Preguntas a Marta Sanz por sus hábitos de trabajo y te responde que lo único importante en la vida de un escritor es el estilo que aplica a sus obras. Y le dices que sí, que vale, que eso es fundamental, pero que lo que a ti te interesa son sus horarios, sus manías y sus fetiches, y ella te mira a los ojos fijamente antes de añadir, erre que erre, dale que dale y terne que terne, que está de acuerdo con esa idea de Francis Bacon según la cual el estilo es el «sistema nervioso personal» del artista. Y entonces vas y le repites por tercera vez que el objeto de la entrevista son las costumbres laborales, y ella va y también te repite que el setenta y cinco por ciento de una novela es el estilo y que lo otro es esa cosa menor que algunos llaman argumento.
Y se muestra tan firme en su negativa a hablar de lo que considera las mitomanías del oficio, a perpetuar esa imagen del escritor como ser cargado de extravagancias, a persistir en ese lugar común según el cual el trabajo de los literatos no es como el de los operarios de una fábrica, los dependientes de una tienda o los reponedores de un supermercado, tan rotunda se muestra en su deseo de esquivar esos tópicos que acaba haciéndose evidente que esta mujer considera que su día a día es tan vulgar como el de cualquier otro trabajador. No quiere que los jóvenes se hagan una idea equivocada del oficio, ni que acaben convencidos de que esto de ser escritor consiste en vestir siempre de negro, ensayar una cara depresiva ante el espejo y recorrer todos los bares con mesas de mármol de la ciudad. Porque en su opinión, si continuamos insistiendo en ese retrato del intelectual bohemio y soñador, los aspirantes alcanzarán los cincuenta años y no habrán escrito ni una sola página digna de encuadernar.
De hecho, sólo al final de la charla, y seguramente por aquello de dar una alegría al entrevistador, explica que trabaja de 09,30 a 14,30 y de 16,30 a 20,30, y apuntilla que le gusta pensar que tiene el mismo horario que cualquier hijo de vecino que se gane el pan con el sudor de su frente. Y cuando a continuación añade que el único objeto digno de mención de cuantos adornan su escritorio es una escultura de Rosie, la remachadora firmada por Enrique Herrero, a un servidor le da por pensar que pocas cosas resumen mejor su idea del oficio que ese icono de la II Guerra Mundial. Porque Marta Sanz, digámoslo ya, tiene una idea obrera de la literatura.
Ahora bien, mientras habla sobre la importancia del estilo literario en la vida de un escritor, desliza un comentario que, de alguna manera, también describe su rutina laboral. Dice que dedica tanto tiempo a pensar como a escribir, con lo que desmiente esa imagen que mucha gente tiene del autor como un individuo que se pasa el día aporreando el teclado de su ordenador. En su caso, cuando arranca un proyecto literario, lo primero que hace es reflexionar. Pero no solo sobre el argumento, los personajes o la estructura, sino también sobre el campo semántico sobre el que quiere edificar su nueva novela.
La madrileña cree que cada historia necesita un lenguaje diferente. Para ella, la literatura es una institución y la escritura un cauce de conocimiento que, como tal, tiene que evolucionar. Considera que repetir estilo literario es un aburrimiento y, cada vez que empieza un libro nuevo, lo primero que hace es buscar un camino todavía no explorado en el arte de narrar. Por ejemplo, su última novela, pequeñas mujeres rojas, se caracteriza por lo que ella misma ha bautizado como «barroco rojo», que es algo así como un juego acumulativo de grupos sintácticos que obliga a leer el texto con lentitud.
El «barroco rojo» impide que el lector se deslice suavemente por esa especie de pista de patinaje que es el texto, y contiene tantos excesos lingüísticos, tantas generosidades terminológicas y tantos alambiques semánticos que la superficie de hielo acaba siendo más abrupta que las sendas por las que resoplaba el pobre Rocinante. Si el lector no quiere tropezar, tiene que asumir la lentitud como método de lectura y aceptar que se encuentra ante una autora contraria a esa economía de palabras tan propia del capitalismo literario, a esa intelijencia juanramoniana tan habitual en la literatura comercial, a ese mot juste flaubertiano tan buscado por quienes no han comprendido que las ideas no surgen de las palabras, sino de las oraciones.
Marta Sanz dedica infinidad de horas a pensar la novela, no a escribirla, y así consigue algo tan difícil de lograr como fácil de desear: que el libro sea más inteligente que su autor. Y eso sólo se alcanza asumiendo que el único hábito realmente importante en la vida de un escritor es, por desgracia, el menos frecuente de cuantos solemos encontrar: pensar.
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La última novela de Marta Sanz es pequeñas mujeres rojas (Anagrama).
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