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Una dulce venganza, de Jonas Jonasson

Una dulce venganza, de Jonas Jonasson

Victor Svensson, un tipo ambicioso y sin escrúpulos, se casa con la hija de un multimillonario galerista en los últimos momentos de la vida de este. Cuando el hombre fallece, Victor engaña a su mujer y logra hacerse con el negocio y ver colmadas por fin sus ansias de dinero y poder. Sin embargo, la aparición en escena de un hijo bastardo de Victor, fruto de una antigua relación, podría dar al traste con sus planes, y no está dispuesto a permitirlo. A partir de este punto se desarrolla una divertidísima trama de enredos que mezcla de forma asombrosa la realidad de las tribus masáis, la obra de la pintora Irma Stern, la figura de Hitler y el papel del arte en la configuración de su destino y, sobre todo, la sed de venganza de un joven sin nada que perder.

Zenda adelanta las primeras páginas de Una dulce venganza, de Jonas Jonasson (Salamandra).

***

PRÓLOGO

Érase una vez un artista modestamente exitoso en el Imperio Austrohúngaro. Se llamaba Adolf y llegaría a ser conocido en el mundo entero por otros motivos.

El joven Adolf opinaba que el arte auténtico era aquel que representaba la realidad tal como es, tal como el ojo la percibe; más o menos como una fotografía, pero en color. «Lo real es lo bello», decía, citando a un francés del que, por lo demás, no quería saber nada.

Muchos años después, cuando Adolf ya no era tan joven, ordenó quemar libros, obras de arte e incluso a personas en nombre de su imagen del mundo, que era la única correcta. A la larga, eso condujo a la mayor guerra de la historia de la humanidad hasta ese momento. Adolf la perdió y murió, ambas cosas.

Su imagen del mundo, sin embargo, sólo se sumió en un profundo letargo.

PRIMERA PARTE

Él no tenía ni la menor idea de quién era Adolf y jamás había oído hablar del Imperio Austrohúngaro. Ni falta que le hacía: era el curandero de un pueblo apartado de la sabana africana. Dejó tan pocas huellas en la tierra roja y ferrosa que ya nadie recuerda cómo se llamaba.

Era diestro en el arte de la medicina pero, así como él mismo no tenía mayores noticias del resto del mundo, la buena nueva de sus habilidades tampoco llegó más allá del valle donde habitaba. Vivió frugalmente, murió demasiado pronto. Pese a su destreza, no pudo curarse a sí mismo cuando más falta le hizo. Un reducido grupo de pacientes fieles lo lloró y lo echó de menos.

El hijo mayor parecía demasiado joven para hacerle el relevo, pero ésa era la costumbre desde tiempos remotos y no había otra opción.

Tenía apenas veinte años y era aún más desconocido que su padre, de quien heredó el talento, pero no la humildad: la idea de vivir frugalmente no iba con él.

Construyó una nueva choza-consultorio con salita de espera separada, empezó a usar una bata blanca en lugar de la shuka, el vestido tradicional de los masáis, y se cambió de nombre y de título: el hijo del curandero de cuyo nombre nadie se acuerda comenzó a presentarse como el doctor Ole Mbatian en honor al legendario masái, líder y visionario, el más grande de todos los masáis de la historia. El original llevaba mucho tiempo muerto y no puso objeción alguna desde el otro mundo.

Entre las muchas cosas que desechó estaba la lista de precios del padre. Fijó otras tarifas, más acordes con la fama del gran guerrero: ya no bastaba con acudir con una bolsa de hojas de té o un trozo de carne seca para que el doctor se tomara la molestia de atenderte. Curarse de una dolencia más o menos simple costaba al menos una gallina, pero si se tenía algo más complicado había que pagar una cabra o más. Los casos realmente difíciles exigían una vaca… a menos que fueran demasiado difíciles, en cuyo caso el paciente podía morirse gratis.

Pasó el tiempo y los curanderos de los pueblos vecinos fueron viéndose obligados a cerrar sus consultas porque seguían describiéndose como curanderos, nada más, e insistían en que un auténtico masái no se vestía jamás de blanco. El renombre del doctor Ole Mbatian creció en proporción a su lista de espera, y hubo que ampliar varias veces el gallinero, el establo y el corral para acomodar tantos animales. Como tenía muchos pacientes y podía hacer pruebas con distintos bebedizos y decocciones, terminó volviéndose tan bueno como se rumoreaba.

Ya era un hombre rico cuando nació su primer retoño, Ole Mbatian Segundo. El chico sobrevivió los críticos años de la infancia y, como marcaba la tradición, fue instruido en el oficio de su padre. Pasó varios años a su lado como aprendiz antes de que la muerte lo obligara a sucederlo. Tras ese día inevitable, conservó el nombre usurpado de su padre, pero tachó el título de doctor y le prendió fuego a la bata blanca: muchos pacientes que provenían de poblados lejanos pensaban que los médicos, a diferencia de los curanderos, solían meterse en cosas de brujería, y a aquel que despertara sospechas no le quedaban muchos días de oficio por delante ni, para ser francos, muchos días de vida.

De manera que, después de Ole Mbatian le tocó el turno a Ole Mbatian Segundo, al que todos comenzaron a llamar el Viejo cuando su primogénito, Ole Mbatian el Joven, lo relevó.

Con este último empieza propiamente esta historia.

De modo que Ole Mbatian el Joven heredó el nombre, la fortuna, la reputación y el talento de su padre y su abuelo: en otra parte del mundo a eso se le habría llamado «nacer con un pan bajo el brazo».

Recibió una educación esmerada e, igual que todos los jóvenes masáis, tuvo que formarse en las artes militares. Por eso no sólo era un respetado curandero sino, además, todo un guerrero masái: nadie conocía mejor los poderes curativos de hierbas y raíces, y sólo unos pocos —entre ellos, su hermano menor, Uhuru, quien sólo pensaba en la guerra— podían equipararse con él cuando se trataba de lanzas, cuchillos o de las porras arrojadizas que los masáis llaman rungu.

Su especialidad médica eran los tratamientos para evitar que las familias tuvieran más hijos de los que deseaban. Con tal de consultarlo, muchas mujeres peregrinaban desde poblados lejanos, incluso desde Rigori, al oeste, y Maji Moto, al este, ambos a varios días de trayecto. Para poder atenderlas, Ole Mbatian el Joven ponía como requisito que hubieran parido un mínimo de cinco hijos, de los cuales al menos dos debían ser varones. Jamás revelaba la fórmula de la grumosa pócima que las pacientes tenían que beber a cada ovulación (y que él llamaba inatosha: algo así como «ya basta» en suajili), pero las que tenían mejor paladar notaban que llevaba melón amargo y unos toques de raíz de algodón indio.

Ole Mbatian el Joven era más rico que nadie en su pueblo, incluido el jefe de la tribu, Olemeeli el Viajado. Aparte de muchas cabezas de ganado, tenía tres chozas, mientras que el jefe tenía sólo dos…

Aunque también era cierto que el jefe tenía tres mujeres, frente a las dos de Ole, quien nunca había llegado a comprender cómo el otro conseguía que la cosa funcionara.

Por lo demás, Olemeeli nunca le había caído bien: tenían la misma edad y, ya desde pequeños, sabían cuál era el destino de cada uno.

—Mi padre manda sobre tu padre —se le ocurrió decir un día a Olemeeli sólo para chinchar.

Tenía razón, objetivamente hablando, porque su padre, Kakenya el Bello, gobernaba el valle. Pero a Ole júnior no le gustaba sentirse menos. La única solución que encontró fue coger su rungu y darle al futuro caudillo en los morros. Lo castigaron, desde luego: Ole Mbatian el Viejo no tuvo otra opción que azotarlo ruidosamente, pero lo felicitó en voz baja.

Kakenya el Bello sufría en secreto porque su apodo, si bien era certero, daba cuenta de la única cualidad envidiable que poseía. Tampoco lo tranquilizaba el hecho de que su primogénito hubiese heredado todos sus defectos a excepción de la evidente belleza; para colmo, mermada después de que el chaval del curandero le hiciera saltar dos incisivos.

Tenía serias dificultades para tomar decisiones. A menudo, dejaba que sus esposas lo hicieran por él, pero lamentablemente tenía dos —un número par—, y cada vez que no se ponían de acuerdo en alguna cuestión —es decir, casi siempre— él se quedaba plantado allí, sin saber qué hacer con el voto decisivo.

Pese a todo, en el otoño de su vida Kakenya logró tomar una decisión —con el apoyo de sus esposas— que lo haría sentirse orgulloso: su hijo mayor se iría de viaje más lejos de lo que nadie en el pueblo había llegado hasta entonces y volvería a casa con abundantes impresiones del mundo y un montón de conocimientos nuevos. La sabiduría que acumulara marcaría su destino como gobernante: Olemeeli nunca sería tan hermoso como su padre, pero podría llegar a ser un jefe de tribu resuelto y con visión de futuro.

Esa era la idea.

El problema es que las cosas no siempre salen como están planificadas. El primer y último viaje de Olemeeli fue a Loiyangalani, un lugar situado en el más remoto norte de cuyos habitantes se decía que habían inventado una forma completamente nueva de potabilizar el agua de mar. La arena calentada y las hierbas ricas en vitamina C combinadas con raíces de nenúfar eran métodos bien conocidos desde hacía mucho tiempo pero, por lo visto, lo de Loiyangalani era más simple y más efectivo.

—Ve hasta allá, hijo mío —le dijo Kakenya el Bello—, aprende todo lo que puedas y luego vuelve a casa y prepárate: siento que no me queda mucho tiempo.

—Pero, papá… —repuso Olemeeli.

No supo qué más decir: pocas veces daba con las palabras adecuadas… o con el pensamiento adecuado.

El viaje duró una eternidad; o sea, una semana entera. Una vez en su destino, Olemeeli descubrió que allí iban por delante en muchas cosas: el filtrado del agua era una cosa, aunque también habían hecho instalar algo que llamaban «electricidad», y el alcalde tenía una máquina que usaba en lugar de un lápiz o una tiza para escribir cartas.

En realidad, Olemeeli sólo quería volver a casa, pero las palabras de su padre resonaban en su cabeza, así que estudió más de cerca ambos inventos: era lo menos que podía hacer por su padre. Tristemente, al probar la electricidad metiendo un clavo en el enchufe recibió una descarga y quedó inconsciente durante varios minutos.

Cuando volvió en sí, ayudado por un líquido oloroso que le pusieron debajo de la nariz, se tomó un momento antes de intentarlo con la máquina de escribir. Por desgracia, no tuvo mejor suerte: el índice izquierdo se le quedó atrapado entre la «d» y la «r»; se asustó, lo sacó de un tirón y se lo partió por dos sitios.

Ya había tenido suficiente: enseguida les ordenó a sus ayudantes que hicieran el equipaje para el arduo viaje de vuelta. Tenía claro lo que iba a decirle a su padre: la famosa electricidad era nefasta, pero la máquina de escribir era directamente mortal.

Kakenya el Bello no solía acertar en sus profecías; sin embargo, la sospecha de que le quedaba poco tiempo resultó correcta. El hijo en parte desdentado tomó el relevo.

Al día siguiente del entierro de su padre, expidió tres decretos:

Primero: el pueblo invertiría en un sistema de filtrado de agua totalmente nuevo.

Segundo: eso que llamaban «electricidad» no podría instalarse nunca jamás en el valle sobre el que gobernaba.

Y tercero: ni hablar de máquinas de escribir.

Así, Olemeeli llevaba casi cuatro décadas gobernando el único valle del Masái Mara en que no sólo no había máquinas de escribir sino tampoco electricidad ni, por tanto, ningún aparato eléctrico ni electrónico: precisamente allí no vivía ni uno solo de los seis mil millones de seres humanos que usaban teléfono móvil.

Se hacía llamar Olemeeli el Viajado y era tan impopular como lo había sido su padre. En cuanto se daba la vuelta, todo el mundo se refería a él con apodos mucho menos halagadores. El favorito de Ole Mbatian el Joven era el de jefe Sindientes.

El desdeñado jefe tribal y el diestro y reconocido curandero tenían la misma edad, de ahí que tuvieran sus asuntillos personales, pero, dado que también eran los dos hombres más importantes del poblado, no podían pelearse como habían hecho durante la adolescencia. Ole Mbatian terminó por aceptar que aquel retrógrado era también el que mandaba; a cambio, Olemeeli el Viajado fingía no oír cuando el curandero presumía de tener más dientes que él.

El jefe tribal era una preocupación constante pero soportable para Ole Mbatian, lo que de veras lo atormentaba era otra cosa: el hecho de haber tenido cuatro hijas con su primera mujer y otras cuatro con la segunda… y ningún varón. En un momento dado empezó a experimentar con sus hierbas y raíces para que el siguiente fuera niño, pero ese logro médico se reveló fuera de su alcance: siguieron llegando hijas hasta que un día, lisa y llanamente, dejaron de llegar, sin que ni el melón amargo ni el algodón indio tuvieran nada que ver.

Tras cinco generaciones de curanderos, el siguiente no sería un Mbatian, o comoquiera que se llamaran: entre los masáis, las mujeres no podían ser curanderas.

Durante mucho tiempo se consoló pensando que al jefe Sindientes tampoco le iba tan bien en lo tocante a procrear un heredero: sólo tuvo hijas (seis) con sus primeras dos mujeres.

Pero Olemeeli guardaba un as en la manga: una tercera mujer, más joven, que pronto le dio un hijo. ¡Gran festejo en el poblado! El orgulloso padre ordenó que la celebración durara toda la noche y así fue: el pueblo entero festejó hasta el amanecer… excepto el curandero, que tenía dolor de cabeza y se fue a acostar temprano.

***

De eso hacía muchos años, más de los que Ole Mbatian hubiera querido. No obstante, todavía no estaba preparado para presentarse ante el Gran Dios: aún tenía cosas que ofrecer. En realidad, no sabía con certeza cuántos años tenía. Notaba que ya no era tan bueno como antes con el arco y las flechas, ya no daba tanto en el blanco con la lanza, el cuchillo y el rungu… aunque, pensándolo bien, quizá con el rungu sí: al fin y al cabo, seguía poseyendo el título de campeón del poblado en lanzamiento de la cachiporra tradicional…

Y seguía siendo ágil: se movía casi con la misma velocidad y precisión de siempre, si bien no con las mismas ganas. Debía de estar volviéndose flojo. Tenía dolor de muelas… y remedio contra el dolor de muelas. Su vista era menos buena que de joven, aunque eso no le parecía un inconveniente: Ole ya había visto todo cuanto merecía la pena ver y encontraba fácilmente todo lo que necesitaba.

Resumiendo, había indicios de que una etapa de su vida había quedado atrás y se avecinaba otra. Y estaba deprimido.

Cuando la pena por el hijo que nunca tuvo se hizo demasiado grande, se prescribió a sí mismo una mezcla de hipérico y raíz de rodiola en aceite de girasol: solía ayudar.

Algunas veces se le pegaban las sábanas, pero por lo general seguía saliendo temprano en su incansable búsqueda de nuevas raíces y hierbas para su botiquín. Comenzaba las excursiones mientras todavía estaba oscuro, atento a los sonidos que pudieran producir las silenciosas leonas de caza, y volvía antes de que el sol pegara demasiado fuerte.

¿Podía ser que sus pasos empezaran a ser más cortos? Una vez, andando andando había llegado hasta Nanyki; otra, había recorrido todo el camino hasta el Kilimanjaro y después había subido a la cima. Ahora, en cambio, el poblado vecino ya le parecía lejos. No había nada que apuntara a que, en un futuro no muy lejano, fuera a causar un gran revuelo en Estocolmo, Europa y el mundo. Puede que conociera los poderes curativos de la sabana, pero lo desconocía casi todo sobre la capital sueca y el continente europeo, y del mundo sólo sabía que había sido creado por En-Kai, el Gran Dios, que vivía en la montaña de Kirinyaga (se declaraba cristiano, pero había verdades que la Biblia no podía cambiar; entre ellas, la historia de la creación).

—Pues bueno —se dijo a sí mismo.

A veces lo hacía: significaba que le tocaba bregar un poquito más. La moral siempre alta, ante todo.

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Autor: Jonas Jonasson. Traductora: Lucía Bermúdez Carballo. Título: Una dulce venganza. Editorial: Salamandra. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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