Inicio > Actualidad > Entrevistas > Andrés Trapiello: «Escribir no es difícil, lo difícil es mirar»

Andrés Trapiello: «Escribir no es difícil, lo difícil es mirar»

Andrés Trapiello: «Escribir no es difícil, lo difícil es mirar»

Andrés Trapiello nos cita en la calle Conde de Xiquena de Madrid. Esa casa y esa calle son dos de los escenarios principales de los impresionantes 23 tomos (casi 12.000 páginas) de sus diarios que, bajo el título El Salón de pasos perdidos, vieron la luz hace casi tres décadas con un primer volumen, El gato encerrado, editado, tras varias negativas editoriales, por la bella Editorial Pre-Textos.

Para felicidad de los lectores que gustan de extraviar sus pasos en este mítico “salón” de Trapiello, las historias singulares de sus diarios siguen más vivas que nunca, como demuestra el recién estrenado volumen, Quasi una fantasia, que además trae ensartada una buena nueva, pues con él se inaugura Ediciones del Arrabal, recién fundada por el propio Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 67 años) junto a su esposa, Miriam Moreno (ensayista) y sus hijos, Rafael (ingeniero y fotógrafo) y Guillermo (arquitecto y diseñador).

Nos cuenta el autor/editor en esta entrevista, cuya autoría podría firmar él, muchas cosas: el consuelo de un confinamiento pautado por Beethoven, la mirada de sus maestros, la oportunidad familiar, el amor artesanal por los libros, la ficción como elemento de la realidad y la realidad como mecanismo de la imaginación de los escritores de arrabal, ese lugar fronterizo que da nombre a su flamante editorial y donde a veces los aristócratas de la intemperie se cruzan y se reconocen, aunque sea en el espacio irreal de una fotografía.

Parece como si el autor, en vez de responder a mis preguntas, se hubiese sentado a estrenar uno de sus míticos cuadernos anotando, al ritmo de sensaciones y hechos, las respuestas a cada una de las cuestiones planteadas con la elegancia y el humor reflexivo que caracterizan los textos de sus diarios.

El Salón de los Pasos Perdidos para los sevillanos es algo muy familiar (o era, desde luego lo es para mí), pues es la estancia que separa la zona pública de la privada en los Reales Alcázares. ¿Viene de ahí ese nombre singular de sus diarios?

"Los libros del Salón de pasos perdidos son también un lugar de paso que tratan de conducirnos a otros lugares"

—Es así: un lugar de paso. Entre el exterior y la intimidad. Existía en las casas buenas y palacios. Los libros de El Salón de pasos perdidos son también un lugar de paso que tratan de conducirnos a otros lugares con la esperanza, a veces solo un espejismo, de encontrar algo en ellos. A ese espejismo, a esa esperanza, lo llamamos novela, que es la realidad dotada de sentido. Y a ese algo lo llamamos vida. Por eso son libros en los que está todo un poco mezclado, como la vida, pero también muy corregido, como la novela.

—Esta idea de publicación de sus diarios surge en 1987 y, tras varios rechazos, sale a la luz gracias a la editorial Pre-Textos, con la que ha publicado durante casi treinta años. ¿Cómo ha sido el punto final de esa relación tan larga y prolija?

—Yo quería escribir una novela. Pero no sabía cómo. Empecé por lo básico: las novelas tratan de vidas, yo tengo una vida, ergo… Y así entré en la novela, por la puerta falsa. El gato encerrado, el primer tomo del SPP, lo envié a cinco editores. Algunos incluyeron en sus cartas de rechazo unos consejos ridículos, es verdad. Pero a estas alturas todo eso es anecdótico, creo. Además, sin saberlo, me ayudaron a cultivar todo lo que les desagradaba de mí, y en ese sentido sólo puedo estarles agradecido. Se lo pasé a Manuel Borrás, el editor de Pre-Textos, ya entonces muy amigo. Le dije: «Se lo he enviado a otros cinco antes que a ti porque es un libro que no se va a vender, y no me gustaría hacerte perder dinero». Lo leyó esa noche y a la mañana siguiente me dijo «adelante». Treinta y un años, veintidós volúmenes y miles de páginas, sí. Durante estos años los hemos hecho viables los dos, Pre-Textos y yo. Yo con mis otros trabajos y los lectores comprándolos a los editores. Pero para hacer sostenible el proyecto (cinco o seis meses de trabajo exclusivo al año), debe serlo también económicamente. Y esas cuentas no salen con el funcionamiento editorial español de distribuidores / librerías, adecuadísimo para las grandes tiradas y best sellers, pero no para las ediciones pequeñas, escasamente rentables. Por eso hemos tenido que recurrir a las ventas online, apoyadas por las ventas en librerías. Y la relación con los pretextos no solo es igual de buena que el primer día, sino que han estado a nuestro lado en todo momento. Forman parte de nuestra vida y de nuestra familia, y eso no lo van a cambiar los libros. Manolo Borrás me ha contado que al parecer había gentes a las que les hacía mucha ilusión nuestra ruptura. Vaya, siento haberles dado ese pequeño disgusto.

—¿Qué le hace, en un momento tan crítico, decidirse a crear una editorial? Y no es la primera vez: es usted, para fortuna de todos lectores, un editor reincidente.

"No tengo vocación de editor de libros, que es alguien que además está obligado a defenderlos, circularlos y venderlos"

—Lo dicho, y también otra cosa: me gusta el lado artesanal de los libros: idearlos, cuidar su tipografía, elegir papeles, tratar de que los libros sean singulares en verdad, como si fueran criaturas vivas, cada una diferente. Esta es mi cuarta editorial. Me cuesta menos hacerlos que escribirlos, pero no tengo vocación de editor, que es alguien que además está obligado a defenderlos, circularlos y venderlos. Esta última parte en Ediciones del Arrabal la han asumido Miriam y mi hijo Rafael, que es de quien fue la idea de juntarnos para editar los libros de la familia, este mío ahora y dentro de unos meses uno suyo de fotos, con Jonás Bel, y espero que no tardando mucho el de Miriam sobre los propios diarios y su protagonismo en ellos.

—¿Han alimentado estos diarios algunas de sus novelas?

—Nunca. Van por caminos diferentes. Ni siquiera al revés, muy raramente hablo en los libros del Salón de mis otros trabajos, de mis novelas, de mis poemas o ensayos. Ni siquiera se dice en ellos cuáles se han publicado o no cada año. Y cuando se hace es para tratar asuntos tangenciales a ellos, pero interesantes a mi juicio desde el punto de vista humano, no literario. Porque, aunque esos diarios los escribe un escritor, no son libros de escritor. Estos los he encontrado casi siempre un rollo. El escritor que se mira en un espejo y hace propaganda de su mercancía no me ha interesado lo más mínimo nunca. Y nada hay para mí más mortificante que verme hacer el «grotesco papelón del literato», que decía Ferroso, como a veces tiene uno que hacer.

—¿Puede caber la ficción en un diario? ¿Dónde se “falsea” más, en un diario que busca la veracidad, o en una novela, que se construye fabricando dicha veracidad?

"La ficción no es un falseamiento de la realidad, sino una realidad autónoma"

—Hay que ponerse de acuerdo antes en esa palabra, diario, que puede querer decir muchas cosas contradictorias. La ficción no tiene cabida en una notaría, desde luego. La notaría es la catedral de los hechos. Y hay diarios que pretenden ser una notaría (no sé cómo, porque la elección de los temas que se tratan en ellos es ya de por sí una manipulación de la realidad). Y si es así, harían mal mintiendo. Pero la ficción no es un falseamiento de la realidad, sino una realidad autónoma. Fortunata no es un falseamiento de todas las fortunatas reales. Mis libros los escribo como diarios, sin duda, ateniéndome a los hechos, nombres reales, circunstancias, sinceridad de opiniones. Cinco o diez años después, todo eso se transforma, como cualquier novela. Quito, pongo, los personajes aparecen como X, añado episodios enteramente ficticios, finjo, atribuyo a uno lo que era de otro, hago de diez personas reales una sola X, y a veces diez X se refieren a una sola persona con diferentes ropajes… El problema es inverso al que se produce con algunos diaristas-notarios, cuyos hechos no son creíbles o son puestos en duda por los lectores; a mí me pasa lo contrario, los lectores los creen no solo verdaderos sino reales, históricos, a pesar de mi advertencia de que todos ellos están bajo la jurisdicción de la ficción.

—Después de más de treinta años siendo cronista de su propia vida, ¿ha desarrollado un “estilo”, una “técnica” de sutura de la realidad, en sus diarios?

—No hay técnica, no hay estilo. Esa es toda la técnica, todo el estilo. Un día le preguntaron a Schwitters, el artista dadá famoso por sus collages de papelitos, cómo los hacía. Les dijo: cojo muchos papeles y empiezo a cortarlos para hacer un schwitters, y cuando he terminado tiro esos papeles y con los que han sobrado hago mi collage. Yo no sé cómo miro y por qué a ese lado de la realidad y no a otro. Bueno, sí, pero sería largo de contar. Más que a escribir tenemos que aprender a mirar. A mí me han enseñado, o yo he tratado de aprender, en Cervantes, en Galdós, en Baroja, en Azorín, en Solana, en Juan Ramón, en Gaya… Lo demás sale solo. Y cada uno con su estilo y técnica propios, porque no hay dos sentimientos iguales. Lo decía Cervantes: lo que se sabe sentir se sabe decir. Escribir no es difícil, lo difícil es mirar. Por eso hay tantos, en política o en literatura, que se pasan la vida mirando para otra parte; en política para no ver lo que es incómodo, y en arte para no salirse de la moda.

—¿Sigue escribiendo a mano los diarios? ¿Cree que cambiaría algo si comenzara a escribirlos a ordenador? ¿Se auto-reescribe cuando pasa a ordenador los textos manuscritos?

"Leídos pasado el tiempo son un ejercicio de humildad, porque a menudo te devuelven tu verdadera pequeñez en todo"

—Es lo más cómodo. Son libretas o libros. Los llevo conmigo por doquiera vaya, que diría don Benito. Acaban hechos unos zorros, sucios, mojados, con manchas de café de cantinas de estación. Algunos amigos me han regalado cuadernos encuadernados en piel, primorosos, con un papel que da pena manchar. Transcritos tal cual no tendrían el menor valor literario. Ni siquiera interés, excepto para mí. Son a menudo anotaciones urgentes, desahogos, jeremiadas, observaciones iracundas, bastante insignificantes y cómicas leídas después. Leídos pasado el tiempo son un ejercicio de humildad, porque a menudo te devuelven tu verdadera pequeñez en todo. Por eso trata uno de mejorarse algo corrigiéndosela. Si es legítimo mejorar la realidad reescribiéndola, cómo no va a serlo mejorarnos a nosotros mismos. Y ahí es donde entra en escena el ordenador. Qué habría sido de mí sin él. Si hubiera tenido que escribirlos con mi vieja Olivetti me habría vuelto loco. Porque esto es lo que hago: en la primera transcripción de las doscientas o trescientas páginas manuscritas me sirven unas cincuenta que, en un plazo muy corto de tiempo, cinco o seis meses, crecen hasta las seiscientas. Quasi una fantasia fueron ochocientas, que luego dejé en quinientas. Eso en sucesivos y vertiginosos trasiegos y correcciones. Entre seis y ocho veces, además de las dos últimas correcciones de pruebas, cuando aprovecho todavía para corregir y quitar y poner. Un poco locura sí son, la verdad. Y todo para que los lectores te digan luego: «Cómo se nota que no te cuesta nada escribir, que está todo hecho del tirón, que tienes dominado el estilo, la técnica».

—Al leer o pensar hacia atrás sus diarios, ¿qué parte cree que tiene más pervivencia, la parte de crónica o la parte de ficción?

—No sabría decir. Porque muchas de las páginas que la gente cree crónica veraz (cierta aventura con una muchacha que se probaba unos zapatos en la calle Augusto Figueroa) es una pura invención; sin ir más lejos Arcadi Espada y mi propia mujer; en cambio otras, exactísimas (en Quasi una fantasia las páginas dedicadas a la recepción de un amigo en la Academia de Farmacia), les parecen una invención mía.

—El título, Quasi una fantasia, hace alusión a la famosa Sonata para piano n.º 14 de Beethoven, más conocida como “Claro de luna” y, además, su libro y la nueva editorial (Ediciones del Arrabal) se forjan en torno al 2020, año del 250º aniversario del compositor. ¿Casualidad u homenaje?

—Sí. Durante los meses duros de la pandemia Mozart y Beethoven fueron de un gran consuelo y nos hicieron mucha compañía. Oí mucho su música, leí las biografías recientes de cada uno y releí sus epistolarios. Y de ahí surgió. La fantasia era una forma musical del XVIII muy corriente, para significar «improvisación». A Beethoven algunos críticos, siempre los críticos, le acusaban de ser demasiado ligero en sus sonatas. Así que en ese quasi hay una ironía muy bonita dirigida a ellos. Un «vale, de acuerdo, tengo una gran facilidad componiendo; pero no os equivoquéis, aquí hay más trabajo de lo que vosotros podréis nunca ver». Me pareció bonito, muy delicado por parte del músico. Lo más chistoso de todo es que Beethoven acabó del «Claro de luna», que él nunca llamó así, hasta el copete, y cogiéndole mucha manía. Su primer movimiento me parece sublime, un milagro.

—No hay editor (ni lector avezado) que no guste de los detalles estéticos de un libro. El diseño de Quasi una fantasia recuerda mucho a su bella editorial Trieste, fundada por su amigo Valentín Zapatero, una editorial a la que muchos debemos horas de asombro y felicidad, y que hoy rastreamos en pos de alguna edición que se pueda recuperar en librerías de viejo e internet. ¿Es buscada esa similitud, o casual?

"Los libros son como las personas, nos vestimos para cada ocasión: no es lo mismo vestirse para una boda que para salir de marcha o ir al campo. Así con los libros"

—Tipográficamente Quasi una fantasia se parece más, creo, a las colecciones de Pre-Textos que hicimos Alfonso Meléndez y yo. Pero al final cada libro es suma de todo lo que has hecho. Y sí, ha ido uno aprendiendo a lo largo de los años, en La Ventura, en Trieste, en La Veleta, con los pretextos… Tipográficamente los de Trieste tienen mucho encanto, pero en La Veleta igual los hay más personales. Además, no es lo mismo la edición de un libro de poesía, de trescientos ejemplares, que uno de prosa, que trata de venderse en muchas librerías. Los libros son como las personas, nos vestimos para cada ocasión: no es lo mismo vestirse para una boda que para salir de marcha o ir al campo. Así con los libros.

—Un crítico decía de Durrell (Lawrence) que nunca había podido distinguir entre personas reales e imaginarias en su obra. ¿Le pasa a usted, en ese filo singular de los diarios?

—Yo a eso no he llegado todavía. Se ve que he tenido mejor suerte que Durrell. Me admiran mucho esos escritores que hablando del personaje de su novela dicen: «Entonces se me rebeló y me dijo…». Distinto es el caso del Augusto Pérez, de Niebla. Eso son palabras mayores, no tiene que ver con la tontería literaria, sino con el hecho real de nosotros como sueño de un ser superior (Dios, el Autor por antonomasia). Los personajes de mis diarios dicen todos su verdad, sin necesidad de preguntarme a mí nada. En eso se parecen un poco a Stendhal, que decía aquello de que «cuando miento, me aburro». A mí me sucede un poco eso también

—Usted ha ayudado a la recuperación de la memoria y la obra de autores olvidados, como Jiménez Lozano, Clara Campoamor o Chaves Nogales. ¿Qué hay impregnado de ellos en las huellas de sus pasos perdidos?

"Son, como también Juan Ramón, «aristócratas de intemperie» frente a los que van calentitos en el rebaño"

—Su ejemplo y su mirada, tanto o más que su literatura. La valentía para mirar desprejuiciadamente donde nadie quería mirar, o aquello que todos querían quitarte de la vista, porque les dejaba en pésimo lugar. Su testimonio de la Guerra Civil ha sido crucial para traer de nuevo a la realidad todo cuando las dos Españas totalitarias quisieron escamotearnos durante cincuenta años. Cada una de ellas por razones diferentes. Porque cuando terminó la guerra fue el momento de la propaganda, y el de la propaganda es el emporio de la retórica, como decía Machado. Y la retórica es siempre el traje vistoso de la mentira. Todos esos escritores y otros (yo añadiría entre ellos a Gaya para el arte), cada uno en su tiempo, en su parcela, nos enseñan a mirar sin miedo y a vivir a la intemperie. Son, como también Juan Ramón, «aristócratas de intemperie» frente a los que van calentitos en el rebaño.

—Escribir durante casi 30 años un diario es una forma singular de sentir el tiempo y reflexionar sobre él. ¿Dónde diría que se encuadra esta ingente obra, en la línea temporal de Bergson o en la de Darwin?

—Ahí me ha pillado. No tengo la menor idea.

—“El arte me parece sencillo, lo que encuentro difícil es la vida”, decía L. Durrell. Después de construir la vida en El Salón de los pasos perdidos y hacer arte con todos esos diarios de vida, ¿qué opina usted?

—En eso estuvo a mi modo de ver más acertado con la cita anterior. Pero a medias. Porque la vida es difícil, pero la obligación de todos es hacerla fácil. Y no levantar de ella, escudados en su dificultad, un falso testimonio. Pocas vidas tan desdichadas como la de Cervantes, y ninguna literatura más luminosa y bienhumorada que la suya, con ese final del prólogo del Persiles. Las últimas palabras que escribió ese hombre fueron «adiós, donaires». Creo que, si podemos arrancar en el lector una sonrisa, por dentro o por fuera, con o sin lágrimas, podemos dar por bien empleada la vida.

4.7/5 (102 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios