La voz del poeta se reconoce no solo en Lance, obra que nos ofrece la cuidada edición de Ya lo dijo Casimiro Parker y que disfrutamos hoy de su lectura, sino que es suma y continuidad de varias poéticas que subyacen en la materia intangible de la que forma parte este texto, largo, difícil, exigente y complejo, como agradecemos que suceda cada vez que un poemario de este autor llega a la imprenta.
La primera, compuesta por los tres primeros libros de Pérez Zúñiga: El vigilante (1991, Granada, El reloj y el viento), Los cuartos menguantes (Ayuntamiento de Granada, Granada, 1997) y Ella cena de día (Dauro, Granada, 2000). La segunda, la que comprende los volúmenes Calles para un pez luna (Visor, Madrid, 2002), Cuadernos del hábito oscuro (Candaya, Barcelona, 2007) y Siete caminos para Beatriz (Fundación José Manuel Lara, Colección Vandalia, Sevilla, 2014). La tercera es un nuevo periodo que se abre con el título que sirve de principio a este texto, Lance (Ya lo dijo Casimiro Parker. Madrid. 2021).
En esta clasificación puramente metodológica, advertimos en los primeros tres libros de esta primera fase el desarrollo, de forma práctica, por un lado, de las obsesiones que palpitan en toda la obra del autor y por otro, los estudios formales de construcción de un poema, empleo del ritmo, conocimiento del metro y desarrollo formal de tropos, imágenes y símbolos en estos textos; cómo la voz del autor se va conformando hasta alcanzar una primera madurez poética, no exenta de quiebros y requiebros formales, pero siempre exigente y cuidada.
Entre esos poemas iniciales resuenan, agigantados por el paso de los años, los adolescentes versos de “La montaña está quebrada / yo también me extingo”, escritos cuando nuestro autor no alcanzaba la mayoría de edad y de los que apenas queda huella impresa.
Es en Calles para un pez luna (Visor, Madrid, 1992) donde se puede apreciar que el aprendizaje estético y conceptual de sus primeras obras alcanza una perfección que anticipa al poeta que hoy nos brinda Lance. No hay que olvidar, sin embargo, que cada uno de los textos que vemos impresos de Ernesto Pérez Zuñiga tienen una ligazón real con la vida de la que brotan: los textos son el resultado de ese ejercicio de fijar los yoes que somos en el tiempo, mutables, frágiles, cambiantes, contradictorios incluso, y que, a su vez, estos textos son el fruto de una reflexión, no en el sentido estricto del término, pues en el caso de su poesía están más cercanos a la destilación de un humor, a la captación de un estado o a la reverberación de una luz. “Escribes sobre lo que te ha ido preocupando, percibiendo o interesando durante mucho tiempo”[1], señala el autor en un diálogo conducido por Caridad Plaza.
La soledad del pez luna, su inconformismo, su capacidad de diferenciarse y ser reconocido por un lenguaje al límite en un libro denso y revelador dejó paso a otro ejercicio de altura, en el que se confirmaba lo que se nos había anticipado con Calles para un pez luna: estábamos leyendo a un autor que establecía una diferencia clara entre la poesía hecha para permanecer y la que está destinada al olvido. Cuadernos de hábito oscuro (Candaya, Barcelona, 2007) mostraba que el destello alcanzado con su obra anterior se transformaba en luz.
Estos dos títulos corren en paralelo a la madurez alcanzada en su obra novelística, y quizás no es casualidad, pues el propio autor reconoce que, en su primera poesía, la que alcanza sus primeros libros publicados y algunos poemas sueltos en diferentes publicaciones de finales de los años 80 y principios de los 90 del pasado siglo, tenía algo de construcción intelectual:
“La emoción se hacía palabras, de una manera estética, por supuesto, pero bastaba con ese formato. Pero estaba de alguna manera pervertido por la necesidad de la literatura y eso hacía que forzara la escritura de los poemas. Me salían bien, pero muy literarios y, por tanto, falsos y, por tanto, muertos… Y cuando empecé a escribir narrativa y a volcar esos mundos, también comencé a escribir poesía que era sólo poesía.”
Una construcción intelectual que encontraba en la razón de la poesía, en el juego, en el deseo de elaborar textos que fijaran la intensidad de un momento, una percepción de la realidad, un estado de ánimo.
En aquel venero inicial residía una suerte de abundancia declarativa enlazada con el Vicente Huidobro de Altazor y el Apollinaire de Caligramas, veta surrealista que pervive hoy en Lance y que el prologuista de Cuadernos del hábito oscuro, el profesor Andrés Soria Olmedo entrevió relacionada, quizás por la proximidad geográfica y la querencia con el Lorca de Poeta en New York, sin advertir que la huella de Alberti en Sobre los ángeles o Cal y canto fluía en constante devenir en los ecos de la voz propia de Ernesto Pérez Zúñiga y que pervive, a veces claramente expuesta, en Lance.
Hay que indicar que nuestro autor conoce en profundidad a Rafael Alberti y le ha dedicado alguna monografía crítica. De estos textos exegéticos, merece especial atención el relacionado con el poema titulado “Telegrama”, en el que vincula la cualidad profética que Rubén Darío asocia al poeta con la visionaria anticipación del ataque a las torres gemelas entreverado en el texto de Alberti. Sin embargo, esta conexión con el surrealismo está siempre presente en su poesía, pues si en Calles para un pez luna la impronta de Larrea se percibe latente, en el conjunto de su producción se percibe el afán funambulista de caminar por el acero que deslinda el sueño de la vigilia, dejando abiertas las puertas del inconsciente a la lógica que construye el poema.
En Cuadernos del hábito oscuro, la concepción estructural del poemario se alza sobre tres partes y emplea como nexo ese cuaderno que sirve como vehículo articulador Calles para un pez luna y que es vínculo con la realidad material de la escritura.
“Una corriente se lleva el lento círculo de cartas y va trayendo las hojas sueltas de un cuaderno, cuyas tapas de cuero han sido colonizadas por las algas. Se balancean, hundidas, en el piso del camarote. Y, en el papel flotante, se van destintando los recuerdos apuntados.”[2]
En la primera parte, “Hojas del libro de los monstruos”, se revisitan los tópicos del malditismo literario, eso sí, traídos hasta nuestro tiempo. Poemas como “Malos tratos”, con versos actuales y duros:
He libertado un monstruo hacia mi
amada
hambriento y listo y ciego entre el
gentío
Cuando acabe con ella volveré a
encadenarme
No es no es mi libertad mezquina.
En estos versos la ambigüedad del yo lírico se confunde, en una suerte de nuevo Dr. Jekill y Mr. Hyde, en el monstruo que habita en el hombre que porta la voz del poeta. “Inseguridad ciudadana”, “Canción del pegamento”, “Materialismo”, así como el conjunto de poemas que introducen una serie que se vertebran en descarnados descensos a los conflictos humanos resueltos mediante la violencia.
Adicionalmente, como un subtema capaz de dar cohesión de manera independiente a esta primera parte del libro y que durante varios años barajó el autor como título de este poemario, Hojas del hombre bonsái, aparece y se desarrolla este concepto. El hombre bonsái: ese ser contemporáneo que se poda a sí mismo limitándose en los diferentes aspectos éticos y morales que constituyen su esencia. Quizás en el conjunto de esta primera parte asoma cierta influencia de Fonollosa, a la hora de trazar una suerte de mapa de la degradación humana y que el genio de Juan Luis Panero sintetizó magistralmente en el poema “El hombre invisible”.
La segunda, “Hojas del libro encontrado en el bosque”, siguen con este acendrado paseo por la condición humana. El poeta es ahora portador de la visión del ornitólogo, así cada uno de los poemas corresponde a una de las múltiples facetas que se hallan en nuestra naturaleza. Son de destacar algunos textos que permanecen frescos en el recuerdo como “El bonsái rebelde” o el magistral poema “Bécquer se aparece y vuelve a preguntar”.
La tercera parte de este poemario responde al título “Hojas del libro de la casa vacía” y cierra una suerte de trilogía interior en el que conviven las tensiones externas de la sociedad, la presión de las turbulencias geopolíticas en el corazón de las ciudades y el intimismo de la casa vacía, a la que se enfrenta el escritor y que encuentra su trasunto en la realidad en la casa que fue habitada por sus seres queridos y que tras su muerte queda sin nadie. Ese diálogo entre lo que ha sido, lo que somos o en realidad podemos ser y la vigilia que descubre el poderoso resplandor del otro mundo, aquel que nos queda vedado por nuestra condición viviente y que somos capaces de esperar pacientemente pues sabemos de su irremediable llegada, cristalizan en un conjunto de poemas que nuestro tropocentrismo occidental cree universales.
Siete caminos para Beatriz, editado en 2014 por la Fundación José Manuel Lara, es el último eslabón de este ciclo poético que abarca dos décadas entre idas y venidas, elaboraciones de poemas, percepciones poéticas, investigación y experiencia vital. Entre medias, han mudado las personas a las que van dedicados los poemarios. La soledad del pez luna ha visitado los cuadernos del hábito oscuro. En Siete caminos para Beatriz la querencia del amor, omnipresente en este título, se abre paso en una doble convivencia con el canon heredado y tomado como modelo para construir y deconstruir el sentimiento amoroso y, por otro lado, con la asunción de una realidad exterior que se abre paso con la violencia que golpea y sorprende al yo lírico en medio de la exploración del deseo de amor y su destilación.
El poeta, siguiendo el modelo de la Divina comedia de Dante, construye en torno al personaje de Beatriz un viaje iniciático en cinco estaciones o partes, donde se ponen de manifiesto de nuevo, como rasgo de autoría, las referencias culteranas en un texto en el que se opone la complejidad semántica a versos de construcción aparentemente sencillas.
Si en la primera parte del poemario, siete cantos como siete pecados capitales[3] sirven para introducir al poeta y a su cicerone (esta vez Beatriz sustituye a Virgilio) por el infierno que vislumbra nuestro poeta, y que debe mucho a W. Blake y a la poesía surrealista en el modo de acometer el empeño de construir cada uno de estos siete primeros cantos y que nos muestra a su vez que es la ciudad, cabeza del diablo, donde se produce este descenso a los infiernos que transforman al sujeto lírico que es raíz del poemario:
Contra la noche me hallé dando
la espalda
al ángel que descansa en el interior de los timbres
a la lentitud de las sábanas
a la transformación de las esponjas
y necesité abandonar mi herencia
vagar por la cabeza del Diablo entre
desiertas torres de marfil[4]
Para los que piensen que las referencias culturales, literarias y vitales mutan en la obra poética de Ernesto Pérez Zuñiga, encontramos de nuevo las alusiones a La isla del tesoro, y a cuyos personajes están cargados de valores simbólicos en las lecturas y uso que realiza en este texto, y que también fueron empleadas como cemento literario en El vigilante y Calles para un pez luna. Aquí la aparición del “viejo Pew”, ese pirata ciego que encarna a Tiresias y que mediante la “marca negra” señalaba el destino de los bucaneros retirados nos revela que el mundo de los mitos y el de la tradición literaria se entrelaza con el mundo simbólico del escritor, sustituyendo unos actores por otros, empleando el fondo oscuro y desazonador de los relatos cortos de Murakami para conectar con los paralelos reflejos del universo de Pérez Zúñiga que, como un agujero negro, es capaz de absorber la materia cultural que le circunda y evanescer en un nuevo mundo literario donde ese acervo cultural propio encuentra orden y equilibrio.
Así, la segunda parte del poemario, titulada “La isla de los muertos”, funciona como una narración en verso, donde cada poema forma parte de un relato en el que acompañamos al protagonista de esta historia. Aquí tienen cabida reproducciones de partituras e inscripciones lapidarias, el descenso a un infierno donde se dan cita y tienen cabida llamadas a Verlaine, guiños a la concubina del viejo mandarín que olía a naranjas, la Roma de ayer en el mundo de hoy, y los vigilantes del infierno, la asombrosa laguna Estigia y el vaciado de la memoria tras acercarse a sus aguas, Caronte iluminado y el estupor de los resucitados, como aquel Lázaro que nos describe José Asunción Silva, el abismado lirismo de poemas como “Escucha a un superhéroe, que silba la canción de su infancia”:
El niño caminaba por la acequia
pisando y esquivando las ortigas,
y mordía las moras de las zarzas.Yo miraba mis pies caminar por el
borde,
segundos que resbalan.
Yo venía del horno de mi padre
atajando hacia casa.Venía con el pan caliente,
caliente todavía
mientras sonara el agua.Aquel era el milagro,
no el ciego vuelo
en la ciudad amenazada.
Es “Parque de atracciones”, tercera sección del libro, una suerte de nuevo infierno en el viaje del que todos formamos parte. Infierno o purgatorio, nacidos ambos de la ausencia de la amada, ese sujeto de deseo que toma el nombre de Beatriz, ideal de mujer en torno al que se construye un nuevo dolce stil nuovo, en este caso, el absoluto de un nuevo amor. El yo lírico se traslada a Tokio y con este movimiento se sacude el tablero de las referencias. Seguimos sumidos en Dante, pero ahora no es Virgilio, ni son Homero ni Cancerbero los que se asoman en los diferentes cantos del poemario.
Los referentes geográficos y literarios pasan del Arno o del Averno al Monte Fuji, a las ensoñaciones de los viejos visitantes de La casa de bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, las mismas ensoñaciones que nos vinculan con el mundo mágico y desprovisto de toda lógica de Murakami (López Jiménez, José María, 2021). Ahora volamos en un viaje de idea y vuelta, un viaje dentro del viaje que perfila y señala el final del poemario, que se desencadena, de forma casi precipitada en las dos últimas partes: “Campo de noche”, “Campo de los días” y “Paraíso”. Con tres composiciones cada una de ellas, en la penúltima parte del libro predomina la visión profética, el sueño, la iluminación y el verso desestructurado y libre. Ejemplos que podemos ver en fragmentos de “Campo de noche”, “Campo de batalla “o “Campo de los días”, respectivamente:
En la piedra
En la hierba
En los ojos del zorro
Docto caparazón de la tortuga y madrigueras de
dragón
Perseguidos refugios de los lobos
Voy conjurando viejos poderes muy dormidos
una noche sin ti.Sabrás que regresaron
los ángeles con nuevas cicatrices.
Son diminutas llamas,
las heridas de lava con tu nombre.Yo nadé en los remansos de aquel río,
muy cerca de los nidos de tritones
avanzando hacia ella
avanzando hacia ella
que me aguarda en la turba, tiene selva por ojos,
brazos, cuerpo de ramas.
Así nos deslizamos finalmente hasta “Paraíso». Nuevamente, al igual que en el apartado anterior, nos encontramos con una breve estructura trimembre en el que el poeta se impone a la voz poética y nos recuerda el ejercicio de su magisterio: dos sonetos y una décima nos retrotraen al universo formal de Ella cena de día.
Son poemas donde el equilibrio de la cercanía y la próxima celebración del amor encienden el corazón y lo refrenan, aunque no desde el punto de vista garcilasiano, sino desde la perspectiva casi herreriana en la concepción del verso, no alejado, sobre todo en el primero de estos tres poemas finales, “El umbral”, de la “farragosa ampulosidad del verso barroco”, eso sí, limado de toda torsión conceptual.
Pese a toda la panoplia lírica descrita brevemente en la trayectoria poética de Ernesto Pérez Zúñiga, es en Lance donde la poesía del autor alcanza un nuevo estatus, una nueva forma de residir en su lírica. El verso sigue siendo trabajado hasta la extenuación y bajo su aparente desorden, como en la anarquía formal de los poemas, se entrevé el ejercicio del arquitecto que busca deformar la línea recta para crear un nuevo estilo bajo una materialidad distinta.
Pero antes de descender al nivel en el que aplicamos la lupa o el microscopio, alcemos la mirada sobre el conjunto. Lance es un libro que no engaña a nadie, bebe de la mística, cita en su principio uno de los tres poemas a lo divino de San Juan de la Cruz, precisamente aquellos que son concebidos en la Granada que alumbró al Ernesto poeta, y es este Lance sabiamente ordenado en tres partes que, más allá del juego sinestésico que nombran cada una de las partes de este (“Lazo”, “Liza”, “Lanza”), sitúan de forma exacta los límites del poemario.
Los textos que conforman Lance nos hablan del Lance amoroso, del lazo que une las almas y que a la vez sirve como instrumento de caza, es “Liza”, porque es combate reglado y es “Lanza”, lanza de amor si se quiere, lo que traspasa a los amantes que forman parte de este moderno diálogo donde la mística del encuentro amoroso supera la lírica cancioneril, las fábulas mistificadoras del yo poético y hace verdad el discurso, con su estructura estudiada, el artificio que alumbra este poemario.
Cada uno de los textos que conforman este primer fragmento, “Lazo”, están condicionado por el primero de los poemas que componen el libro. Desprovistos de un título que los identifique y que marque, en cierto sentido, su significado, “El amor es un dibujo de Escher” nos sitúa en la perspectiva en la que autor quiere que nos enfrentemos a su lectura. En un mirador complejo, lleno de referencias que nos sitúan en la ilusión, el engaño, la magia y el trampantojo.
Es ese juego el que nos lleva a la segunda de las coordenadas que van a servir para encuadrar este primer apartado de Lance: el concepto de la cinta de Moebius, pues así es el amor, finito e infinito simultáneamente, casi en la misma línea que Musashi Miyamoto nos enseña que el “arriba el abajo”. En este primer poema también se nos traslada al espacio sobre el que tendremos que ir contemplando el desarrollo de este lazo que se va cerrando sobre nosotros:
Todo al mismo destiempo
Tú en la otra tierra y en mí
Yo en la casa llena de ti
Es la experiencia de la plenitud del amor la que recorre esta primera parte del libro, con el uso de recursos clásicos como la repetición que el autor explícitamente nos vincula con la experiencia de la meditación y el uso del mantra, ahora, en el poema, como ejercicio ofrecido al lector para adentrarse en esta experiencia compartida. Así se repiten los versos clase “Se acaba de poner la oscuridad del mundo” para finalizar este poema con una afirmación absoluta “Toda la materia del mundo se ha concentrado en ti”.
Es el imaginario del poeta pleno de fuentes. En textos aparentemente sencillos como el que se inicia por el verso “Vuelas dentro de mí», las alusiones bíblicas a Sansón y a los Dioscuros nos transportan al territorio donde seres normales son poseídos por el espíritu divino, como el poeta, como la que ama. Que Castor y Pólux sean mencionados nos conecta con otro de los temas recurrentes en la obra de Pérez Zúñiga, el de los dobles, y nos desvela que esa dualidad es una en su modo de concebirla.
En Lazo confluyen por otra parte multitud de construcciones antitéticas, en ocasiones deslindadas de su referente tradicional que, sin embargo, se vuelven código y símbolo de un nuevo misticismo y que aportan esa frescura originaria en la querencia por las vanguardias y el postismo.
Sin embargo, no podemos olvidar la naturaleza del libro, su ligazón con la mística, no ya solo de carácter cristiano, sino ampliada a las que van más allá de los espacios medos y que en sus vetas orientalistas nos ofrece ejemplos donde el grafo y el símbolo se unen en su despliegue, mostrándonos otra de las características del poemario. El uso de la disposición tipográfica del poema, cómo alcanza sentido y se incardina como un elemento semántico más en la lectura de este. Así al ejemplo anterior, en el que se nos muestra gráficamente la caída de una pluma por medio de la disposición versal,
como si una pluma
pudiese
seguir
cayendo
dentro
del agua
Y el leitmotiv bajo el que se concibe esta primera parte del poemario, sigue desgranándose, recordándonos que bajo este axioma es bajo el que se construye Lance: “El amor es una cinta de Moebius”.
Dentro de ese mundo episódico que es el trasfondo referencial del poeta se suceden, a ráfagas ciertas, las referencias a la alquimia, a Alicia en el País de las Maravillas, a Borges, pero con esa asimilación profunda del que no necesita manifestar el origen y que sólo el lector avezado percibe sin sentir por ello un obstáculo para disfrutar de la verdadera grandeza de la poesía de nuestro autor.
En “Lazo”, además, se produce un deslizamiento del pensamiento racional que hace de la aspiración física de Descartes, la consumación del fuego del amor, un nuevo axioma: “ardo, luego existo”.
Así se da paso a Lanza, donde el tono, la extensión de los poemas, el sentido de la escritura deja paso a la condición del hombre moderno. Se atisba la misma resistencia estructural del hombre frente al sistema que ya encontramos en Cuadernos del hábito oscuro.
El primer texto de “Lanza”, desde sus primeros versos, nos sitúa frente al escenario individual de la muerte y nuestra relación con ella. Esa relación que se ve mediatizada por el día a día del hombre frente a su mundo cotidiano, en el que el simbolismo de la harina sirve para uniformar a la humanidad bajo el umbral de la rutina y nuestra condición de esclavos.
abundan quienes desconocen que son sus propias
manos las que
reciben algo a cambio de aceptar el sonido de las
esposas al cerrarse
Y es que así suenan las ciudades, ese inmenso sonido de los grilletes resuena cada día a cada instante en nuestra condición no solo de esclavos, sino también, de presos. Y es que, como nos enseña Byung Chul Han[5]:
“El poder tiene formas muy diferentes de manifestación. La más indirecta e inmediata se exterioriza en la negación de la libertad.”
En los siguientes textos de Lanza, alternan poemas donde se vislumbra la huella de Rubén Darío y el lenguaje traído desde el surrealismo, lo que provoca que el poeta sea capaz de escribir versos como “espero la tarea del escriba que reúne las tramas dispersas del espacio”, haciéndonos conscientes de que la nómina que estableció Larrea en su ensayo Poetas, torres de Dios, sigue aumentando con autores como Pérez Zúñiga.
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[1] Diálogo de la lengua. Entrevista de Caridad Plaza a Ernesto Pérez Zúñiga y Juan Carlos Méndez Guédez en Quórum: revista de pensamiento iberoamericano, ISSN 1575-4227, Nº 18, 2007, págs. 89-101.
[2] Pérez Zúñiga, Ernesto. Calles para un pez luna. Madrid. Visor. 2020
[3] Santo, José Antonio. Siete caminos para Beatriz, Diario de Almería, 17 de mayo de 2015.
[4] Siete caminos para Beatriz, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2014.
[5] Han, Byung Chul. Psicopolítica. Herder editorial. 2014.
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Autor: Ernesto Pérez Zúñiga. Título: Lance. Editorial: Ya lo dijo Casimiro Parker. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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