Hace unas semanas pude retratar a Irene, una joven escritora afincada en Madrid, colaboradora de Zenda y quizás una de las poetas con más futuro de su generación.
Para saber más sobre Irene:
Me llamo Irene Domínguez y soy de Sonseca, un pueblo con olor a mazapán situado a veinticuatro kilómetros de Toledo, ciudad donde nací en diciembre del 1996. Allí pasé toda mi vida hasta que, poco antes de cumplir dieciocho años, salí a estudiar la carrera de Filología Hispánica. Desde pequeña siempre había sentido especial atracción —sin saber todavía cómo ni por qué— hacia las palabras, la literatura y el mundo de las letras en general. En mi paso por la Universidad de Granada me empapé de la cultura andaluza y el carácter impredecible de una ciudad tan cultural, auténtica y flamenca. Allí es cuando me acerqué realmente a la poesía, aunque siempre había sentido una vocación constante por escribir en mis ratos libres «lo que se me iba ocurriendo», sin ningún tipo de pretensión. Tras graduarme, me mudé a Madrid para estudiar un máster de especialización en Literaturas Hispánicas en la Universidad Autónoma, ciudad en la que sigo viviendo actualmente y en la que ahora curso una beca de formación del Instituto Cervantes, que además compagino con la enseñanza de español a extranjeros.
Tras empezar a conocer la vida cultural y nocturna madrileña, me lancé a escribir poesía de forma regular hasta la publicación de mi primer poemario, Presuntamente nuestros, Premio Málaga Ciudad del Paraíso 2019. A raíz de leer sin parar a poetas del siglo XX en adelante, decidí experimentar con una voz poética que resultase dominante y agresiva a la hora de conectar con el desamor y las emociones extremas que conlleva, y que a su vez presentase un modelo de feminidad totalmente desenfadado y atravesado por la ironía —y que además siento que representa mi propia forma de enfrentarme al mundo—. Arriesgar en poesía con la temática desde un punto de vista femenino sigue siendo algo poco explotado a día de hoy, cosa que sin embargo sí se está llevando a cabo en las nuevas formas de experimentación musical que han traído géneros como el trap y la música urbana en general, tema que me apasiona especialmente y sobre el que investigo en mis ratos libres de cara a la publicación de artículos para distintos medios. La poesía y la música para mí son dos disciplinas artísticas estrechamente ligadas; en mi casa nunca hubo libros ni una vocación literaria que pudiese «heredar», por lo que mi primer contacto con el arte vino de la mano de la música, a la que también considero poesía a su manera (¿quién va a negarme a mí que el cantaor Manzanita no sea un poeta?).
Me interesan especialmente géneros como el flamenco, rap y reguetón, que cada vez resultan estar más fusionados y que tienen un origen popular y una carga reivindicativa. Por tanto, me es imposible concebir la poesía de esa forma originaria más «pura» u «ortodoxa». Actualmente también me encuentro en proceso de escribir una novela, procurando siempre que toda mi obra tenga una especie de hilo conductor, una identidad y voz propia ligada a mi propia vida, independientemente del género que utilice como medio. En mi tiempo libre me gusta practicar kickboxing ya que me apasiona el mundo de las artes marciales —y todos los deportes que juegan con la integridad física—, tan literario en cierto modo, con ese carácter tan estético y de performance que en el fondo aguarda el exponer tu vulnerabilidad en público para conseguir que se convierta en una fortaleza.
Recomienda a los lectores de Zenda Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos:
La poesía siempre ha sido mi género predilecto porque me fascina el «idioma» que utiliza, ese lenguaje poético, y entre mis poetas favoritos están muchos de la Generación del 50, como Jaime Gil de Biedma con su Compañeros de viaje, Claudio Rodríguez con su Don de la ebriedad y Ana María Matute con su A rachas. De los 80 en adelante me interesan voces femeninas como Ana Rossetti, Ángeles Mora y Olvido García Valdés.
Siempre que comienza a gustarme un autor busco leerlo todo de él; es lo que me está pasando últimamente con la prosa de Francisco Umbral y su capacidad para llamar la atención del público con una obra tan autobiográfica, siendo capaz de «desaparecer» para que el lector pueda hacer suya esa experiencia vital. Me siento especialmente identificada con esa idea de «ser escritor» sin la posibilidad de dejar de serlo en ningún momento, esa forma de concebirse a uno mismo como literatura y ligarla estrechamente a su propia estética. Entre sus obras destaco Las ninfas y Mis paraísos artificiales.
Pero sin duda la obra que quiero recomendar a los lectores de Zenda es una de mis novelas imprescindibles: Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Para quien no la conozca, trata sobre un joven médico de provincias que investiga el cáncer en ratas en el Madrid de los años cuarenta, teniendo contacto con las clases más altas y bajas y conociendo la vida nocturna de la ciudad. Creo que es la única novela a la que vuelvo una vez al año, subrayando y extrayendo cada vez más lecturas distintas, como una especie de ritual. Está escrita en forma de párrafos-secuencias donde juega con las distintas perspectivas y ofrece una visión deformada de la realidad mediante la ironía. Es una obra inteligentísima que ayuda a madurar literariamente exigiendo un lector activo, pero sin duda lo que me resulta más interesante es su retrato de las miserias de la clase media española. También llama la atención su tratamiento de la figura de la mujer, donde los personajes se convierten en símbolos para denunciar así su papel limitado durante el franquismo. Creo que con los tiempos que corren es un buen momento para releerla.
Thai, ahí tá:
Por si algún día me muero
Y tú lees este papel
Que sepan lo que yo a ti te camelo
Aunque no te vuelva a ver
Gitana, gitana
Gitana, gitana
Tu pelo, tu pelo
Tu cara, tu cara