La honestidad profesional se tambalea cuando un amigo de los de verdad publica un libro y, claro, te ves obligado —por ti mismo, quiero decir— a escribir sobre la nueva criatura de tu compadre. En estos casos, para qué negarlo, antepongo la amistad al periodismo… con matices: si la obra me parece más mala que Bin Laden, prescindo de adjetivos, describo someramente el argumento, pongo un lacito al texto mío y tiro millas, no sea que luego el lector crítico me ponga una más que justificada reclamación; si la obra me gusta, olvido todo tipo de vínculo personal y la abordo con respeto, justicia y, llegado el caso, pasión.
La literatura de Emilio Lara posee tres características esenciales: en primer lugar, practica un clasicismo renovado —para más información, en este sentido, lean esta entrevista que me concedió hace unos días, así como la que le hizo María José Solano en Zenda—; en segundo, es un experto en poner a gente normal en situaciones extraordinarias y en describir cómo tiran p’alante, y en tercero, considera que “toda buena novela histórica”, y las suyas lo son, “habla del presente a través del pasado”. Esto último es clave. Lo mejor que poseen sus “novelas históricas” es que, ante todo, son “novelas”. Lo “histórico” no es un adjetivo que vertebra a un sustantivo, como en tantos y tantos —y tantos, ay— ensayos encubiertos. Sus tramas tienen tensión, temple, estructura y chicha y, además, cuentan con un retrovisor permanente en el que aparece reflejado nuestro hoy. Según el propio novelista, en Centinela de los sueños se habla de un presente en el que por encima de las ideologías “está el factor humano” y nos recuerda que, por dura que nos parezca la situación pandémica actual, “ha habido acontecimientos del pasado mucho más difíciles y generaciones precedentes que han sabido superar esos momentos tan duros con un esfuerzo individual y con un esfuerzo colectivo. Y siempre, al final, dejando una puerta abierta a la esperanza”.
Vuelvo a la amistad que me une a Emilio: si no lo conociera, pensaría que es un iluso o que me está vendiendo una moto flower power. Soy terriblemente pesimista. Creo que el ecosistema político, social y económico patrio —y europeo— se está tiñendo de negro, que los bárbaros y los idiotas están alcanzando cotas/cuotas de poder inimaginables hace unos años y que ellos, ellas y elles van a ganar no sé qué guerra cultural de la que personas como yo vamos a salir trasquiladas. En estas, leo Centinela de los sueños y recupero, parcialmente, la fe en la Humanidad: siempre queda gente buena, gente con valores, gente crítica, gente que no comulga con las ortodoxias, gente que dice “no” y gente que pelea en defensa propia. Así son sus personajes porque así es Emilio, una especie de optimista empírico. Sin bravuconadas, imposturas, plásticos ni artificios. Y eso yo lo sé porque Emilio es mi amigo.
Centinela de los sueños es un candil iluminado, un chupito de esperanza, un asidero confortable. La protagonizan un chaval valiente, un perro heroico, un padre con el alma herida y, sobre todo, una periodista inteligente y brava. Ejercen de secundarios personajes históricos como Churchill, Jorge VI, De Gaulle o los capullos de Eduardo VIII y Wallis Simpson, o ficticios como un periodista asqueroso que se apellida Corbyn y un buscavidas jienense llamado “Nono Chilanco”. El escenario principal es el Londres de la II Guerra Mundial; el detonante del argumento, la Matanza de las Mascotas. Los ingredientes del potaje son magníficos y el cocinero, inmejorable. Háganme caso, e hínquenle el diente.
Salvo que les guste más la pseudoliteratura chusca, claro. Para gustos, etcétera —no remato el tópico para evitar la bronca de Raúl del Pozo—.
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Autor: Emilio Lara. Título: Centinela de los sueños. Editorial: Edhasa. Venta: Todostuslibros y Amazon
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