Si existe una escritura de la memoria, la de Alfons Cervera desde luego que lo es. Desde hace muchos libros, este escritor valenciano cuenta la historia de los sitios pequeños y de las pequeñas gentes que los habitaron. Este libro va de lo que leía un adolescente; de los libros que le prestaban porque en su casa no había, de los que fueron llenando su curiosidad lectora.
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Revoltijo de gluglús en Spoon River
¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta?, pregunta Walter Brennan en Tener y no tener, la película de Howard Hawks basada en una novela breve de Ernest Hemingway. Voy a hacer una película con uno de tus peores relatos, advirtió irónico el director al novelista. En el guión colaboró —igual que casi siempre: con desgana— William Faulkner. Hace tiempo, alguien me preguntaba en Valencia: ¿te ha picado alguna vez un escritor muerto? El motivo de esa curiosidad era que en la revista de literatura Quimera yo estaba publicando una serie de textos dedicados a escritores que habían muerto o estaban, ellos mismos o algunos de sus libros, demasiado olvidados. No recuerdo qué contesté, pero es cierto que muchas veces me picaron y me siguen picando escritores y libros que casi han desaparecido de nuestra memoria.
A bastantes de esos escritores y esos libros los leí a salto de mata, sin que nadie me dijera por qué había que leerlos o dejarlos de leer. Siempre dije que tuvieron suerte quienes dispusieron en sus casas de una extensa biblioteca y de quien les señalara el camino para transitar sabiamente por sus estanterías. En mi casa no había ni un sólo ejemplar que llevarme a las manos. Bueno, tres o cuatro de teatro (mi padre era actor y director del grupo artístico del pueblo) y, no sé por qué, unos poemas de García Lorca que él mismo (mi padre, no García Lorca) había reescrito con su torcida letra de hornero sin escuela. Digo esto sin ningún tipo de afectación victimista, faltaría más. Cada cual viene de donde viene y, en lo que a mí respecta, estén ustedes seguros de que jamás olvidaré cuáles son mis orígenes. Hasta leí en alguna ocasión que ese detalle se hace notar en mis novelas. Quien escribía eso lo hacía como un halago de clase, cosa que me llenó de un orgullo más grande que el que pudo sentir Marcel Proust cuando puso fin a los siete inacabables tomos del tiempo perdido. Aclaro lo de la ausencia de libros en mi casa y lo de que no tuve apenas guías de lectura porque leía sin orden ni concierto todo lo que caía en mis manos: desde una novelita del Oeste (lo que más) a una versión reducida de Los hermanos Karamazov o lo del arpa y las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer. Lo explico, más o menos, en alguno de los capítulos que siguen a estas líneas. Por eso bastantes de los libros que aparecen en estas páginas no fueron acogidos —y así siguen— en el exigente marco del canon literario, o como se llame eso de los cuarenta principales, pero en el pentagrama siempre torcido de la literatura.
Por otra parte, he de dejar clara otra condición de estos textos: nada que ver con lo académico. Sería eso un insultante atrevimiento del que yo mismo habría de salir con más vendajes que la momia de Boris Karloff. Sé lo que sé y sobre todo conozco a la perfección los territorios minados para mi conocimiento de las cosas. No es falsa modestia, es que sólo hay un dios en este mundo y se llama Lionel Andrés Messi Cuccittini (aunque ese insigne reconocimiento no debería llevar consigo el fraude a la hacienda pública). El motivo de que salgan aquí esos libros, y no otros, es muy simple, y decididamente casual: un día releía Ronda del Guinardó, la novela de Juan Marsé que me sigue trastornando después de tanto tiempo, y pensé que por qué no hacer lo mismo con otros libros y otros autores, y de paso por qué no ir anotando esa vuelta a mi pasado lector y también a un presente que, muchas veces, bebía en aquel pasado sin ningún pudor ni género de dudas.
A la memoria me vinieron inmediatamente más o menos quince de esos autores y sus libros. Al principio escribía textos breves, unos textos que conforme avanzaba en las relecturas y su escritura posterior se iban ensanchando casi sin darme cuenta. A aquellas primeras quince (el orden en que aparecen no tiene nada que ver con el que fueron escritas) fui añadiendo otras ocurrencias, hasta completar las cincuenta que vienen después de esta presentación. ¿Que por qué cincuenta? Pues igual de simple la respuesta: no lo sé, aunque a lo mejor tenga que ver, ese redondeo, con mi absoluta inutilidad para trajinar los decimales. Sí que sé, sin embargo, por qué elegí, para cerrar la lista, una especie de bonus track dedicado a recuperar la poesía de Bécquer: es el poeta que con más impunidad me robaron en la infancia. Hay también otro motivo —tal vez el más importan—- para justificar esta nómina llamémosla de favoritos: el tiempo en que los leí por primera vez. Cómo estaba yo entonces, qué pasaba (si es que pasaba algo) en mi vida cuando aquella lectura. Los más recientes no tienen tanto de circunstancia personal, aunque ya se sabe que siempre hay una circunstancia personal en todo lo que hacemos y también, cómo no, en lo que leemos y cuándo leemos eso que leemos. Por otra parte, la estructuración del texto en tres partes obedece igualmente a un criterio de lo más doméstico: me gusta dejar espacios en blanco para que la lectura respire, se esponje, como cuando vas por la autopista y sale un letrero en la pantalla del salpicadero que casi te ordena que te detengas a tomar un café porque ya llevas dos horas conduciendo. Pasemos a otro asunto.
Me considero un escritor de ficciones, o tal vez sería mejor decir —como hice en otras ocasiones— escritor de fricciones. Pegarte guantazos con lo que escribes, con lo que lees, con lo que vives. Y convertir esos guantazos de cada día en historias que tienen que ver contigo, aunque a ratos parezca que también con otra gente y con lo que te rodea. Por eso creo que los textos de este libro se pueden leer como si fueran de ficción. Al fin y al cabo, nadie manda en nuestras lecturas y tampoco nadie debería mandar en cómo llevamos a cabo esas lecturas. A mí, particularmente, me gusta más verlos como textos de ficción. Ustedes, si los leen, ya organizarán la manera más eficaz y complaciente de acercarse a ellos. He leído bastantes de los trabajos sobre autores importantes que han escrito algunos de mis colegas, unos excelentes trabajos donde hablan de la literatura que los marcó desde su edad más temprana. Pues qué bien saber que se cuajaron como escritores —desde bien jovencitos— leyendo a Faulkner, Stendhal, Flaubert, Woolf, Tolstoi, Dickens, Dostoievski y otros como ellos. Una vez escuchaba a un joven novelista argentino y me quedé de piedra cuando dijo que su destino como escritor estaba decidido desde que era un niño: cuando tenía nueve años, su mamá (él dijo mamita) lo llevaba de visita a casa de Borges. Claro, así cualquiera…
Mi caso es distinto. No digo que mejor ni peor. Distinto. Ya dije que leía sin filtros lo que me salía al paso. No importaba lo que fuera. Por eso muchos de los nombres que salen en este libro siguen ocupando un lugar fundamental en mi vida y en mis preferencias literarias. Me siguen estrujando el alma —o como se llame eso donde las tripas son un onomatopéyico revoltijo de gluglús— sus relatos, sus poemas, la vida que a lo mejor llevaron y que raras veces logró separarse de sus libros. También por eso, cuando me hicieron la pregunta que encabeza estas líneas, añadí: desde hace mucho sólo leo a los amigos, a quienes aún vivos me siguen enseñando con lo que escriben y a bastantes escritores excelentes que ya se fueron con su música a otra parte. Así que tenía razón mi interlocutor y las páginas que siguen son a ratos como un paseo por las callejuelas oscuras de Comala o entre las lápidas nada silenciosas de Spoon River.
Los estantes de las librerías están llenos de historias que salen de lo que pasó antes en algún sitio o en la imaginación de quien las escribió pensando que esas páginas sublimes iban a cambiar el mundo. Demasiadas pretensiones para cerrar el itinerario de un orgullo tan desmedido como inútil. Escribimos para gozar en solitario y pensando que a lo mejor hay algún loco, en alguna parte, que un buen día entra en una librería y se va con tu libro bajo el brazo. Hasta podemos pensar que una noche de galbana existencial el mismo loco se lanzará en picado sobre sus páginas en vez de enchufar la televisión para sumergirse, incansablemente y sin protección de ninguna clase, en esa indecencia cruel de los telediarios. Y en ese panorama de libros a destajo que puebla el incansable catálogo de novedades me quedo con lo que viene de lejos, con la escritura subrayada de antemano en otras ediciones porque la descubrí años atrás en medio del silencio o en algún extraño manual que reseñaba lo inaudito. A veces, también los amigos acercan lo que escriben y se cumple ahí el ritual de una lealtad que resulta complaciente. Siempre busco en sus textos alguna bondad que merezca aquella cercanía. Y he de decir que habitualmente la encuentro. Quizá porque uno, al cabo, es un sentimental y sabe que descubrir la amistad y protegerla es tan importante —al menos tanto— como cuidar a esos enemigos que —si tienen un buen nivel de competencia— alivian a ratos el aburrimiento.
Me gusta, pues, saber que por las calles de Comala viven los supervivientes de una época que nos llega a caballo de un burro castizo y anacrónico, poder desvelar en los libros que me gustan —sólo en ellos y los otros a mí qué— no las abrumadoras estrategias para cambiar el mundo sino ese misterio que es la fragilidad de la vida en la gran literatura. El misterio del tiempo que encierra el picotazo genial de las abejas muertas. Ese tiempo que es como un espejo con grandes arañazos y lo que se vierte en él es el silencio que encarna la sabiduría. No lo digo yo sino, con más razón que un santo, el epitafio de Ernest Hyde en el cementerio de Spoon River.
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Autor: Alfons Cervera. Título: Algo personal: ¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta? Editorial: Piel de zapa. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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