Sobre Cuaderno de historia, de Manuel Rico
De todos es conocida la amplia trayectoria de Manuel Rico como poeta, novelista y crítico literario. Con premios como el Juan Ramón Jiménez, otorgado en 1997, o el Miguel Hernández, en 2012, o como director de la colección de poesía de Bartleby Editores desde el año 2000. Simplemente destacaré su compromiso constante con la política y con la literatura, lo que le ha llevado a ser actualmente presidente de la ACE. Y que su último libro de poemas, recién publicado, lleva por título Cuaderno de historia.
Para María Zambrano la poesía es la verdadera historia. Y el poeta, cuando lo es, despliega un mundo propio —a veces obsesivo— que se va destilando a lo largo de su escritura. Manuel Rico lo sabe cada vez que transfunde su experiencia personal con la preocupación por lo colectivo y su fascinación por el lenguaje.
Pero “verdadera historia” y “mundo propio”, lejos de constituir ideas contrapuestas son, en realidad, equivalentes; vasos comunicantes. Como afirma en el espléndido poema que abre el libro: “biografía adensada en objetos de lugares perdidos en la noche / que anega la memoria”.
Ese viaje interior de la memoria, como lugar de acopio, tamizada por la experiencia del paisaje, atraviesa también sus poemarios anteriores —y, en parte, su obra narrativa—. Un paisaje introspectivo que evoca la infancia, la juventud, cuando vivía en un barrio periférico de Madrid, —“sobrante”, “escarmentado”— el Barrio de la Alegría —“ciudad externa o derrotada”, “Una Ciudad Lineal / de días infinitos y tranvías difíciles”—, hasta acabar en otro barrio de promoción pública: la UVA de Hortaleza.
Sin embargo, Cuaderno de historia no es un libro aventado por la melancolía. La existencia es, para Manuel Rico —irremediablemente—, “intemperie”, “presente en fuga”, tal como anticipan los títulos de algunas de las secciones del libro. Movimiento, en definitiva. Pero lo que registran sus poemas no son movimientos sísmicos sino ligeras vibraciones, apenas perceptibles, capaces de cambiar a cada instante nuestra manera de mirar, de vivir la realidad y, por lo tanto, el lenguaje. Esa palabra hecha de tiempo que es la poesía.
Estamos ante un cuaderno que se gesta y se construye —tal y como queda explicado en el Epílogo del propio autor— durante diez años, alrededor de un poema matriz, que se resiste a cerrarse. Ese poema es “Calle canal de Mozambique. 1963”, la calle de su infancia, donde todo comienza y en el que “Los años nos revelan, de pronto, la dimensión de la ceniza”.
Cuaderno de historia arranca con un primer apartado de dos poemas que encuadran la mirada desde la perplejidad que nos trajo la pandemia y el confinamiento y que anticipan las distintas maneras de concebir la historia: la historia como legado, el recuerdo infantil atesorado en los pequeños detalles, los amigos, los viajes, la militancia… Espléndidos poemas que nos traen resonancias de otros poemarios anteriores, como La densidad de los espejos, que también se fue construyendo también a partir de un poema: “Recuerdo con luna”. Pero lo que hace la diferencia y convierte Cuaderno de historia en una experiencia plena con el lenguaje y donde la poesía de la memoria se pregunta por la memoria misma, es la necesidad del poeta de que hable el vacío. De nombrar ese hueco dejado por la historia. Porque en el acto mismo de recordar hay también una herida que sangra lo perdido.
Y es, precisamente, ese no lugar lo que Manuel Rico rescata a lo largo del libro. Ese no lugar es el de la poesía, el de la creación por el lenguaje, única manera de trascendencia posible, de vencer a la muerte. Un poema que nos lleva “a vivir el no lugar, el tránsito vacío / entre dos escenarios de la vida, / de la muerte tal vez” es el titulado “Taxi en la noche”, donde no existe el pasado, pero tampoco el presente. O “El olor a café”, un homenaje al padre en el que afirma que “El tiempo entrega a veces certezas que descubres / cuando ya nada anuncian, cuando tan sólo encienden / la verdad sin consuelo de cuanto se descubre / demasiado tarde”.
Y es, precisamente, esa certeza, inconsolable, desde donde el poeta nombra el hueco. Ese vacío dejado por el padre que asoma en el poema “El secreto”, que nos muestra una herida que no aprende a no doler: “Mi padre me pegó dos veces. Todavía recuerdo / la noche y sus olores / a coñac muy barato que llegaba de un alma atribulada y dudosa”. Es imposible no recordar aquí otros poemas sobrecogedores como “Malos recuerdos”, de Antonio Gamoneda, o ese otro confesional de Luis Rosales que recoge un episodio en el que fue castigado en el colegio y, como penitencia, tuvo que vestirse de niña: “y cuando todo estaba terminado me puse en la cabeza un sombrero de niña y aquel sombrero era la muerte de mis padres.”
Cuaderno poliédrico que, a través del tú, es, de pronto, la historia la que te habla al oído; en presente (“Fuiste ayer a la compra”), en pasado (“allí jugabas, florecías inverso, te asomabas al mundo”). Una voz que persiste y se empecina en sostener los restos del olvido. Y que va construyendo el humilde cuaderno donde todo confluye. Cuando aparece el yo, el poeta está frente al espejo. Con el nosotros nos habla con quienes “respiraron tu mismo aire y compartieron consignas y mundos ya extinguidos”. Historia con mayúsculas (en poemas como “Atocha 1977” dedicado al amigo y compañero Luis Javier Benavides) pero desde el repliegue hacia lo íntimo.
El recurso de la enumeración se convierte, en Cuaderno de historia, en un auténtico fractal de estuarios laberínticos que desembocan siempre en la emoción y en la resonancia de lo vivido: “Es el desorden de la vida, el abismo imprevisto, / un silencio que es grávido y aspira a ser eterno / más allá de la casa”. La enumeración —casi siempre en plural— es urdimbre de la desmemoria, capaz de dejar testimonio en su ceguera; son las manos que se adelantan en la sombra y palpan lo intangible, porque basta nombrar para desencadenarse en la escritura.
En el poema “Viejo centro”, por ejemplo: “rondas / de asfaltos y arboledas y mendigos, / lentos tranvías desguazados / y monedas vencidas, ropas torpes, / y usadas gabardinas, nombres / que perdieron sentido: decir Simago o Almacenes / Arias es decir la madre joven y la vida”. Enumeraciones que hablan de rutinas y hábitos, de sueños de la niñez, capaces de conciliar en la memoria: “libros de Losada, trópicos / de Henry Miller, campos abiertos / a una lujuria oculta.”
Cuaderno de historia es también, y sobre todo, un trabajo exquisito con el lenguaje, pero no desde el cálculo sino desde la emoción y su resonancia evocadora. Un ejercicio de verdad y hondura que no puede fijarse más que en las páginas de un sencillo cuaderno. Quizá porque la poesía le devuelve a la historia la emoción del instante, y esta recuperación nos legitima. Tal vez porque hay preguntas insondables que permanecen vivas, y deudas que no conviene saldar, pues su valor reside, precisamente, en su sostenimiento vitalicio, y son el motor de la verdadera escritura.
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Autor: Manuel Rico. Título: Cuaderno de historia. Editorial: Pre-Textos. Venta: Todostuslibros
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