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Un crisol de vida

El enemigo, en casa

Uno piensa que está cumpliendo con todas las pautas exigibles, que mal que bien conseguirá arreglárselas para mantener a raya al enemigo hasta que las fuerzas sanitarias lo reduzcan y anulen, y de pronto el enemigo se cuela en casa y lo trastoca todo e induce el resurgimiento de los temores viejos que acecharon en los días más duros del gran confinamiento y que creímos ya aplacados por la fuerza de la cotidianidad y la costumbre. Vivimos en una especie de revisión invertida del famoso cuento de Cortázar: si allí era un adversario invisible e incontrolable el que poco a poco iba expulsando de su domicilio a la pareja protagonista hasta arrojar a sus dos mitades a la crudeza de la intemperie, aquí nuestro oponente pugna por alejarnos cada vez más de las calles para someternos a los rigores de un encarcelamiento domiciliario que unas veces es redención y otras condena, dependiendo de cómo se nos amanezca el ánimo en esta primavera en la que muchos siguen haciendo como si no pasara nada, acomodados en esa balsámica ficción que quiere creer que no es tan fiero el león como lo pintan y que los males son siempre cosa ajena, y otros hacen groseras piruetas dialécticas para intentar convencernos de que la libertad consiste en ir de vinos y tener la potestad de elegir entre dos tapas. La guerra civil dejó a su paso por Gijón una historia célebre. La ciudad, que mantuvo su lealtad a la República, vio cómo los sublevados se atrincheraban en el cuartel del Simancas, que sufrió un asedio que se prolongó a lo largo de varias semanas. En represalia, un buque franquista, el Almirante Cervera, navegaba por las aguas del Cantábrico, en paralelo a la bahía, y sembraba el terror de cuando en cuando con sus cañonazos. Cuando los republicanos consiguieron acceder al cuartel, los mandos franquistas que se amotinaban en sus dependencias todavía se las apañaron para enviar un escueto mensaje de socorro al barco. El fascismo patrio, tan encantadoramente cañí, aseguró siempre que aquella petición de auxilio rezaba: «El enemigo está dentro. Disparad sobre nosotros.» La querencia del nacionalcatolicismo por los martirologios, y los gloriosos ecos de la resistencia en el Alcázar de Toledo, bastaron para que a los combatientes que aguantaron hasta el final en el Simancas se les adjudicase la categoría de héroes. Hace algunos años, leí en alguna parte que la propaganda había actuado pronto para trastocar la literalidad del telegrama y que éste decía una cosa bien distinta: «El enemigo está dentro. Disparan sobre nosotros.» A los gerifaltes golpistas les bastó con trastocar una simple letra —no se les puede negar la perspicacia— para convertir una sencilla descripción coyuntural en una exhortación de resonancias trágicas. Tal vez, en general, estemos también nosotros alterando ciertas ortografías subliminales para hacer más llevadera esta situación en la que llevamos instalados desde hace un año; para convencernos de que las mascarillas, la distancia social, el gel hidroalcohólico y todas las medidas adicionales son las armas con las que luchamos a brazo partido contra el virus y no meros escudos con los que tan sólo pretendemos afianzar la supervivencia. Estoy más convencido de que son los del otro lado —los que niegan la pandemia, los que hacen como si no existiera, los que se siguen yendo de juerga como si no fuera a haber un mañana, los que se saltan todos los límites perimetrales porque consideran que su derecho a hacer lo que les venga en gana es superior al derecho de los demás a mantenernos vivos y con salud— los que consideran que lo suyo es un cantar de gesta cuando no deja de constituir, en realidad, un lúgubre inventario de desconsideraciones en las que no vale la pena profundizar. El heroísmo es, muchas veces, la máscara tras la que procuramos disfrazar la condición de víctimas o de verdugos. Y es preferible ser lo primero a lo segundo.

Primeras letras

"Los lectores, y no digamos ya los escritores, tendemos a ponernos estupendos y olvidar nuestros orígenes, o al menos a silenciarlos"

Los lectores, y no digamos ya los escritores, tendemos a ponernos estupendos y olvidar nuestros orígenes, o al menos a silenciarlos para evitar reconocer que nuestra educación sentimental, en lo que a las letras se refiere, echó a andar por territorios muy alejados de los que habitaban Kafka o Proust o Stendhal. En la acusación me incluyo a mí mismo, que siempre que cae en los calendarios el Día del Libro Infantil y Juvenil me pongo a pensar en los viejos ejemplares de las colecciones de El Barco de Vapor, Gran Angular o Alfaguara Infantil que aún resisten en anaqueles dispersos de mi biblioteca, y en mi colección de El pequeño Nicolás —qué bien me caía a mí esa pandilla que formaron los enormes Sempé y Goscinny—, y en los gruesos tomos en los que el Círculo de Lectores concentró los títulos principales de Astrid Lindgren —principalmente, las series de Pippi Calzaslargas y Miguel el Travieso, con el que sentí pronto afinidad por razones obvias— y que deben de andar por algún rincón de la casa de mis padres. Al margen de esta última y del también recurrente Roald Dahl —cuánto me gustaron Charlie y la fábrica de chocolate, y El Superzorro, y Matilda, y aquella maravilla autobiográfica que tituló Boy— reparo siempre que llega esta fecha, con no poco remordimiento, en lo mucho que me he desentendido de autores cuya lectura fue fundamental en unos años decisivos y cuyos libros me empujaron a escribir, con la torpeza esperada, conatos de novelas que se quedaban interrumpidos a las pocas líneas y algunos relatos que conocieron cierto éxito en concursos escolares. No volví a interesarme por Lucía Baquedano, la autora de una novela titulada Cinco panes de cebada con la que disfruté muchísimo, y a través de Google descubro que anda ahora por los ochenta y dos años de edad, que ha escrito más de veinte libros y que es articulista en el Diario de Navarra, o lo fue hasta hace poco. Me sorprende averiguar que María Gripe no era española —como yo siempre deduje de su nombre—, sino sueca, y que su obra publicada es tan extensa que me avergüenza un poco conocer tan sólo Los escarabajos vuelan al atardecer, una novela que me entusiasmó y me aterrorizó a partes iguales. Nada sabía de Otfried Preussler — escribió Las aventuras de Vania el forzudo, que fue el primer libro serio que tuve entre manos, a los seis años de edad y por una cuestión de amor propio—, y leo que en su juventud combatió con los nazis y que desarrolló después una intensa labor pedagógica y un no menos ingente trabajo literario que lo hizo merecedor de una mención honorífica del premio Hans Christian Andersen. Anke de Vries tiene en su haber casi ochenta libros, pero yo sólo he leído Belledonne, habitación 16, un relato iniciático e intrigante sobre un hombre que desapareció sin haber dejado apenas huella de su paso por el mundo. Twitter me ha permitido celebrar que siga vivo Juan Muñoz —unas cuantas aventuras de su Fray Perico me eché a los ojos— y una vez llegué a cruzarme con Jordi Sierra i Fabra, aunque no me atreví a confesarle mi pasión por El joven Lennon y La balada de Siglo XXI. Sí le pude agradecer a Andreu Martín los buenos ratos que me hizo pasar con su detective Flanagan, y en más de una ocasión —a veces en público, a veces en privado— he expresado a Elvira Lindo la devoción que siento por Manolito Gafotas desde que lo descubrí en las páginas del Pequeño País, allá en mi protoadolescencia. No sería el buen o mal lector que soy si todos ellos no hubieran animado al lector indeciso y titubeante que fui. Más atención deberían acaparar en suplementos y cenáculos los autores que, a día de hoy, trabajan para formar a los lectores de mañana.

Una novela importante

"Creo que El viejo y el mar es una de las novelas importantes del siglo XX y que probablemente basten sus páginas para justificar toda la carrera de su autor"

Mi padre me regala una edición de lujo de El viejo y el mar que ha encontrado no sé muy bien dónde. El volumen, que auspició Círculo de Lectores en 1984, combina el texto de Ernest Hemingway con ilustraciones realizadas ad hoc por Salvador Dalí. No urdieron ellos mismos el proyecto —cuando Dalí hizo los dibujos, el escritor llevaba varios años muerto—, pero las palabras de uno y los trazos del otro se complementan de tal modo que parece como si la historia hubiese surgido a partir de su plasmación gráfica, o viceversa. Al margen de que no tenga en mucha estima a Hemingway en lo que atañe a sus aspectos más humanos y tampoco sea uno de mis referentes literarios inmediatos —pese a la excelencia de algunos de sus cuentos y a que Fiesta me interesó más de lo que yo mismo esperaba—, sí creo que El viejo y el mar es una de las novelas importantes del siglo XX y que probablemente basten sus páginas para justificar toda la carrera de su autor. La historia del pescador anciano obsesionado con el pez que le puede devolver su buena fama y granjearle una cantidad no desdeñable de dinero, su lucha contra los elementos y el posterior y casi irremediable fracaso encierra uno de esos simbolismos que se mantienen imperecederos por mucho que transcurra el tiempo. Por esa misma razón, presume de esa característica que tienen todos los clásicos y que es, precisamente, la que les confiere esa condición: uno vuelve a ellos en distintas etapas de su vida y superpone interpretaciones nuevas a las antiguas, convirtiendo la obra en un crisol por el que, en cierto modo, va desfilando su propia biografía. «Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez», leo, y vuelvo a sentir cómo soplan las brisas saladas del Caribe y me embarco de nuevo en una aventura que no tendrá un final completamente feliz, pero que valdrá la pena haber vivido.

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