Ajedrez. Imagen de FelixMittermeier en Pixabay.
«Hay otras vidas, pero están en ti», dicen que dijo el poeta Paul Éluard. En mí está, entre otras vidas, la de Leo Pérez, el Joputa, que pasa por Zenda, con otros convivientes, los miércoles.
Las cenizas de la noche todavía queman. Son las siete de la mañana. Resacón. Ayer maté la tarde en el club de ajedrez. Hacía lustros y lustros y más lustros desde la última vez que fui, pero seguía igual, o eso creo, la memoria siempre traiciona, polvoriento, con las mismas mesas y las mismas sillas y bueno, con algún trofeo más que antes pero igual, este milenio todavía no ha llegado allí.
Fui por Gonzalo, el mejor amigo de mi padre. El otro día me llamó para contarme que mi padre, como presidente, recibía en casa las revistas y las cartas y luego las llevaba al club. Y, bueno, para pedirme si podía pasarme por allí con todo. Me caía bien Gonzalo, muy colega de mi viejo pero nada que ver, siempre se portó bien conmigo. Y, bueno, fui y, a lo tonto y a lo bobo, me quedé un rato.
Gonzalo y dos viejales más andaban a lo suyo, estudiando partidas, y eché una ojeada. No toqué un tablero, ni una pieza, eso ya no, pero el tiempo pasó rápido. Y relajado, sin las tensiones de una partida, sin tonterías ni rivalidades. Unos abuelos en torno a un tablero, como forenses, o como magos mejor dicho, resucitando partidas antiguas. Unos abuelos que, a su manera, me siguen respetando. No fui nada, no conseguí nada, fracasé con todas las letras, pero me respetan por lo que pude haber sido. Ellos vieron hasta dónde podía llegar, y aunque no llegué me respetan.
En fin, pasaron cerca de una hora con el gambito Benko, de secano, sin una gota de alcohol, y me habría quedado un rato más, de convidado de piedra, sin tocar una pieza, eso jamás, si no me hubieran preguntado por mi viejo.
Al llegar ya lo habían hecho, aunque sin hurgar en la herida. Pero Gonzalo volvió a insistir cuando los otros dos abuelos se fueron a preparar una ronda de cafés. Nos quedamos solos en el salón y atacó:
—¿Y qué? ¿Vas a ir a visitar a Fernando algún día?
—¿A mi padre? No creo. Con el bicho no se puede ir así como así a las residencias…
—¿Pero no sabes que ya le han vacunado?
—Ah…
—Pues llámale, anda, y que te lo cuente. Está muy jodido.
—También me puede llamar él, ¿no?
Gonzalo y mi padre curraron juntos, en otra vida. Hace lustros, cuando vivía mi madre, cuando mi hermano y yo éramos dos críos, cuando no había mascarillas ni virus ni muertos, cuando todos los días eran fiesta y había que celebrarlo, cuando no era un puto alcohólico como ahora, cuando era un chaval divertido, o eso digo ahora.
Ahora soy un mierda que pasa de su padre. Un mierda todavía peor.
Uno de los abuelos, el encorbatado, regresó con la bandeja de los cafés. En vasos de plástico. El otro, Mario, otro amigo de mi padre, que ahora va en silla de ruedas, apareció un poco más tarde. Feliz, como un escolar.
—Mirad —dijo, alzando una botella de coñac peleón que había traído sobre los muslos—. ¿Quién prepara los carajillos?
En vez de unas gotas en el café, me apetecía un pelotazo en condiciones, así que me largué, hablar sobre mi padre me sienta peor que mal, y les dejé con el gambito Benko.
—El sábado que quieras aquí nos tienes —me dijo Gonzalo—. Y si veo a tu padre te pongo al día, ¿vale?
Vale, lo que quieras. El capullo de mi padre, por tener, tiene hasta buenos colegas, incluso ahora que está en las últimas me gana en eso.
Cuando me acompañaba a la salida, por el pasillo, me acordé de la gafotas.
—Oye, ¿sabías que mi padre jugaba con una niña?
—¿Cómo? —me preguntó Gonzalo, descolocado.
—Nada, que una vecina me ha contado que mi padre jugaba con su hija. ¿Por aquí no la trajo, verdad? Una pequeñaja con gafas.
Dije jugaba, aunque para mi viejo el ajedrez nunca fue un juego.
Ya estábamos en la puerta. Gonzalo la abrió y, bueno, no sé, igual se pensó lo que iba a decirme, porque tardó en abrir la boca.
—No, Blanqui no llegó a venir, pero bien que nos hablaba de ella.
Me quedé a cuadros.
—¿Blanqui?
—De Blanca, ¿no? —me dijo Gonzalo.
—¿Y qué os contaba mi viejo?
Con mi hermano, un negado, no jugó nunca. Mi padre no jugaba al ajedrez. A mí me entrenaba, me enseñaba, me jodía bien jodido machacándome los sesos, pero él no jugaba, no, nunca fue un juego.
—Olvídate —me dijo Gonzalo, quizá preocupado al ver mi careto.
Regresé a este mundo.
—No pasa nada, el ajedrez ya me la bufa. ¿Así que la cría juega bien?
—No sé —me respondió, nervioso—. Tu padre nos decía que… bueno,… que podía ser como tú.
Me largué del club y me fui a beber.
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