¿Imaginan mayor contraste que un libro de poemas impreso en un molino con camisas ensangrentadas de los combatientes?
Esto sucedía poco antes de terminar la guerra, y a falta de algodón, trapos y otros materiales habituales, los soldados encargados de tal menester echaron a la pasta una camisa ensangrentada de un prisionero moro, una bandera enemiga, trofeos de guerra, vendajes usados…
Cuenta Neruda en su Confieso que he vivido que pese a la inexperiencia de los improvisados fabricantes, “el papel quedó muy hermoso”. Se imprimieron pocos ejemplares —dicen que quinientos— y casi todos se regalaron o se destruyeron en hogueras cuando los republicanos cruzaron hacia Francia en busca de exilio. Hoy se conservan apenas cinco, repartidos en bibliotecas y universidades. Neruda afirma que vio uno de esos ejemplares expuesto en una vitrina de la Biblioteca del Congreso de Washington. Quién sabe, todo es superlativo en esta historia.
En todo caso, me fascinaría poder analizar uno de esos ejemplares. Poemas y sangre, sangre real. De los republicanos, de los prisioneros moros, de los nacionales… Desde mi ignorancia en los entresijos técnicos de un análisis formal de ADN del papel de este libro, me gustaría mucho que fuera posible determinar la procedencia de la sangre que se mezcló en 1939 para dar soporte físico a unos versos que diluían la sordidez de la batalla con imágenes luminosas, tal y como escribía Neruda.
Me gustaría, en un ejercicio de novelista, encontrar a los descendientes de esos combatientes y reunirlos: “Vuestros padres se mataron los unos a los otros —les diría—. Sí, el tuyo al tuyo, y el tuyo al tuyo. Pero la sangre que derramaron ha quedado atrapada en este libro, y sus restos orgánicos perduran. Aquí, en esta biblioteca, e incluso en la del Congreso. Mezclados, cobijando párrafos que vivirán más que vuestros hijos”.
Y me voy, una vez más, usando y gastando la letra de un poeta urbano, Fito Cabrales: “Menos mal que con los rifles no se matan las palabras”. Literal.
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