Don Quijote y Sancho, ilustración de Honoré de Daumier
En una de esas maravillosas entrevistas con las que Soler Serrano entretenía a la audiencia televisiva en la única cadena disponible entonces, apareció Jorge Luis Borges con su bastón de laca al que en un poema se refiere como «parte de aquel imperio, infinito en el tiempo». Deslumbró a los allí presentes con sus reflexiones siempre hábiles intelectualmente, aunque permitan que me refiera a una en particular que recuerdo perfectamente: según el argentino, Cervantes fue el último lector de novelas de caballería, y el Quijote no es una parodia de estos libros, sino un homenaje a la pasión que don Miguel sentía por ellos. Me doy cuenta de que algo de ese cariño desprende en todo momento la obra. No es cuestión baladí acudir a su biografía: Cervantes había intentado penetrar en el canon, es decir, en la poesía parnasiana de Lope, o en la prosa política de Quevedo. Sin embargo, no fue capaz de dotar de ese prestigio a su obra. Así que el Quijote nace desde un desconsuelo evidente.
Disculpen el ad hominem, pero me apoyo en Cervantes para dar a entender que la mejor obra en castellano nace, en palabras de Borges, por amor hacia la caballería y odio hacia el canon. Se diría por ello, entonces, que la más alta cima literaria de nuestras letras es, en esencia, literatura de género. Paradójicamente, desde aquel momento la cultura hispánica ha vivido desprovista de grandes escuelas y paradigmas relacionados con este conjunto literario. Mientras que en otras culturas se identifican rápidamente, desde el XIX hasta hoy, algunos maestros de la literatura romántica, de ciencia ficción, de terror o de fantasía; en idioma español no encontramos más que algún nombre suelto y, salvo quizás en novela histórica, desprecio y desdén. Sin embargo, siento que algo de esto cambia en los tiempos que corren, quizá por la apertura hacia nuevos horizontes que trae consigo la red.
Decía mi amigo el escritor Rafael García Maldonado hace unos meses en Twitter que vivimos en un contexto donde hay grandes ensayistas en el país, pero pocos novelistas de enjundia. No estoy de acuerdo con la segunda afirmación. Lo que ocurre es que, como digo, hoy encontramos thrillers, novelas románticas o relatos de ciencia ficción que, más allá de las ventas —nunca es un buen baremo este para medir nada— traspasan fronteras, multiplican traducciones, crean escuela y lectores, además de mirar a la cara a esas otras culturas que antes, con un Stephen King o un Pierre Lemaitre cualesquiera, observaban el páramo de las letras castellanas con superioridad. Cabe preguntarse, con honestidad, cuánta culpa tiene este auge en el hecho de que, según el informe de marzo publicado por la Federación de Gremios de Editores de España, los hábitos de lectura se hallen en máximos históricos. De lo que sí se puede hablar, quizás, es de poco novelista contemporáneo que pase por canónico, prestigioso o reputado, utilícese el sinónimo que deba. Pero para eso, para desafiar al prestigio, al viajero en el Parnaso y al Duque de Osuna, ya está Cervantes.
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