Las primeras horas de la madrugada del 6 de junio de 1944, París era una ciudad ocupada, un lugar del que se apoderó la vergüenza por rendirse y no plantar cara al invasor nazi, un espejismo de lo que fue. Aquel día el toque de queda seguía vigente, una experiencia que muchos hemos descubierto, y hasta a la que nos hemos acostumbrado estos días.
Aquellas dos almas eran Albert Camus y María Casares. Habían salido de una fiesta en Pillage, en la casa del director teatral Charles Dullin. Ellos, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir llevaban meses festejando y enlazando melopea tras melopea en la cara de sus invasores. Porque muchas veces no hay mejor forma de rebelarse contra el mundo que unas buenas copas y una carcajada bien alta.
La escena de Camus y Casares atravesando a toda pastilla la Place de la Concorde con una borrachera considerable, saltándose el toque de queda, ante la que sería la atónita mirada de los nazis, me parece la imagen revolucionaria más poderosa. Nos la regala Agnès Poirier en su reciente publicación La rive gauche, un fresco del París de 1940-1950, donde pasó de todo y donde se congregó un número inusitado de artistas y filósofos a los que miraba todo el mundo.
Eran los tiempos donde podías encontrarte a Sartre y Beauvoir en el Café de Flore, disertando sobre existencialismo, visitar a Picasso en su estudio o pedir cita a Juliette Gréco. También rondaba por allí un ingeniero, escritor, poeta, músico y padre a los 20 años, un tal Boris Vian, que enseñaba sus escritos a Beauvoir. Se trata, en definitiva, de una época donde se vivía con intensidad.
Me pregunto cuántas ocasiones tenemos para ser como Camus y Casares en nuestra pautada vida. Qué ha quedado de aquel romanticismo. Porque no, hacer botellón en la Puerta del Sol a las 12 de la noche no es comparable. ¿Dónde han quedado esas ansias de vivir? Aquellas que nos permiten ver la luz hasta rodeados de esvásticas (el vino ayuda).
De la misma forma que Camus y Casares, hay otros ejemplos en la historia, incluso más subversivos, en los que el hombre se negó a darse por vencido pese a las circunstancias. Es el caso, por ejemplo, que cuenta Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido. Según este psicólogo, que tuvo que vivir en primera persona los campos de concentración nazis, el humor no faltaba ni siquiera en tales circunstancias. Los reclusos inventaban historias e intercambiaban chistes cada día para poder hacer más soportable su existencia, reducida a un mero devenir, que diría Heráclito.
En términos no tan absolutos, me pregunto si en las circunstancias actuales sabemos hacer lo mismo con nuestro día a día. Una imagen que se me viene a la mente es la de mi abuelo el día que lo ingresamos en la residencia tras su primer ictus. Cuando llegó el momento de marchar, de dejarle solo, forzó una sonrisa y dijo: “Decidles a todos que estoy bien, que estoy muy bien aquí”.
Todo esto va de vivir en el infortunio, pero de vivir, al fin y al cabo. Por culpa de La rive gauche no dejo de darle vueltas a un concepto que Camus manifiesta estando en Nueva York. La visita a la gran manzana de este «joven Humphrey Bogart», como le llamaban las amigas de su amante americana, Patricia Clarke, no despertó en él la admiración que se presuponía. Es más, su reacción fue más bien de desconcierto.
La mirada se perdía entre los escaparates. El lujo estaba a la orden del día. Los supermercados eran tan grandes y estaban tan bien dotados que era difícil encontrar lo que se buscaba. En el hotel había servicios de todo tipo. Los restaurantes, los menús, los bares, los cines, todo era abundante. El contraste entre la rica Nueva York y la pobre París impresionó sobremanera a Camus.
Pero incluso más que eso, le impresionaron los americanos. Su forma de relacionarse desconcertaba al escritor francés. Solo conversaban de cosas banales, era imposible hablar de algo profundo, trascendental o meramente interesante. Camus escribe entonces en una carta dirigida a París que anhelaba muchas de las lacras de aquella ciudad, un lugar donde la gente no se limitaba a “fingir vivir”.
Fingir vivir. ¿Cómo saber cuándo uno vive o finge vivir? Supongo que lo segundo tiene que ver con todo lo impostado, lo banal, lo desechable. Aquello que no merece ni una nota a pie de página en nuestra biografía. Un chapoteo en la finitud, como diría Platón. La nada. Dejar de fingir, y empezar a vivir, tal vez sea complicado tras años imbuidos en una rutina social y una monotonía existencial. O tal vez sí. Quizá solo haya que fijarse en el personaje de Jack Lemmon en El apartamento, ese oficinista serio y pelota que descubre lo que es vivir cuando aparece en su vida la señorita Kubelick.
También puede ser demasiado osado vivir en una constante plenitud, en un momento de alegría eterna como la de aquella pareja, Camus y Casares, haciendo travesuras a medianoche. Supongo que esos momentos se beben a sorbitos, como los buenos whiskies, o perderían todo su sentido. En cualquier caso, dichosos los que celebran la vida.
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