El doctor Robert Pendleton —profesor de Biología de la Universidad de Utah— sostuvo en su momento que los noventa y un casos de cáncer diagnosticados entre las doscientas veinte personas que integraron el equipo de rodaje de El conquistador de Mongolia (Dick Powell, 1956) permitían hablar de una epidemia, ya que estaban muy por encima de ese veinte por ciento de la población caucásica estadounidense que, según la siempre dudosa elocuencia de las estadísticas, está condenada a padecer la enfermedad.
Ya estuviera dentro de la media habitual, ya fuera una epidemia, hay una explicación incontestable al triste dato: la filmación se localizó en el desierto de Utah, donde el año anterior se habían llevado a cabo un par de ensayos nucleares. Está claro que el equipo de filmación fue contaminado con polvo radioactivo en las trece semanas que permanecieron trabajando en las inmediaciones de los lugares elegidos para las pruebas.
Asimismo, extrapolando los datos al orden mítico, también puede concluirse que hay películas malditas. Y no son sólo aquellas cintas que retrasan los imponderables —El hombre que mató a don Quijote (Terry Gilliam, 2018)— o quedan sin finalizar por diversas cuestiones —¡Que viva México! (Sergei M. Eisenstein, 1932), Yo, Claudio (Josef von Sternberg,1937), Something’s Got to Give (George Cukor, 1962)—. El caso de Orson Welles es todo un ejemplo, pues cuenta con toda una filmografía de cintas inacabadas: It’s All True (1943), The Deep (1970), Don Quijote (Terminada por Jesús Franco en 1992).
Volviendo sobre esas producciones que con el correr del tiempo parecen haber obrado la fatalidad en sus protagonistas, seguro que significa algo que Vidas rebeldes (John Huston, 1961) fuese el último título de Clark Gable, Marilyn Monroe y James Barton. Cuesta trabajo incluir el Superman que Richard Donner estrenó en 1978, la cinta que inaugura el cine de superhéroes tal y como se entiende ahora, entre esa relación de filmes que estigmatizaron el destino de sus protagonistas, pero, a tenor de lo que les aguardaba a Christopher Reeve y a Margot Kidder puede decirse que la estrella de Superman también fue atroz. Viéndolos sobrevolar en su gentil abrazo por el cielo de Metrópolis, en aquellas secuencias que inauguraron una nueva era en los efectos especiales —en verdad logradas para la época, y uno de los primeros reclamos del filme—, nadie hubiera dicho que los dos infatigables redactores de The Daily Planet habrían de acabar confinados en el suelo.
El 28 de mayo de 1995, unos meses antes de que Margot fuese encontrada por la policía presa de un ataque de histeria en el paroxismo de su decadencia y su autodestrucción, Christopher Reeve se cayó de su montura en un concurso hípico, yéndose a fracturar dos vértebras del cuello. Tetrapléjico a consecuencia del accidente, el que merced a la magia del cine y del personaje por el que se le habría de recordar se había convertido en la imagen prístina del Hércules contemporáneo, quedó postrado hasta el final de sus días en una silla de ruedas. No se resignó a la enfermedad y se convirtió en un ejemplo para todos aquellos que compartían su condición, como el Daily Planet lo fuera para Metrópolis en los años 30, cuando en la Gran Depresión —según se decía en la obertura de Superman— aquel rotativo fabuloso, por su sinceridad y transparencia en aquellos tiempos confusos y difíciles, se convirtió en un símbolo de esperanza para la mítica ciudad.
Hijo de una periodista y de un escritor, Reeve nació en Nueva York en 1952. Aún era un niño cuando sus padres se separaron y él se instaló junto a su madre en Princeton. Sus primeros contactos con la escena datan de cuando todavía era estudiante en la Universidad de Cornell. En sus aulas y en aquellos pequeños montajes de aficionados coincidió con otro futuro actor profesional, Robin Williams. Uno y otro fueron seleccionados para estudiar interpretación en la prestigiosa Juilliard School of Performing Arts (Nueva York). Los primeros papeles profesionales de Reeve tuvieron lugar en el Nacional Theatre de Londres y en la Comédie Française de París.
De regreso a Nueva York, trabajó en Broadway con Katherine Hepburn en A Matter of Gravity e intervino en una serie de televisión. Corría el año 1978 cuando debutó en la pantalla dando vida a un personaje episódico, el Phillips de Alerta roja: Neptuno hundido. Dirigido por David Greene, fue aquel filme uno de los últimos coletazos del que quizá sea el género menos apreciado por los cinéfilos, el de las catástrofes, que hizo furor en los años 70. En su argumento se nos contaba el rescate de un submarino nuclear. Aunque la intervención de Reeve en aquella película es mínima, fue bastante para que los productores —Ilya Salkind, Alexander Salkind y Pierre Spengler— vieran en aquel joven actor la representación ideal del superhéroe por excelencia del cómic estadounidense, Superman, a quien querían resucitar desde el gran éxito conseguido con su celebrada producción de Los tres mosqueteros (Richard Lester, 1973).
Creado por Jerry Siegel y Joey Shuster para el primer número de Action Comics (junio de 1936), lo que le faltaba al paladín de la viñeta estadounidense —el superhéroe por antonomasia— para triunfar en la gran pantalla era un actor capaz de incorporarlo con verosimilitud y convicción. Dejando a un lado las series de cortometrajes de animación, estrenadas casi desde el comienzo de sus tebeos, el personaje ya había sido encarnado por actores como George Reeves. Pero ninguno de sus intérpretes convenció. Y entonces llegó Christopher Reeve.
Richard Donner, en un alarde de talento quizás no debidamente apreciado, habida cuenta de la comercialidad del filme, renunció a esa lectura de alegato en favor de la justicia, al inevitable triunfo del bien sobre el mal —y todos esos discursos moralistas de sus predecesores en la adaptación de las hazañas del superhéroe— para apostar abiertamente por la propuesta original: la ciencia ficción.
Habiendo dado la talla ante actores como Marlon Brando, Gene Hackman, Glenn Ford y el resto de uno de esos repartos integrados únicamente por estrellas, Christopher Reeve se convirtió —además de en esa imagen prístina del Hércules contemporáneo— en una de las luminarias del Hollywood de los años 70 y 80. Actor de solidísima formación, seguir interpretando a Superman en las tres secuelas que conoció la serie no le impidió dar vida a personajes totalmente ajenos a las maravillas de la kryptonita.
Para sorpresa de cuantos le vieron surcar el cielo de Metrópolis en busca de Lex Luthor (Gene Hackman), En algún lugar del tiempo (Jeannot Szwarc, 1980) le descubrió como un sensible galán del drama romántico. Su interpretación de Richard Collier, su personaje en esta cinta —basada en un guión del gran Richard Matheson sobre un amor inmerso en un viaje en el tiempo— viene a anunciar la colaboración de Christopher Reeve con James Ivory. Ésta conocerá su primer título en Las bostonianas (1984). Basada en la novela homónima de Henry James, el actor da vida en su metraje a Basil Ransome, el protagonista. Su trabajo con Ivory impulsa una dimensión, nueva e insospechada, en la filmografía de Reeve: la de caballero del cine literario. Otro buen ejemplo de estos personajes es Lewis, de Lo que queda del día (1993), también de Ivory. En este nuevo prototipo, Reeve encajará mucho mejor que en las tramas de misterio, tal ha sido el caso de La trampa de la muerte (1981), un título de la década anterior de Sydney Lumet. Cumple igualmente dar noticia de otra interesante creación de Reeve, el Alan Chaffee de Estos son los condenados (John Carpenter, 1995), ese buen remake de El pueblo de los malditos, dirigido en 1960 por Wolf Rilla.
Y todo quedó en nada tras la caída. Francis Ford Coppola sostiene en el guion de Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) que Julio César tenía un esclavo con un único cometido: repetirle que toda gloria es efímera después de cada victoria. No sé si el vencedor de la Guerra de las Galias había dispuesto tan juicioso memorando. Pero me atreveré a jurar que todos los que vieron truncado su destino en la pantalla, comprobaron lo cierta que es siempre dicha fugacidad. En el caso de Reeve, más aún. De ser el primer actor que voló de un modo creíble en una pantalla, el Hércules contemporáneo, a la silla de ruedas. También dicen que cuanto más alta es la ascensión, más dura es la caída.
Tras su accidente, sólo consiguió recuperar la movilidad de algunos dedos de la mano izquierda. El actor precisó respiración asistida hasta el final de su vida. Solidario desde antes de su drama, a partir de él se dedicó a estos menesteres en exclusiva. Continuó trabajando hasta 1998, cuando protagonizó La ventana de enfrente, de Jeff Bleckner, un remake televisivo de La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954). Según afirmaba en su autobiografía, la caracterización de Superman se basó en el joven Cary Grant, a quien admiró profundamente.
En el tramo final, su organismo se fue deteriorando, los músculos del otrora Hércules contemporáneo, a falta de uso, se le atrofiaron. Su hora llegó en 2004. Dean Cain, Brandon Routh y Henry Cavill sólo son tres de los intérpretes que sucedieron a un Reeve cada vez más olvidado en la recreación del Hércules contemporáneo.
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