quedara abandonado. En 2018, el espectro del conflicto nuclear, las tensiones con Rusia, el resurgimiento de la derecha y las protestas lideradas por mujeres en las calles estaban de vuelta en las noticias. Limones frescos para la escultura de Buckley.
Qué extraño debió de resultarle a la gente verla en 1986, cinco años antes de que Damien Hirst convirtiera un tiburón taxidermizado en una obra de arte icónica de la década de 1990, décadas antes de que aquella clase de obras pop-cómicas se hicieran más comunes, el típico espectáculo que te podías encontrar instalado en el Cuarto Pedestal de Trafalgar Square, en Londres, o ayudando a camuflar por medio del arte la propiedad privada de una plaza de Nueva York. Me vino a la cabeza una pregunta que me había hecho una vez un alumno: “¿Cuándo tiene lugar una obra de arte?”. En primer lugar, en el momento de su producción: primero en la mente, después en el estudio y por fin al exponerse, cuando sus partes constituyentes encajan en el contexto. En segundo lugar, cuando el arte se encuentra con su audiencia y emergen discordancias, productivas o no, entre la intención creativa y la recepción. Después la obra de arte puede seguir resonando, o bien puede dejar de suceder y caer en la obsolescencia estética e intelectual durante años, y quedarse cogiendo polvo en un estante hasta que cambian los tiempos, hasta que vuelve a estar de moda o regresa a la conversación seria. (Los relojes averiados dan la hora dos veces al día y todo eso). Si la obra de arte tiene suerte, algo en ella capta la atención de una generación más joven, que le quita las telarañas y, al quitárselas, descubre algo completamente nuevo que apreciar.
Quería entender porqué se había refrescado mi interés por el monstruo de Buckley. No se me ocurría ningún argumento para declararlo una Gran Obra de Arte. Y tampoco necesitaba mi defensa. El poder de Sin título 1986 residía en su terquedad. Un chiste cósmico sobre la responsabilidad política y la muerte que había sobrevivido los muchos cambios de ciclo como para empezar a resultar perversamente graciosa ahora que la historia se repetía.
Las señales a las que yo estaba reaccionando eran más personales.
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Autor: Dan Fox. Traductor: Javier Calvo. Título: Limbo. Editorial: De Conatus. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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