No sé ustedes, amigos lectores, pero yo me encuentro constantemente con demasiados motivos para alentar el pesimismo, cuando no la irritación. La cultura en la que me eduqué y que he intentado cultivar no ha desaparecido, por supuesto, pero sí que se ve gravemente amenazada. La ciencia y la tecnología, esos productos humanos que han logrado que nuestra existencia y conocimientos hayan mejorado hasta límites insospechados, se han convertido, en parte, en instrumentos que posibilitan lo peor de la naturaleza humana.
En semejante situación, insisto, la que yo percibo, puedo comprender manifestaciones como las que realizaron hace mucho tiempo dos físicos que admiro: Albert Einstein y Richard Feynman. En un discurso que pronunció en 1919, Einstein resumió la parte más profunda, a veces escondida voluntariamente, de su pensamiento: “En principio creo, con Schopenhauer, que una de las más fuertes motivaciones de los hombres para entregarse al arte y a la ciencia es el ansia de huir de la vida diaria, con su dolorosa crudeza y su horrible monotonía; el deseo de escapar de las cadenas con que nos atan nuestros, siempre cambiantes, deseos. Una naturaleza de temple fino anhela huir de la vida personal para refugiarse en el mundo de la percepción objetiva y el pensamiento”.
Durante la Segunda Guerra Mundial muchos científicos no tuvieron más remedio que involucrarse en la vida, que mostraba en aquellos momentos algunos de sus aspectos más dramáticos. Y en general lo hicieron de buen grado —a veces, como había sucedido en la guerra mundial previa, tomando la iniciativa en ideas de consecuencias letales—, aunque fueron diversas las maneras en que lo conceptualizaron. En el Laboratorio de Los Álamos, en pleno desarrollo del Proyecto Manhattan, que produjo las bombas atómicas que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki, el genial matemático John von Neumann aconsejó a Feynman, uno de los mejores físicos de la segunda mitad del siglo XX, que “no tenía por qué sentirse responsable del mundo en el que vivía”. Y el entonces joven físico intentó seguir aquel consejo, desarrollando, como explicó en su autobiografía, “un poderoso sentido de irresponsabilidad social, que hizo de mí una persona muy feliz desde entonces”.
En semejante escenario, dos libros que acaban de publicarse han aliviado algo mi pesaroso e irritado sentir. El primero, y en mi opinión más importante, es el del multimillonario cofundador de Microsoft, Bill Gates: Cómo evitar un desastre climático. Las soluciones que ya tenemos y los avances que aún necesitamos (Plaza y Janés). En realidad, la lectura de este libro me ha producido sentimientos ambivalentes. Por un lado, no puedo sino dar la bienvenida al optimismo de Gates, que piensa que, aunque sea difícil, todavía estamos a tiempo para evitar el desastre climático al que nos encaminamos. No es el suyo, sin embargo, un optimismo ni desinformado ni pasivo. La Fundación que encabeza junto a su esposa, Melinda, desarrolla una inmensa labor en favor de los más necesitados. Diríamos que mantiene los pies en el suelo, en el de esta tierra que nos acoge y que ha hecho posible un comportamiento bien diferente del aún más rico Elon Musk, fundador, entre otras empresas, de PayPal, que está empeñado en desarrollar la tecnología aeroespacial para llegar a Marte y hacer accesible el espacio, supongo, al turismo.
De Cómo evitar un desastre climático valoro especialmente las explicaciones que se ofrecen en él del origen de las emisiones de dióxido de carbono, principal causa —por el momento, cuando se descongele el permafrost emitiendo metano otro gallo cantará— del calentamiento global. Ese tipo de explicaciones deberían ser obligatorias en colegios e institutos. El problema es que el análisis de Bill Gates muestra con estremecedora claridad la dificultad de alcanzar un nivel cero de emisiones. Hablamos mucho, por ejemplo, de recurrir a la electricidad en lugar de a combustibles fósiles, pero recordemos que en la actualidad la generación de electricidad procede de: el 36% de quemar carbón, el 23% del gas natural, el 10% de las centrales nucleares, y solo el 11% de renovables y el 16% de energía hidráulica.
Existen límites para estas dos últimas fuentes: las renovables, como la solar, requieren de mejores baterías para almacenarla, y las hidráulicas están ya bastante explotadas. En éste, al igual que en los demás apartados que aborda, Gates deposita su esperanza en la investigación científica. Es obvio. ¿Dónde si no, como ha demostrado de forma palmaria la presente pandemia? Pero también tiene sus límites. Por otra parte, el rompecabezas que lúcidamente se desarrolla en este libro permite ver la botella medio llena pero también medio vacía. Consideremos, por ejemplo, las gigantescas emisiones de dióxido de carbono asociadas a la producción de tres materiales ubicuos en nuestra civilización: acero, hormigón y plástico. ¿Seremos capaces de cumplir las expectativas de Gates? En mi opinión, solo nos pondremos realmente en movimiento (no con sucedáneos que aparentan quedar bien) cuando nos enfrentemos a una situación de desolación y muerte parecida a la que ha provocado la covid-19.
Aliado imprescindible con los avances tecnocientíficos son las denuncias y acciones sociales. Y en este punto aparece el otro libro al que me refería: En llamas: Un (enardecido) argumento a favor del Green New Deal (Paidós), de Naomi Klein. Frente al optimismo informado de Gates, la irritada denuncia de Klein. Una necesaria combinación de la que deben beber especialmente los más jóvenes. Porque de ellos es el futuro. En él, ¡ay!, vivirán.
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Artículo publicado en El Cultural.
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