El almuerzo desnudo (1959), el título de la novela con la que William Burroughs llevó a la ciencia ficción de su Edad de Plata —la comprendida entre Crónicas marcianas (Ray Bradbury, 1950) y Dune (Frank Herbert, 1965)— a la Nueva Ola —prolongada hasta el ciberpunk de los años 80—, fue un término acuñado por Jack Kerouac para referirse “a ese momento helado en el que cada uno ve lo que hay en el otro extremo de su tenedor”. Ese instante en el que “el hombre se hace consciente de su condición de depredador, de su parasitismo y de su naturaleza adictiva”.
Diríase que la fragmentación de su relato —es el texto en el que Burroughs alumbró su concepción de esta técnica— disimula una crítica más cruel que la que pueda desprenderse de las obscenidades. Pese a que el cine es bastante más explícito en estas provocaciones, sólo hay un cineasta cuyo universo sea parangonable con el de Burroughs. No es otro que el canadiense David Cronenberg, acaso el máximo representante del llamado “horror corporal”, aquel que nos acerca el miedo ante la transformación física y la infección. Cierto, en nuestros días el contagio vuelve a ser un temor colectivo, como acaba siendo en Rabia (1977), el cuarto largometraje de nuestro cineasta. Pero el Cronenberg de nuestro tiempo, el merecedor de más de setenta galardones internacionales, entre los que sobresalen algunas de las más prestigiosas distinciones que puedan concederse a un realizador cinematográfico, ya parece haber dejado atrás aquellas primeras inquietudes para darse a un cine más convencional y acorde con la cartelera comercial.
Ahora bien, el que rodaba obedeciendo a su inspiración primera, más sincera y meridiana, aquel que imaginó la larva que gestaba en su embarazo Veronica Quaife (Geena Davis) en La mosca (1986); el bebé mutante de Nola Caverth (Samantha Eggar) en Cromosoma 3 (1979), somatización de la ira contenida por varias generaciones de sus ancestros; o aquella herida —con trazas de marsupio— del vientre de Max Renn (James Woods), donde este último, el protagonista de Videodrome (1983), se guarda una pistola; aquel Cronenberg que, indiferente a las buenas costumbres, alumbraba anfibios mutantes de dos cabezas —fertilizados con ADN sintético—, vainas génicas o armas —cuyo tacto se imaginaba tan repugnante como sus formas—, que disparaban dientes humanos; aquel Cronenberg, ante el que la crítica convencional, la acostumbrada a aplaudir el infantilismo de George Lucas y Steven Spielberg, sólo acertaba a ver algo tan bizarro como escabroso, ya sólo es un recuerdo.
La crítica más lúcida, la que, tras esa primera grima que podían producir sus planos más bizarros y escabrosos, supo descubrir la mirada de un cineasta tan singular como alucinado, fue a cifrar su estética en torno a un concepto tan extraño como todo en su universo: La Nueva Carne.
Cuando, tras no pocos recelos, vio la luz la primera edición americana de El almuerzo desnudo, dada a la estampa por Grove Press en 1962, un juzgado de Boston abrió una causa contra ella. Se inició así uno de los procesos más sonados de los seguidos contra un libro en Estados Unidos, hasta que la Corte Suprema de Massachusetts lo anuló en 1966. La censura canadiense cayó sobre Cronenberg trece años después, cuando cercenó los planos de Samantha Eggar lamiendo el líquido amniótico del feto en que ha somatizado la ira y la rabia de sus ancestros. “Lo irónico fue que, cuando lo cortaron, muchos espectadores entendieron que ella se estaba comiendo a su bebé”, señaló en su momento el cineasta.
David Punter, profesor de literatura en lengua inglesa en la universidad de Bristol, empero defensor de El almuerzo desnudo, sostiene que Burroughs “nos presenta un reparto de personajes que están constantemente dándose cabezazos con los muros de las prisiones en que se han convertido sus vidas”. Ted Pikull (Jude Law), el protagonista de eXistenZ (1999), la última cinta de Cronenberg que puede adscribirse a La Nueva Carne, refiriéndose a los personajes del videojuego en el que se encuentra inmerso, comenta que “están a punto de ser machacados por una fuerza que no consiguen entender”. La sintonía entre Burroughs y Cronenberg fue tan perfecta que, en 1991, cuando el realizador se decidió a llevarla al cine, El almuerzo desnudo pasó de ser una novela de imposible adaptación a la pantalla a convertirse en una versión proverbial del buen hacer en estos menesteres.
David Cronenberg nació en Toronto en 1943. Si la ciencia ficción fuera el psicoanálisis y Steven Spielberg fuera el doctor Freud, David Cronenberg —también conocido como El Barón de la Sangre— sería Carl Jung, el principal representante de la heterodoxia respecto a la ortodoxia freudiana. De ahí que se antojase tan pertinente y oportuna Un método peligroso (2011), la versión del canadiense sobre la compleja relación entre Freud y Jung que dio origen al nacimiento del psicoanálisis.
Lo que no cuadra es que Cronenberg y Spielberg, dos polos diametralmente opuestos de la ficción científica, coincidieran en un mismo autor: J.G. Ballard. Eso sí, las páginas de este novelista inglés —otro de los representantes más preclaros de esa Nueva Ola de la literatura de ciencia ficción— sugirieron a Spielberg una de esas cintas erráticas —El imperio del sol (1987)— que suelen soslayarse en la manida, y a menudo injustificada, alabanza que merecen sus películas a quienes las bendicen; a Cronenberg, una de esas extrañas obras maestras que la crítica, aturdida, elogia con la boca pequeña: Crash (1996).
El argumento de esta última, basada en una novela homónima del 73, sobre unos automovilistas —en ciertos aspectos una anticipación de los conductores suicidas de nuestros días— a quienes colisionar con sus vehículos les excita sexualmente, puede resumirse en tres palabras: lamerse las heridas. Tres vocablos que a la vez dan a entender toda la escabrosidad —que se decía cuando se hablaba de películas para mayores con reparos— del cine de Cronenberg. “Son gente que está intentando crear una nueva forma de erotismo. Los accidentes automovilísticos que han sufrido les hacen descubrir una fantasía erótica”, explica el cineasta. Y acaso fuera ese erotismo, empero los cuerpos heridos, lo que hizo a Crash merecedora de un premio especial en Cannes y la convirtió en uno de los grandes éxitos comerciales de la cartelera de su tiempo.
Maestro del lado oscuro del cine de ciencia ficción de los últimos cincuenta años, Cronenberg se acercó por primera vez a la comercialidad de Hollywood adaptando a uno de los escritores más versionados por la pantalla de toda la historia del medio, el Stephen King de La zona muerta (1985). Aquella era la peripecia de un tipo, Johnny Smith (Christopher Walken), que al despertar de un coma descubre que su novia se ha casado con otro y él tiene poderes extrasensoriales. Aunque, aparentemente, este acercamiento a un sujeto normal resulte alejado de los caminos transitados habitualmente por el cineasta, habrá que señalar que aquí también nos habla de la carne tras una intervención quirúrgica —a Smith se le cae un camión encima cuando conduce hacia su casa después de haber sido rechazado por la novia para un encuentro sexual—, y en la recuperación lleva uno de esos apósitos que, como las prótesis y las morfologías caprichosas, le son tan caras a nuestro realizador.
Si se me apura un poco, las fuentes de la plástica de David Cronenberg pueden remontarse hasta ese ojo, cortado por una cuchilla, de Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929). La Nueva Carne fue el vehículo para sus bizarras fantasías. Hasta La zona muerta no se detuvo en comercialidades, buenas costumbres o contemplación alguna. De hecho, hay que decir —con el mismo énfasis que algunas proyecciones advierten que pueden herir ciertas sensibilidades— que su cine no es para familias —como sí lo es la ciencia ficción de Lucas y Spielberg— ni para comedores de palomitas. Quien sólo busque distracción, es mejor que lo evite. La mosca, su memorable remake del clásico del mismo título estrenado por el gran Kurt Neumann en 1958, es una de las películas con las que el cine de ciencia ficción deja atrás la ingenuidad de su edad de oro en los años 50 —cuando las maldades de los marcianos simbolizaban las de los comunistas— para mezclar ni más ni menos que la maternidad —el pilar, más que un dogma de nuestra especie— con uno de los temores más extendidos: la entomofobia.
Y, en una instancia superior a ese miedo a los insectos, tan común entre los seres humanos, esa embarazada con la larva en el vientre —una auténtica monstruosidad para el grueso de los espectadores— nos remite a una primera denominación que recibió la mirada de Cronenberg: “horror venéreo”. Al parecer, las enfermedades venéreas reciben ese nombre porque se contraen en el monte de Venus. Veronica Quaife se queda encinta de Seth Brundle (Jeff Goldblum) cuando éste ya se está convirtiendo en esa mosca que se metió accidentalmente en la cabina en la que se teletransportó a sí mismo. Las babosas de Vinieron de dentro de… (1975) se transmiten en las cópulas, desatando en quienes las alojan una voracidad sexual sólo comparable a su afán homicida. “La gente está preparada para aceptar muy poco”, se lamentará el Ted Pikull de eXistenZ.
Spider (2002), focalizada por un demente del East End londinense cuya obsesión le lleva a matar a su propia madre, puso fin al interés por la ciencia ficción del Barón de la Sangre, lo que no significa que sus siguientes títulos guarden relación alguna con ese cine de acción —que es más coreografía que el retrato del espanto que procura la auténtica brutalidad— que prolifera en nuestras pantallas. Así, los personajes interpretados por Viggo Mortensen —el Tom Stall de Una historia de violencia (2005) y el Nikolai de Promesas del Este (2007)— son auténticos matones y asesinos, no ciborgs que matan a lo Schwarzenegger. Los hampones de David Cronenberg asustan tanto como sus embarazadas. Sobre el Cronenberg posterior, que se prolonga hasta bien entrado el siglo en comedias dramáticas como Maps to the Stars (2014), correremos un tupido velo.
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