“La libertad, derecho de la humanidad”, cantó Luis Eduardo Aute. Los dos escritores que cada mes reflexionan sobre los más diferentes temas, tratan hoy el de la libertad. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
Lo que sabe el prisionero, Ernesto Pérez Zúñiga
De pequeños ya nos enseñaron que con la comida no se juega. Sin embargo, el juego de los adultos, el juego político, consiste en manipular el principal alimento de la conciencia humana: la libertad.
Hace unos días escuchaba en RNE la entrevista que le hacían a un expresidiario. “A qué sabe la libertad”, le preguntó la periodista: “A todos los sabores”, contestó él sin vacilar, sonriendo con la voz. Me llamó la atención que no dijera que la libertad sabía a algo determinado y favorito —algo que echara especialmente de menos en prisión— sino al abanico total de posibilidades que tienen los sabores, los sentidos, podría decirse, incluido, por supuesto, al pensamiento, dado que la libertad afecta radicalmente al conjunto de nuestro ser.
Por eso, cuando una persona afirma poseer en exclusiva la clave de la libertad o dice que en las próximas elecciones hay que escoger entre libertad y comunismo, por ejemplo, sabemos de inmediato que está jugando con la comida.
La libertad estriba en poder elegir cualquier sabor, como bien conoce el expresidiario. Incluso en algo más que está implícito en la naturalidad y espontaneidad de su contestación: ser libre consiste en tener la posibilidad de escoger cualquier sabor, y no en el hecho de ejecutar esa acción. Cualquier sabor, a priori, sería bueno para la libertad. Así que si alguien, en cualquiera de los extremos del tablero político, nos da a elegir entre solo dos sabores y, para colmo, bautiza a uno de ellos con el nombre de la libertad, sabremos que nos está proponiendo un engaño.
Lo saben los expresidiarios. Lo sabría un niño y, desde luego, un adolescente de hoy. Ayer uno de ellos, de 16 años, Miguel Casanova, que acaba de participar exitosamente en un campeonato nacional de debate, donde suele concurrir también su hermano Jose, me recordaba esta frase de Orwel en 1984: “La libertad consiste en poder decir que dos y dos son cuatro. Admitido eso, se deduce todo lo demás”. Sin duda, uno de los triunfos de nuestra democracia es que un estudiante de secundaria se sepa esta frase de memoria, escrita por Orwell para denunciar el totalitarismo asfixiante que se acabó instalando en el siglo XX, cuando el absolutismo ideológico suplantó la libertad, muchas veces en su nombre.
Pero también ocurrió justo a principios del siglo XXI. Estados Unidos bautizó como “Operación libertad” una guerra basada, precisamente, en un engaño: la posesión de armas de destrucción masiva por parte del régimen de Hussein. Y así se dio el pistoletazo de salida a la actual decadencia de los valores democráticos en occidente, en constante peligro de ser devorados por algún totalitarismo elegido libremente en las urnas.
Podemos ver la Guerra de Irak como un símbolo político de nuestra época: la palabra libertad y la acción sin escrúpulos de la mentira caminan juntas a menudo, con la excusa de incrementar el poder y la cohesión de un determinado bando. De hecho, hoy en día, parece más determinante pertenecer a uno de ellos que la propia libertad en sí y, por supuesto, que la verdad misma.
Como sabía, Orwell la libertad y la verdad están íntimamente relacionadas, aunque no sea tan importante que dos más dos sean cuatro como la posibilidad de decirlo en voz alta sin ser amenazado por ello.
Por desgracia, nos estamos acostumbrando a escuchar en diferentes gobiernos que dos más dos son cuatro, unos días, y otros, sin embargo, el número que más convenga. Porque no les parece fundamentales ni la libertad ni la verdad, multiplicadas y desperdigadas en cada ser humano, sino la pertenencia a una manada que come junta pero juega con la comida de los demás. Lamentablemente, en nuestras democracias está importando más el poder que la libertad. Y a veces hay que sentirse en prisión para darse cuenta.
Libertad o bares, Adolfo García Ortega
La libertad tiene dos vertientes: una personal y otra pública. Ambas son políticas. La personal se base en que un ser libre es aquel que, como individuo, hace lo que quiere; aquel que es libre para actuar, para desear y para pensar según su voluntad. La libertad es la voluntad de la responsabilidad personal, decía Nietzsche. La otra dimensión, la pública, rige y matiza la libertad personal. En este sentido, Flaubert, siempre despiadado en su humor, ironizaba: “¡Ah, libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Quizá se refería a lo que se sacó en limpio de la sucia Revolución de 1789, a saber, que la libertad siempre guía al pueblo.
Viene esto a cuento del eslogan falaz de la ex presidenta de la Comunidad de Madrid para su campaña electoral, consistente en que hay que elegir entre “libertad o socialismo” o “libertad o comunismo” (esta se le ocurrió cuando se presentó como candidato su amigo Iglesias). Dicha frase es de una falsedad propia de una mente tergiversadora y mentirosa, a caballo entre la tontería y la hostilidad. En realidad, la opción de las próximas elecciones es “libertad o bares”, que es como decir “libertad o muerte”. En Madrid, en esta pandemia, la hostelería, refugio de ignorantes y explotadores, mata, y la responsable es la ex presidenta Ayuso.
Hobbes decía que la libertad política es “la ausencia de obstáculos”, y ponía al Estado como ejemplo de la paradoja de la libertad política, en tanto que el Estado es el primer obstáculo de la libertad personal y su máximo garante. De ahí que la libertad absoluta no exista: siempre estará medida, matizada y contenida por la libertad general, la del común, que es como decir la libertad de los demás (los demás siempre son nuestro límite y nuestra garantía). Esto se llama Estado de derecho.
Y España es un Estado de derecho, con su democracia, sus partidos de derecha e izquierda, de extrema derecha y extrema izquierda y de un fantasmagórico centro. Si hay un parlamento que engloba a sus representantes y estos se alían para crear mayorías que legislen desde el imperio de la ley, entonces la libertad está asegurada. Por tanto, enfrentar libertad a cualquier otra posición ideológica en democracia es una falacia. Y la aznariana Ayuso lo sabe, por eso miente.
Por estas mismas razones, la libertad siempre hay que conquistarla, mantenerla, defenderla, porque está permanentemente amenazada. Unos partidos la expanden y otros la recortan. Los primeros suelen ser de izquierda, los segundos de derecha. A la evidencia actual me remito: véanse los casos de Hungría, Polonia, Eslovaquia, en la UE. No hablemos del resto del mundo, donde la libertad, salvo excepciones, sigue siendo una quimera.
Descartes, hoy tan cuestionado por los platónicos, unía libertad con voluntad: no es libre quien no quiere serlo, y, a su vez, la libertad se manifiesta en la expresión de los deseos. De ahí que haya tanto esclavo de las ideas, de los temores, de los prejuicios, los cuales también atentan contra la libertad en tanto que tiranizan el razonamiento y el espíritu democrático. Y aun así, nadie puede impedir que, en aras de la libertad, un malvado elija seguir siendo malvado y un idiota se reafirme en su idiotez. Casos tenemos a diario y bien notorios.
La más alta cota, en fin, de la libertad es la elección. Uno puede elegir entre lo bueno y lo malo, entre una cosa neutra y otra cosa neutra, entre un bien y otro bien, entre un mal y otro mal. Es libre para hacerlo y nadie se lo puede impedir. Esta es la auténtica libertad. ¿Acaso España, los españoles, carecemos de esta capacidad de elección individual? La respuesta es no. La democracia, siempre mejorable y siempre recortada para que no mejore, es el ámbito que garantiza una legislación en beneficio de la elección individual. La libertad, desde este punto de vista, consiste en que quien necesite saltar un obstáculo lo pueda hacer sin dañar a los demás. Por eso una sociedad que permite el aborto, la eutanasia, la igualdad de género y el derecho de asilo es una sociedad más libre y mejor.
Pero también es cierto que la libertad es un equívoco que nos toleramos a nosotros mismos, porque, bien mirado, nadie es libre del todo, es imposible serlo, salvo que se viva en una espantosa soledad. Spinoza —sabio entre los sabios— ya advertía de ello cuando decía que confundimos libertad con la “consciencia de acción”. Lo cual nos lleva de nuevo a la idea de Nietzsche de que la libertad es una responsabilidad personal. Soy libre porque soy responsable y consciente de mis actos y de sus consecuencias. La verdad y la razón, en fin, son los componentes de la libertad, de ahí que las derechas, en España, tienen tan confusa idea sobre lo que es la libertad y la gritan sin conocimiento, abaratándola, porque están muy lejos de la verdad y de la razón y muy cerca del griterío.
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