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Faros del fin del mundo

Faros del fin del mundo

En el prólogo a su Breve guía de los faros del fin del mundo, editada por Menguantes, José Luis González Macías relata cómo decidió escribir este libro singular. Tenía en su casa un mapamundi Michelin y comenzó a pasear la vista fascinada por tantas y tantas costas del mundo lejanas e ignotas. Este es el punto de partida de una serie de viajes cuyo título confundirá a quien no lea tan revelador prólogo, porque el autor no se refiere en él a la concepción antigua y medieval del “fin del mundo”, como aquel lugar donde la tierra plana se termina y el navegante cae al abismo, sino al título de la novela de Julio Verne El faro del fin del mundo y, en concreto, a una idea que toma a esta como punto de partida.

Cuanta González Macías que Verne se inspiró para escribir su relato novelesco en un pequeño faro que apenas lució unas décadas en la Patagonia argentina, concretamente en la inhóspita isla de los Estados, un lugar en la Tierra del Fuego tan solitario y lejano que parece capaz de volver loco a quienquiera que habite allí. El caso es que Verne fue capaz de escribir su historia sin haber estado jamás en Argentina, ni en la Patagonia, ni la isla de los Estados. Y ese mismo es el propósito del autor en esta “breve guía” cuyos “faros del fin del mundo” son todos metáfora del de Verne, puesto que González Macías tampoco ha estado en los 34 faros que relata.

"Hoy día nadie utiliza los faros para orientarse: las modernas tecnologías de la comunicación marina los hacen prescindibles y fáciles de sustituir"

Contemplando en su mapamundi la inmensidad azul de los océanos, el autor construye narraciones de tan solo cuatro páginas acerca de cada faro, confesando de antemano que él procede del interior de la península Ibérica y, excepto por unos breves años, ha vivido siempre lejos del mar, y se considera, por tanto, tan impostor como Verne, pues solo ha viajado por el mundo en pos de sus faros desde el confort de su sillón, consultando textos, dibujos, cartografías e imágenes de los mismos.

Sin perjuicio de lo anterior, quien escribe estas líneas puede dar fe de que la impostura de esta breve guía constituye un apasionante viaje de la imaginación. Tras leer la única página de texto que acompaña a cada faro, nace en nosotros el deseo de buscar su nombre en internet, husmear su historia, saber quién vivió allí o quién vive ahora, ver fotografías antiguas y hasta construir un breve relato, un cuento más largo que la página del libro, o incluso una novela. De este modo, los capítulos de González Macías se convierten en las puertas de entrada a nuestra propia creación literaria.

Hoy día nadie utiliza los faros para orientarse: las modernas tecnologías de la comunicación marina los hacen prescindibles y fáciles de sustituir por satélites en órbita, navegación por GPS, radares y sónares. En palabras del autor, los faros son seres agonizantes cuyas luces se extinguen y cuyos cuerpos se desmoronan, pero durante siglos fueron hogar y trabajo de hombres y de mujeres: los fareros, un oficio que en la actualidad se extingue. De ahí que el libro no trate solo sobre faros, sino sobre la condición humana y, en particular, sobre la opción de vivir en soledad, que para unos es el infierno y para otros, como el escritor norteamericano Charles Bukowski, un premio.

Todos los faros narrados en la guía son apasionantes. Por fijarme en alguno, me detendré en el faro de Cabo Blanco, en la Patagonia argentina. No es el mismo de la novela de Verne, pero, como cualquier otro, sirve de resumen del libro. González Macías lo narra como sigue: La ruta provincial 91, un camino impredecible cubierto de ripio y barro, muere al borde de un peñón rocoso. Desde allí hasta Puerto Deseado —noventa kilómetros de llanura barrida por el viento— es casi imposible cruzarse un alma (…). A los pies de la roca, en la cara opuesta al mar, descansa un pequeño cementerio. Ocho cruces sin nombre y la figura de una virgen callan quién yace bajo este árido suelo.

"Además del cementerio, en este lugar hoy olvidado hubo una mina de sal, una oficina de telégrafos, un juzgado de paz y un campo de rugby"

Hay un faro coronando el peñasco. Ciento quince escalones ascienden desde el camino hasta la base de la torre. Y aún quedan noventa y cinco escalones más para llegar a tocar la luz. Desde el balcón de la linterna, si la vista pudiera alcanzar (…) se divisarían las Malvinas. Mucho más cerca, se divisaría la isla Pingüino, si su faro no hubiera sido abandonado hace más de un siglo.

Además del cementerio, en este lugar hoy olvidado hubo una mina de sal, una oficina de telégrafos, un juzgado de paz y un campo de rugby. Según el actual guardián, Lucas Sanagua, el faro de Cabo Blanco es el más solitario e inhóspito de Argentina. Cuentan que en los años cincuenta era farero un alférez de la armada que acostumbraba a escribir a máquina. Fue hallado muerto sobre el teclado. Desde entonces, se cuenta una historia de fantasmas: el sonido de una máquina de escribir rompe el silencio de las noches y es posible escuchar un mecanografiado mensaje de advertencia para quien no soporte la soledad.

Al concluir la lectura del libro, busco en internet el faro de Cabo Blanco en Argentina, en la ruta provincial 91, y Google Maps me informa de que se encuentra “temporalmente cerrado”.

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