En 1973 falleció en Madrid don Jesús de Aragón y Soldado. Profesor de contabilidad y reputado teórico, había ejercido como director administrativo de la editorial Aguilar, la clásica, la de las obras completas y la mítica colección El globo de colores. Su desaparición fue muy sentida en los ambientes académicos y profesionales y desde ambos se glosó su abnegada entrega a la gestión administrativa. Pero nadie recordó que había sido el Capitán Sirius.
Supe del Capitán Sirius veintitantos años después, con ocasión de la visita a Cahill del profesor Fermín María de Anchorena y Garci-González de Zúñiga, editor y comentarista de los Annales Alborum, manuscrito del siglo XIV que acababa de localizar en Budapest; en 2003 lo daría a la imprenta como Los misterios de Albión: la región del Jamilá en la Alta Edad Media según los manuscritos del desaparecido palacio fortaleza del Albión hallados en la Biblioteca Nacional de Hungría. Quede constancia aquí de que fue en Cahill donde reveló por primera vez al mundo la existencia de ese texto capital. Era por entonces el profesor Anchorena joven apasionado y sin sombra de afectación, pese a lo sofisticado de sus apellidos y a ostentar el título de la baronía de Olite; si personalmente nos conocíamos de manera superficial, apreciábamos nuestros respectivos trabajos y una noche de tormenta tuve el placer de recibirlo en casa. Mi sorpresa fue descubrir la vena friki del severo filólogo medievalista que, con las hazañas del Capitán Sirius, me desveló la historia del florecimiento del género fantástico en España.
Tras un breve refrigerio, durante el cual tuvo la amabilidad de ampliarme en rigurosa primicia algunas características del manuscrito que acababa de hallar en Hungría, la conversación derivó al terreno de las literaturas olvidadas. Conversamos hasta la madrugada envueltos en el aroma acogedor de sendos H Upmann Petit Coronas aportados por él, buen aficionado, mientras degustábamos un excelente malt de las Highlands que, aportado por mí, contribuyó a estimular nuestra imaginación y a convertir aquella noche en una auténtica “noche de fantasmas”.
En los primeros años del siglo XX, siguiendo la estela de Poe, Julio Verne y el folletón francés de los Theroux, Sue o Leblanc, con su Arséne Lupin —Arsenio en España—, o Souvestre y Allain con su Fantômas, una pléyade de autores nacionales, emboscados muchas veces en seudónimos exóticos como el del Capitán Sirius, copó quioscos y librerías con títulos tirados en papel infame. Bañados en una fantasía desquiciada, heterodoxa y libre, estaban plagados de ambientes sórdidos, científicos lunáticos, fantasmas, apariciones y artilugios inverosímiles. Sobresalió en el género Emilio Carrere, cuya obra maestra, La Torre de los Siete Jorobados, pergeñara en realidad un negro.
Sí, don Jesús de Aragón y Soldado.
Al hacer Anchorena tan insólita revelación, un relámpago iluminó el cielo de Cahill, sonó un trueno y se fue la luz. Cuando volvió, yo estaba lívido; el barón de Olite, en cambio, sostenía indolente su whisky y su cigarro de pie junto a la chimenea.
—No creerá en fantasmas, querido colega.
Negué, a pesar de que en los pocos segundos de oscuridad había atisbado a través de las ventanas una aterradora sombra blanca azacaneando en mi jardín. El Capitán Sirius, sin duda.
—Qué cosas tiene, amigo Anchorena.
—La realidad es una cosa que no se sabe en realidad lo que es—, apostilló él.
No pude estar más de acuerdo, visto lo visto, y me abstuve de hacer cualquier comentario para dejarlo desgranar la historia del extraño caso del Capitán Sirius, Jesús de Aragón para el mundo, joven de 29 años que en 1924 ingresó en la nómina de autores de la llamada literatura popular. La historia se detalla en el prólogo del especialista Jesús Palacios Trigo a La Torre de los Siete Jorobados (Valdemar, colección El Club Diógenes, nº 90, Madrid 2004 y 2015). Empeñado en ver publicadas sus novelas, Jesús de Aragón se encontró en las manos con un original de Carrere que no cumplía las expectativas de su editor. “Si quiere ser escritor, complételo. Convierta este manojo de mierda en una novela”. De Aragón cumplió como los buenos con una mágica historia de misterio y fantasía ambientada en el Madrid castizo de los Austrias que pasa por ser la cumbre de aquel naciente género fantástico español; la hazaña convirtió al joven en novelista, pues Calleja publicó de inmediato la primera novela de De Aragón, Cuarenta mil kilómetros a bordo del aeroplano “Fantasma”, con el seudónimo que lo haría célebre.
—Aquellas novelas, las de Carrere, las del Capitán Sirius y las de otros muchos constituyen el cimiento de un género que, antes de despuntar, se vio barrido, como tantas cosas, por la llamada al orden de la guerra civil.
Fermín de Anchorena bajó la cabeza entristecido.
—Poca broma: en España, ya sabe usted, cuando la gente seria se pone altanera, los demás nos ponemos firmes.
“Los demás”. Me sorprendió que no nos incluyera en esa “gente seria” que decía. De modo especial, que no se incluyera él. Anchorena estaba lanzado.
—¡Hasta el coñac de las botellas se disfrazó de septiembre para no infundir sospechas, como profetizara Federico García!
—Será “de noviembre”, queridísimo Anchorena—, maticé yo puntilloso.
Nunca lo hiciera. Aquella noche batida por el viento y la nieve descubrí que mi colega no perdona que lo pillen en un renuncio.
—Je, je. De noviembre, en efecto, querido Bowman. Cuando se pone académico no hay quien lo pare…— suspiró agitando los brazos. Y se detuvo dirigiéndome una mirada asesina-. Pero, dígame, ¿a usted no lo suspendió Lázaro?
Tan traicionera referencia a mi currículum me dejó de piedra. Don Fernando Lázaro Carreter, añorado director de la RAE y profesor que fuera de Teoría Literaria, me suspendió un examen final por comparar a Lorca con Picasso. “Las imájenes picasianas de Lorca”, había escrito yo, exaltado en plan Juan Ramón Jiménez. “Usted no es Juan Ramón, mañó. Vuélvame en septiembre”, zanjó el eximio estructuralista: cuando se ponía irónico temblaba el misterio.
—¡Qué cabrón es usted, querido Anchorena!- me revolví—. Cómo le gusta hurgar donde más duele.
Anchorena me contemplaba impertérrito. Tras él, siempre a través de la ventana, descubrí, no sin inquietud, que la sombra blanca no estaba sola y que mi jardín se estaba poblando de sombras quiméricas de distintos colores y formas. Pero me concentré en dar cumplida respuesta a la artera estocada.
—En la siguiente convocatoria, cuando ‘le’ volví, don Fernando me dio sobresaliente -y salivé por los colmillos, puesto que también Anchorena había sido alumno del profesor Lázaro—. ¿A usted le dio Lázaro algún sobresaliente?
Mi invitado asumió el pinchazo con gallardía de caballero navarro.
—Pues no. Notable raspado. Y gracias.
Es sabido que los sobresalientes de Lázaro, no digamos las matrículas, se cotizaban caros en la facultad de Filología de la Complutense. Fermín María sacó balones fuera y recitó enardecido por el whisky.
“Los relojes se pararon
y el coñac de las botellas
se disfrazó de noviembre
para no infundir sospechas”.
Servidor, que también había embaulado lo suyo, se puso a nivel.
“El viento vuelve desnudo
la esquina de la sorpresa
en la noche platinoche,
noche que noche nochera”.
Anchorena, que tiene su punto, me hizo coro y dio a aquello de “noche platinoche, noche que noche nochera” la entonación y la fonética adecuadas. Ya puestos, nos tiramos cuesta abajo.
Un caballo malherido,
llamaba a todas las puertas…
Y llamaron a la puerta. Callamos desconcertados y el silencio sólo se vio roto por las campanadas de las doce en el reloj de péndulo que presidiera el salón del Pazo de Loureiro, en El Morrazo pontevedrés, pieza que se me adjudicó cuando la familia de mi madre tuvo a bien desmantelar la posesión con objeto de venderla. Sólo cuando concluyó la lúgubre letanía de Cronos me dirigí a abrir conteniendo la respiración. Pero no era ningún “caballo malherido”. De pie en el umbral estaba el gigante blanco en persona.
De manera instintiva, me eché para atrás, ya que enarbolaba un hacha de grandes dimensiones. A Anchorena, barón de Olite y todo, se le cayó el whisky al suelo.
—¡Don Hugo de Montignac!— exclamó.
Y, lo juro, se desmayó.
(continuará)
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