Pedro Barceló, catedrático emérito de historia en Alemania y experto en relación iglesia-estado en el mundo romano y bizantino, escribe este texto sobre la política y la identidad religiosa en la Turquía de Erdoğan con motivo de la reislamización de Santa Sofía.
1.- Hagia Sophía y la identidad turca
Es difícil encontrar otro monumento de la Antigüedad con una carga simbólica y con tanta relevancia dentro de la historia de la religión como la basílica construida por el emperador Justiniano entre los años 532 y 537 en honor a la “Santa Sabiduría”, Hagia Sophía: éste es el significado literal de la antigua iglesia catedralicia de Constantinopla. Al fijar la denominación sobre un contenido abstracto como “la sabiduría”, se propagaba conscientemente la universalidad del mensaje cristiano.
Varias razones llevaron a la elección de dicho nombre. En primer lugar, resalta la impresionante concepción del diseño arquitectónico, que con sus enormes dimensiones y la audacia en la construcción de su cúpula reivindica el carácter cosmográfico del incomparable edificio. Fue concebido como un símbolo de las ambiciones religioso-políticas del emperador Justiniano, quien buscaba unificar el segmentado mundo cristiano tardo-antiguo bajo su gobierno tras décadas de acerbas disputas teológicas. Como es bien sabido, la renovatio Imperii de Justiniano fracasó, pero la Hagia Sophía permaneció intacta como su inmortal legado, afianzándose como centro del culto cristiano y despertando la admiración de las generaciones posteriores hasta nuestros días.
Este monumento fue utilizado durante siglos como referencia religiosa de la residencia imperial. También sirvió como modelo arquitectónico y espiritual para el arte sacro en épocas posteriores, e incluso como componente esencial de la frágil identidad de un Imperio Bizantino sumido en un constante acoso por sus adversarios (eslavos, árabes, cruzados, turcos), y al mismo tiempo enmarcado en una feroz lucha por su supervivencia. La historia de Hagia Sophía y de Bizancio —la segunda Roma— está inseparablemente entrelazada desde sus inicios. El templo cristiano ha sobrevivido a revueltas, crisis gubernamentales y violentos enfrentamientos de carácter religioso-político, como fueron las secuelas de la controversia iconoclasta bizantina (726-843) o el caos provocado por las hordas de guerreros cristianos durante la Cruzada del año 1204. Pese a estas terribles convulsiones, la iglesia principal de Constantinopla siempre fue considerada como un remanso de paz y símbolo inquebrantable de una ciudad situada entre dos continentes. Una urbe que, pese a los vaivenes de su pendular historia, fue capaz de mantener firmemente su posición como avanzadilla del cristianismo en una zona del mundo que a partir del siglo VII irá abrazando paulatinamente la doctrina islámica.
La estrecha relación entre la indomable ciudad y su no menos peculiar iglesia-catedral, que se había nutrido e incrementado a lo largo de nueve siglos, experimentará una dramática ruptura cuando en mayo del año 1453 el ejército del sultán Mehmed II penetró tras un largo asedio en Constantinopla, ciudad que a partir de ahora pasará a denominarse Estambul. Esta conquista cambiará decisivamente el destino de la parte oriental del mundo mediterráneo, y por consiguiente el mapa político de Europa.
Con la transformación de Hagia Sophía —la joya del arte sacro cristiano tardo-antiguo— en un lugar de culto islámico, comenzará una nueva fase en el devenir de este insigne monumento. Después de que los sultanes turcos se proclamaran califas, Hagia Sophía, convertida en mezquita, continuará siendo durante cinco siglos un foco de culto musulmán, la mitad de tiempo de su anterior uso como templo cristiano. No será hasta el final de la Primera Guerra Mundial cuando el Sultanato, y con él el Califato, llegaron a su fin. Bajo la égida de Mustafá Kemal, más conocido como Atatürk, se proclamará la República Turca, que según la voluntad de sus fundadores eligió orientarse hacia las directrices políticas de los estados más avanzados de la Europa occidental. Por lo tanto, no sorprende especialmente que en el transcurso de la modernización del país y la consiguiente postergación de la tradición islámica a la esfera privada se buscara un nuevo uso para el majestuoso monumento de Justiniano. En el año 1935 se produce un cambio de orientación. Hagia Sophía recibirá el estatus de espacio público, transformándose en un museo y en la principal atracción de Estambul. Y así ha permanecido hasta hace unos meses, cuando en julio de 2020 el Tribunal Supremo de la República, por iniciativa del presidente del gobierno Recep Tayyip Erdoğan, decretó que el museo recobrara de nuevo su carácter de mezquita.
Sin embargo, si ponemos nuestro punto de mira en los últimos cien años, la importancia de Hagia Sophía va mucho más allá de la de su papel como museo o espléndida joya cultural de gran relieve artístico. La desislamización del monumento promovida por los fundadores de la República turca representaba la tendencia laicista del Kemalismo, así como su voluntad de reconciliar la tradición islámica con el patrimonio histórico cristiano, reivindicando de esta manera la época previa a la conquista otomana como parte integrante del legado cultural del nuevo Estado diseñado por Atatürk.
Visto desde esta perspectiva, el destino de Hagia Sophía no solo ilustra la dramática travesía de una ciudad entre el Imperio Bizantino y la República Turca —pasando por la época del Sultanato Otomano—. Los diferentes usos del monumento, con sus polifacéticos valores simbólicos en las distintas épocas, también nos muestran los cambios que operan en la constelación del poder político que reina en cada fase de su historia. Es decir, constituyen un fiel reflejo del choque entre visiones contrapuestas del mundo y los posicionamientos antitéticos que se enmarcan dentro del enfrentamiento cultural que se extiende a lo largo de los siglos que abarcan desde su construcción hasta nuestros días.
Este conflicto, que a primera vista podría definirse tan solo como un episodio más en la difícil relación entre el islam y el cristianismo, refleja en su esencia una realidad más profunda. Aquí entra en juego la búsqueda de orientación ideológica del Estado sucesor al Imperio Otomano y no en menor medida la construcción de la auto-percepción de la imagen nacional y religiosa de la Turquía moderna.
Por lo tanto, no es casualidad que justo después del rápido desmantelamiento del golpe militar más peculiar de la historia reciente de Turquía (2016), que puso presumiblemente en duda el poder de Erdoğan, sus partidarios lo celebraran a voz en grito en los actos públicos como el nuevo Mehmed II, el conquistador de Constantinopla, y al mismo tiempo, pidiesen que Hagia Sophía se convirtiera de nuevo en una mezquita, queriendo establecer así un vínculo inconfundible con la época del Califato. Su mensaje era tan simple como inequívoco: la transformación de Hagia Sophía representaría la nueva imagen no exenta de tintes imperiales y nacionalistas de una Turquía impregnada de un fuerte carácter islámico.
2.- Turquía y Europa: una relación complicada
¿Es la reciente reconversión de Hagia Sophía en mezquita una idea acorde con los nuevos tiempos? ¿Resulta una medida oportuna? ¿En qué medida refleja esta espectacular transformación la actual situación ideológica y mental de Turquía, o más precisamente, de sus actuales clases dirigentes?
Al plantearnos estas preguntas, es esencial diferenciar siempre entre el actual gobierno y el pueblo turco en su conjunto, ya que Turquía es un Estado extremadamente complejo, con grandes diferencias regionales y culturales, con un fuerte desnivel entre la parte occidental y oriental del país, con inconfundibles contrastes entre las zonas urbanas y rurales y con enormes retos en torno a una identidad nacional sin resolver, como demuestra el acuciante problema kurdo al que hasta ahora no se ha dado una solución satisfactoria y duradera.
No cabe duda de que la República Turca es en sus líneas generales un Estado de cariz democrático, en la medida en que su gobierno está legitimado por un proceso electoral. El régimen vigente es reconocido por una gran parte de la ciudadanía, a pesar del comportamiento autocrático de su actual presidente, que coarta repetidamente los derechos de la prensa libre y utiliza el poder judicial y los órganos del Estado para controlar y obstaculizar a la oposición y reprimir las pretensiones de las minorías étnicas o religiosas. Sin embargo, semejantes actitudes populistas no son para nada una característica exclusiva de Turquía. Países como Hungría, Polonia, Brasil, Rusia o Estados Unidos no están libres del contagio que produce este tipo de virus político. Lo que en la actualidad es cierto para estos países, es igualmente cierto para Turquía. También podemos observar aquí que una parte importante de la sociedad se opone a las tendencias integristas y autocráticas de las fuerzas religioso-conservadoras en cuyas manos reside el gobierno de la nación, y que no está en absoluto de acuerdo con el modo de proceder y los objetivos políticos de Erdoğan y sus partidarios.
Para esta fracción de la sociedad turca, los valores que simbolizan los países europeos siguen siendo el modelo para sus aspiraciones políticas. Aunque actualmente esta parte de la ciudadanía turca de orientación laica y liberal no representa a la mayoría de la sociedad, tampoco hay que subestimar su peso político, social e intelectual. La reciente elección (2019) de Ekrem Imamoglu —un declarado opositor de Erdogan— como alcalde de Estambul es buena prueba de ello.
Visto desde un plano general, la mayoría de la sociedad turca a la que se encomienda Erdoğan está influenciada por dos criterios: islamismo y nacionalismo. Ambas corrientes ideológicas son consideradas por sus correligionarios como soportes de la estabilidad del país y su bagaje cultural, así como premisas innegociables de la propia identidad, que se igualan cada vez más con la idealización del legado imperial del Sultanato. De esta manera todo lo que precede a la implantación de la dominación otomana que se hizo efectiva “anteayer”, es decir a partir del siglo XV, queda fuera del horizonte histórico y de la percepción del conservadurismo islámico que representa Erdoğan. De este modo la profunda dimensión histórica de un país en el que floreció durante más de 20 siglos la cultura helena, romana, cristiana y bizantina queda así obviada y postergada a un segundo plano.
Lo que en época de Atatürk parecía una coexistencia imposible y que ahora podría definir el Estado moderno turco —la cohabitación entre un modo de vida tradicional islámico y un nacionalismo secular cuya base residía en el ejército turco— ha empezado a tambalearse con inusitada vehemencia. Tomando como pretexto el fallido golpe militar de 2016 se ha iniciado recientemente una purga dentro del estamento militar, que se aleja progresivamente de las directrices laicistas del Kemalismo y adopta cada vez más tintes nacionalistas e integristas. Este proceso es menos sorprendente de lo que se podría pensar a primera vista, ya que las reformas de Atatürk, promulgadas a raíz de la fundación de la República, que pretendían equipararla con los estados europeos más progresistas de la época, nunca llegaron a captar el nervio de la sociedad turca en su totalidad. Sin duda alguna, la gran masa del pueblo turco admiraba y obedecía a Atatürk por sus logros militares como salvador y constructor del Estado, y en consecuencia, aceptaba, dada su incuestionable autoridad, sus tendencias modernizadoras. Pero una significativa parte de la sociedad no las interiorizó realmente. El arraigado tradicionalismo religioso no sólo se mantuvo intacto, sino que fue ganando cada vez más aceptación entre amplias capas de la población y también dentro del engranaje político y del aparato estatal.
Podemos empezar a vislumbrar este proceso de alejamiento del Kemalismo tras el mandato del último y prestigioso estadista kemalista, el socialdemócrata Bülent Ecevit, y especialmente en la década de los años 80 y 90 del siglo pasado, bajo las presidencias de los políticos conservadores Turgut Özal y Süleyman Demirel. Por lo tanto, Erdoğan no es la causa, sino el resultado de un proceso evolutivo, que se puede observar desde hace varias décadas. Mientras que en los últimos tiempos la idea de la laicidad como elemento constitutivo del Kemalismo ha ido perdiendo fuelle, bajo el gobierno de Erdoğan se ha iniciado una alianza entre el nacionalismo de inspiración kemalista y los valedores de la tradición islámica que ha podido forjarse en detrimento del laicismo.
Además, hay que insertar estos cambios del panorama político de Turquía dentro del marco de una profunda crisis económica que condiciona la estabilidad interna del país así como dentro de la aparición de nuevos focos conflictivos en la política exterior, tales como la afluencia masiva de refugiados procedentes de Siria y Irak, o el intervencionismo militar en territorios kurdos fuera de las propias fronteras, o la participación en la guerra de Libia y últimamente el apoyo militar prestado por Turquía a Azerbaiyán en el conflicto de Nagorno Karabaj (Armenia).
Pero las intervenciones militares turcas no se limitan a los citados escenarios bélicos, sino que adquieren una nueva dimensión en las aguas del Mediterráneo oriental. Las tensiones surgidas últimamente en el Mediterráneo oriental entre Turquía y Egipto, Israel, Chipre o Grecia exigen una respuesta de la Comunidad Internacional. Mediante su calculada presencia naval en el Egeo y alrededor de Chipre, Erdoğan no sólo quiere asegurarse una base logística para explotar los recursos de gas de esta zona, sino que sus intenciones van más allá de la persecución de metas económicas. En realidad, pretende invalidar el Tratado de Lausana del año 1923, que desde casi una centuria garantiza el status quo territorial de la actual República de Turquía. Detrás de esta forma de proceder se alinean fuertes reminiscencias que evocan al extinto Imperio Otomano, que es utilizado en este contexto como una suerte de espejo de proyección de un futuro prometedor.
3.- El futuro de Turquía
Sueños de grandeza y una cierta dosis de megalomanía se entremezclan en la actual deriva política de Turquía en una difusa sinfonía de exaltación patriótica cuyos elementos predominantes son el nacionalismo y el islamismo. La reislamización de Hagia Sophía es un ejemplo simbólico. Pero no hay que olvidar que esta clase de comportamientos no tienen otro sentido que extender una cortina de humo que camufle la profunda crisis económica y social que atraviesa la sociedad turca. Existen múltiples ejemplos análogos en nuestros días. Todos recordamos la actuación de la dictadura militar argentina en el conflicto de las Malvinas o el belicismo de Putin en Crimea y Ucrania oriental, por citar solo dos ejemplos. Todas estas formas de proceder están guiadas por el propósito de desviar la atención de la ciudadanía de los problemas internos de los respectivos países mediante actuaciones efectistas y populistas que apelan a los viscerales instintos nacionalistas que existen en toda sociedad.
Esto queda muy evidente al analizar la participación turca en la guerra de Libia, así como el despliegue militar en el norte de Siria y en Irak. No olvidemos que estas vastas regiones pertenecieron en su día al Imperio Otomano. Lo mismo ocurre con las operaciones navales turcas en el Mediterráneo oriental. Chipre y Grecia, dos miembros de la Unión Europea, quedan especialmente afectados por estas maniobras. Por tanto, se plantea la cuestión de cómo debe responder la Unión Europea ante este tipo de cuestionamientos que afectan a la integridad territorial de sus estados miembros.
Francia e Italia ya han enviado fragatas a esta zona de conflicto en torno a la isla griega de Kastellorizo para evitar una violación de la soberanía marítima griega. Pero estas medidas no bastarán a largo plazo. La Unión Europea no puede quedarse de brazos cruzados, sino que debería insistir en el cumplimiento del Tratado de Lausana —de forma similar al caso de Rusia en Crimea— y emprender las medidas oportunas para atender a las legítimas reclamaciones de los países que ven sus fronteras vulneradas por el agresivo avance de Turquía. En una situación así, resulta especialmente dolorosa la falta de un dispositivo militar capaz de operar bajo una estructura de mando europeo unificado. En otras palabras, no se trata de alentar acciones bélicas, sino todo lo contrario, se trata más bien de cortar de raíz, mediante una proporcionada capacidad de intimidación militar de la Unión Europea, cualquier acción beligerante dirigida contra sus estados miembros. La Unión Europea debe garantizar que los tratados y los sistemas jurídicos válidos concertados bajo las normas del Derecho Internacional, que certifican la soberanía de sus miembros, queden protegidos de las aventuras de cualquier potentado, sea quien sea, ávido de poder. En este sentido el conflicto sobre la definición de las fronteras marítimas en el Mediterráneo oriental y la utilización de sus respectivos recursos naturales sólo puede resolverse de forma racional, es decir, mediante el diálogo y la negociación entre las partes implicadas. Los ejercicios de fuerza militar y las acciones unilaterales son malos consejeros para llegar a acuerdos estables y duraderos.
El tira y afloja en torno a Hagia Sophía se sitúa precisamente en el contexto de una compleja situación, que oscila entre el recurso al pasado para justificar una política netamente intervencionista y el deseo de recuperar el peso histórico perdido. Semejante propósito del actual gobierno turco conlleva una revisión de la historia. Al mismo tiempo pretende reforzar la autoestima nacional-religiosa y trazar las líneas del futuro curso político de la nación. Por estos motivos la reislamización de Hagia Sophía contiene una fuerte carga ideológica, que simboliza el vínculo entre política y religión, pasado y futuro del Estado turco. Es también un ejemplo de las ansias de grandeza y prestigio, del anhelo de recobrar un pasado glorioso que, desde el punto de vista de los nacionalistas turcos, había sido una realidad en tiempos del Imperio Otomano.
Existen motivos suficientes para mostrarse escéptico frente al sentido de tales medidas de reislamización acompañadas de una dosis de nacionalismo, ya que contradicen el postulado del respeto a otras culturas y religiones que antaño tuvieron su hábitat natural en el suelo de la actual Turquía. Baste recordar aquí la importancia de la Antigüedad clásica y del cristianismo: las comunidades cristianas más antiguas se fundaron en el territorio de Anatolia. Precisamente, las referencias a las raíces históricas de su patria fueron decisivas para los padres fundadores de la República Turca (Mustafa Kemal e Ismet Inönü), quienes veían en dicho legado cultural un modelo para un futuro político capaz de conciliar la tradición occidental con la oriental. Es por eso que no querían reducir el recuerdo histórico de la identidad nacional turca exclusivamente a la época otomana.
Europa y Turquía dependen la una de la otra, por lo que el establecimiento de unas relaciones estrechas y amistosas, basadas en el espíritu de cooperación y resolución de conflictos, es indispensable. Para los países europeos, Turquía constituye el puente, geográfico y mental, hacia el continente asiático y el mundo islámico. Para Turquía, Europa no solo es un aliado natural, sino también su principal mercado y fuente de inspiración. Pero para Europa, Turquía representa también la encarnación de una cultura ancestral que se remonta a la antigua Grecia, al Imperium Romanum y al Imperio Bizantino. No todo empieza y termina con la civilización islámica. Esta se inserta en una larga línea de continuidad que, como subraya de manera impresionante el ejemplo de la Hagia Sophía, sigue siendo visible hoy en día en cualquier región del país, y por tanto no debe caer en el olvido. En este sentido, la Hagia Sophía forma parte del patrimonio común turco-europeo. De la misma manera que la recepción del islam es parte integrante de la historia de los países europeos, la recepción de las múltiples tradiciones occidentales que se generaron y desarrollaron en la Península Minorasiática pertenece igualmente a la formación de la identidad turca.
Turquía es un país de gran relevancia cultural, plagado de recuerdos y monumentos pertenecientes a diferentes civilizaciones: la legendaria Troya, los antiguos paisajes urbanos de Éfeso, Mileto y Antioquía, los testimonios del arte paleocristiano de Capadocia, la Bursa otomana, las mezquitas diseñadas por Sinán y muchos otros elementos forman parte de su rico y complejo patrimonio civilizatorio. Además, el país está dotado de magníficos paisajes y sus habitantes se distinguen por su laboriosidad y perseverancia. Aunque actualmente atraviesa una grave crisis económica, al igual que otros países, Turquía se recuperará del bache. La Unión Europea no abandonará a Turquía y contribuirá a la estabilización del país, lo que sin duda interesa a ambas partes. Por otro lado, es importante tener en cuenta que Erdoğan no gobernará eternamente y que con el tiempo puede producirse un cambio, aunque hoy por hoy sea difícil predecir cómo y cuando se realizará este viraje de timón. Por supuesto que este país, fascinante por su historia y su cultura, tiene derecho a forjar su futuro según sus propios valores y normas. Cabe suponer, sin embargo, que tras el previsible desmoronamiento de los sueños de grandeza otomanos, el barco del Estado turco navegará en el futuro por aguas más tranquilas. Entonces, Europa deberá estar a su lado.
Hagia Sophía podría muy bien servir como símbolo de una renovada cooperación entre Turquía y Europa en el sentido de que se revocara su reciente transformación en una mezquita y continuara siendo, como desde los tiempos de la fundación de la República Turca, un monumento perteneciente al patrimonio de toda la Humanidad.
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