Nos conocimos en 2013 y aquí seguimos. Sergio del Molino (Madrid, 1979) presenta Contra la España vacía (Alfaguara), una revisitación potentísima de su ensayo superventas La España vacía (Turner, 2013) que se ramifica entre los problemas que ya planteó en ese libro y otros que se ha ido encontrando desde su publicación. Le aviso de que le trataré de usted, como mandan los cánones zendianos, a pesar de que seamos buenos amigos y a pesar de que conversemos en un sitio familiar, dado al tuteo: la librería La buena vida de Madrid.
—Del título llama la atención la palabra «contra». Después de leerlo, no pienso que vaya tanto a la contra.
—En realidad la clave está en los versos de Machado con los que abro el libro: «Yo vivo en paz con los hombres / y en guerra con mis entrañas». Va a la contra de todo lo que ha sucedido estos últimos cinco años con La España vacía, desde que se convirtió en «vaciada» y desde que se convirtió en un lugar común. Va en contra del lugar común, del estereotipo, del reduccionismo en el debate… Empieza yendo en contra y acaba yendo a favor del espíritu original que me había impulsado a escribir La España vacía y que no tiene nada que ver con todo el ruido que se ha ido montando con los años.
—En ocasiones uno y otro parecen volúmenes escritos por dos personas distintas. Y no se leen necesariamente de forma continuada, sino que podrían leerse en orden inverso. De hecho, creo que tiene más sentido leer antes Contra la España vacía.
—Creo que sí: se entienden más cosas de La España vacía si lees Contra la España vacía antes. Ahora digo mejor las cosas: estoy mucho más centrado. Hay muchas definiciones e ingenuidades de La España vacía que se entienden mucho mejor pasadas por el tamiz de este nuevo libro.
—¿Qué es España?
—España es algo muy sencillo: la casa común que hemos heredado de un montón de gente que se ha peleado, que se ha matado… Es un producto histórico que a nosotros se nos ha dado hecho por completo y que es la comunidad política en la que podemos vivir, transformar, reformar, ampliar y hasta destruir. Podemos hacer un montón de cosas con ella. Es nuestra responsabilidad saber qué diablos hacemos con España. España no es una nación eterna, no es un ideal, no es algo por lo que morir o matar… Se ha demostrado como un instrumento muy útil de convivencia. Ahí es donde tendríamos que poner el acento y donde pongo el acento. No tengo más remedio que vivir aquí con unos códigos, una socialización y un montón de sobreentendidos en común que vienen de lo hondo de la historia y que vienen del presente. Podemos aprovecharnos de ellos para ampliar una convivencia que es muy buena.
—¿No cree que esta sea una democracia incompleta?
—Todas las democracias son incompletas. No hay ninguna que nazca sin pecado original, ni que sea una sociedad idílica, ni que no pueda estar gobernada por hijos de puta. Nunca tendremos una democracia perfecta, pero siempre tendremos la oportunidad de mejorarla. Lo que no podemos hacer es plantear un adanismo constante cada vez que nos encontramos con algo que no nos gusta, como fallos que pueden ser estructurales. Cada vez que hay un escándalo de corrupción o una disfunción de la democracia, en lugar de trabajar por reformarla o por limar y construir una mejor, lo que hacemos es tirar la casa de arriba a abajo y empezar una nueva desde abajo para ver si nace sin pecado original. Es un adanismo ridículo que nos lleva a un eterno retorno constante y a vivir en un laboratorio permanente. Hay que ponerse de acuerdo en las partes mejorables, que hay muchas, y actuar. Noruega es la democracia más avanzada según todos los índices, y estoy seguro de que hay mucho que hacer.
—¿Usted es progresista, pijoprogre, estatista, rojipardo, facha…? Deme una etiqueta para calificarle en redes sociales usando el mínimo número de sintagmas posible.
—La etiqueta de «socialdemócrata» es lo suficientemente amplia y rotunda para que yo me sienta cómodo, aunque haya aspectos en los que pueda disentir.
—Si se siente cómodo, ya no la usaré. (nos reímos)
—En las cuestiones sociales soy estatista y garantista, y creo en un Estado fuerte, y en las cuestiones morales soy muy liberal.
—A veces pienso que mi idea de España es poco romántica: una ventanilla de un servicio público para la persona que lo necesite. Un funcionario, es decir, un médico, un policía o un bombero que te ayude. Pero para tener Estado y que funcione, ¿es afortunado o desgraciado necesitar de la nación?
—Es desgraciado. Ojalá no la necesitásemos. Soy un desgraciado ecuménico, y creo que las existencias de las fronteras y las naciones, hoy por hoy, para alguien racional e ilustrado son un retraso. Pero no tenemos otra herramienta mejor. Todas las alternativas posibles son peores: la dictadura corporativa, el populismo fascista… Cualquier cosa que se salga de una democracia liberal organizada dentro de un Estado-nación no es deseable desde un punto de vista democrático. La nación es un mal menor. Ojalá no estar en estos debates y dejar de meter simbología rancia y chusca como los banderismos, pero hoy día es lo mejor que tenemos. Lo bueno que tienen las naciones es que son capaces de apelar a la parte irracional de la convivencia, que tradicionalmente en tiempos de la Ilustración se trató de dejar de lado. Creímos que podíamos ser completamente racionales y podíamos asociarnos por cuestiones meramente de convención y porque «es bueno» que paguemos impuestos y vivamos juntos, pero la historia ha demostrado que eso no basta, que hay un componente emocional que hay que manejar y gestionar. Y si no le prestamos atención y no lo gestionamos bien desde pautas democráticas van a llegar otros para aprovecharlo en su propio beneficio y nos van a joder la vida.
—Ese componente emocional se gestiona y se aviva mediante una serie de herramientas conocidas: la historia nacional, los símbolos… Pero en el libro es muy acertado destacar una herramienta que no se usa tanto en el nacionalismo español como en los llamados «nacionalismos periféricos»: la lengua. Salvo en conmemoraciones, se apela menos a las grandes hazañas históricas, por ejemplo, catalanas o vascas que al rescate de una lengua perseguida que puede tener características mitológicas y animistas y que a veces se impone desde las instituciones.
—En España tenemos un problema gordísimo: hemos politizado las cuestiones lingüísticas. Tenemos una realidad lingüística muy compleja donde se han dejado atrás las imposiciones: te puedes expresar en cualquier medio con la lengua que quieras. No hay ningún reparo en expresarte como quieras.
—No hay lenguas perseguidas, diría usted.
—Ninguna, absolutamente ninguna. Sólo el castellano en algunos sitios, sobre todo en Cataluña, donde ha alcanzado el máximo esta histeria lingüística. Allí se ha usado la lengua como herramienta de construcción nacional de una forma muy decimonónica. Eso ha ido creando una serie de rupturas y tensiones en la comunidad que no existían, o existían y se podían obviar. Un ejemplo que cito en el libro: el año pasado la policía local de Vic quería pedir una subida de sueldo, y para protestar la huelga que plantearon fue escribir todo y expresarse en castellano.
—No conocía ese caso y me pareció propio de José Luis Cuerda: ponerse en huelga de catalán.
—Eso es lo más insultante y la presión más grande que puedes hacer frente al ayuntamiento. ¿Cómo se puede defender que en Cataluña o Valencia la lengua no es una cuestión problemática y luego resulta que el hecho de que un cuerpo funcionarial se exprese en castellano supone un insulto? Es un problema que hemos generado donde no lo había, junto con una espiral de silencio. Todo esto es el elemento más conflictivo que hay en España. La caja de Pandora más gorda que puedes abrir: enseguida se va a negar que haya un problema, va a haber reacciones histéricas, de que «tú lo que quieres es que no hablemos catalán»…
—Reacciones religiosas.
—Y fanáticas. Cada vez que alguien abre esa espita se arma la marimorena y no se arma con otras cosas.
—Aclaro para redes sociales: esta pregunta no tiene nada que ver con Vox. ¿Existe una red clientelar de lingüistas y escritores que sirve para mantener vivas artificialmente a determinadas lenguas simplemente por su propio beneficio, aunque no sean conscientes de ello? Y no le estoy dando la respuesta porque yo no lo sé, apelo a su libro.
—Hay gente que vive de lenguas que no tienen ni expresión, ni hablantes. Y otras como el catalán tienen muchos hablantes pero no tienen mercado. El mercado literario en catalán es un mercado inflado y subvencionado. No sé si existe una red clientelar como tal, consciente, pero estoy seguro de que hay gente que vive de este chiringuito, sin ninguna duda. Y cuanto más minoritaria la lengua, más.
—Entiéndame «red clientelar» no como la mafia calabresa, sino en los términos del mercado literario español en que usted y yo nos movemos, que van de la factura raquítica de autónomo al trueque de un libro por una cena. (nos reímos)
—Pero crean una academia, como en Aragón la Academia del aragonés, y crean una cátedra en otro sitio… Hay tres o cuatro suelditos, muy poquito, de gente que vive de esto. Y como están defendiendo su modo de vida se van a poner muy virulentos a la hora de defenderlo.
—En todo este proceso nacionalista y sus herramientas sentimentales resuena siempre de fondo el populismo transversal. ¿Este populismo acabará comiéndose a Europa, especialmente a través del de ultraderecha? Es una preocupación constante en su libro.
—Me preocupa porque la democracia liberal no ha encontrado ningún cortafuego para frenar su avance. Es muy complicado: la democracia liberal está muy expuesta. Quizá el trabajo hubiera que haberlo hecho antes. Habría que haber evitado que emergieran antes. Pero ni siquiera Francia, que tiene un entramado institucional fuerte, ha sido capaz. Aun así es probable que Marine Le Pen gane las elecciones. Y ya han llegado a segunda ronda de las presidenciales muchas veces. Si no gobiernan en muchos sitios es porque existe un sistema endemoniado que no existe en otros sitios. En España, con un sistema más proporcional, van por la calle del medio. Para plantar cara al populismo lo tienes que hacer con sus propias armas, y eso te acaba convirtiendo en populista. El populismo coloca a la democracia en una tesitura imposible: o se mantiene fiel a sus principios y se ve arrasada, o le planta cara y acaba convirtiéndose en populista. En España el populismo ha llegado a todas partes: no sólo es Vox y Podemos, está en el PSOE y el PP.
—¿Desde posiciones más centradas en la derecha y en la izquierda se han tolerado los populismos desde la perspectiva «qué bien que alguien diga esto» o «qué bien que alguien diga lo que yo no puedo decir»?
—Se toleran porque son populares. Interpretan muy bien el malestar del pueblo y lo canaliza, y ahí deja vendidos al resto. No se nos puede olvidar que hay cosas que dicen los populismos que son verdades.
—Sí: «hay corrupción», «hay inmigración»…
—Señalan cosas reales, aunque distorsionadas o caricaturizadas. Pero están en el sentimiento de la gente. Consiguen que los políticos demócratas parezcan mucho más distantes y mucho más elitistas de lo que realmente son. Y crean una bola de nieve que siguen el resto de políticos porque sienten que pierden rueda, que pierden peso electoral. Y entonces se acercan con cosas que no son tan burdas como los populistas pero se aproximan. Fuerzan la máquina.
—El populismo existe desde la Antigüedad y deberíamos saber distinguirlo. En cambio, en nuestra sociedad cala perfectamente porque estamos instalados en un tipo de sentimentalismo inédito en la historia.
—Eso mejor lo puedes explicar tú.
—Bien, pero al igual que yo lo cuento desde una posición teórica en El síndrome Woody Allen, usted lo cuenta desde su propia vivencia con la muerte de su hijo. Al salir de, permítamelo, esa cueva usted se encuentra una sociedad cambiada. Como ese sentimentalismo con el que le trataban y con un movimiento sentimental que en aquel momento centraba los noticieros: el 15-M.
—Me paso el 15-M con la agonía de mi hijo. No me entero de nada. Entonces, cuando vuelvo a la vida me encuentro un país muy politizado que antes no lo estaba. De la noche a la mañana. Me desconcierta muchísimo. Me resulta muy difícil enfrentarme a esa histerización: todo el mundo se lo toma todo muy a pecho. Lo que era una sobremesa entre amigos se convierte en una bronca. Parece que la corrupción de la Gürtel se hubiera convertido en una ofensa personal para mucha gente, que parecía que estaba a punto de echarse a llorar o gritar. Intenté entender qué había pasado. Esa eclosión de sentimentalismo que provocó el 15-M es su mayor legado. Pero viene de más atrás: es una trasposición de la sentimentalización a la política, que arranca en el mayo del 68 y que está conectada con mis razones para escribir La hora violeta. Escribo para crear un universo de sentido cuando no lo encuentro. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial perdemos un marco de referencia para entender el mundo. Perdemos lo que ahora llaman «relatos».
—Con la caída del Muro se terminan los lugares donde asirse.
—Ahí cae la última religión: el comunismo, con sus ritos y su sentido del mundo, dejando a mucha gente desamparada. Se acaba la distinción entre la casa y el ágora. No lo inventa Zuckerberg: él sólo hace un negocio multimillonario a partir de un rasgo actual: no hay forma de canalizar colectivamente las emociones íntimas como se reglaban en los ritos cristianos o en las normas de conducta. Vivimos en una sociedad muy informal, lo cual es muy positivo pero perdemos anclajes. Este proceso provoca desbordes emocionales que los populismos aprovechan para vender sus baratijas.
—¿Qué fue y qué queda del 15-M?
—Quedan algunos carguitos en concejalías. Creo que no fue gran cosa: la adopción de esa sentimentalidad en la política. No cambió el diseño institucional de España, ni siquiera la inercia política. Tanto Ciudadanos como Podemos son hijos del 15-M, aunque sólo uno lo reconozca. Se han acomodado muy bien a la tradición política anterior. No creo que haya habido una ruptura brutal.
—Y asusta, especialmente si nos basamos en su discurso, lo rápido que se han acomodado.
—Parecía que estaban deseando pillar sitio. Y eso que teníamos la suerte de que a Pablo Iglesias no le gustaba trabajar porque el despacho se le comía y prefería la calle. Pero hay mucha gente que le encanta el despacho y se ha acomodado a esa vida y a ese tejemaneje de la política con una facilidad pasmosa.
—Tiene que ver que una parte eran tertulianos, profesores universitarios y abogados, que están muy acostumbrados al «pasilleo». Lo digo con respeto: son tres profesiones que usan los pasillos y lo que significan de forma inherente a su trabajo.
—Me hace mucha gracia, porque una de las cosas que ocurrió cuando llegó Podemos es que se vendió que había llegado a la foto la normalidad, la gente que no «es estirada»… En absoluto: no creo que Podemos sea representativo de una amplia porción de la sociedad española. Forman parte de un grupo muy raro y minoritario, que son los profesores universitarios y, en este caso, los profesores universitarios precarios. No son ni representativos de su generación. ¡Si los abogados son más representativos!
—Contra la España vacía está muy ligada a la interpretación por parte de los demás de la obra de uno. En este momento donde se está reinterpretando, en algunos casos de forma paranoide, un discurso de Ana Iris Simón…
—Pobrecita. Me sorprende, porque he hablado con ella y tiene unas espaldas anchísimas. Yo sufro mucho con esas cosas.
—A eso iba. ¿Cómo lleva esas interpretaciones paranoides? Así las llamaba Umberto Eco. Además paranoides a veces intencionadamente por parte de gente que te utiliza no por tu discurso o por tu libro sino para, por ejemplo, tirárselo a la cara a un rival político o para, de una forma parásita, vivir de llevarte la contraria o chupar rueda.
—No sabes la cantidad de libros que han salido con la estela de La España vacía en la faja. Al principio, estaba sorprendido. No entendía cómo se podían malinterpretar y tergiversar mis palabras. Me cabreaba muchísimo. Por impotencia. Daba igual que replicase, y eso que yo lo intentaba hasta de forma desafiante: «Dime página y cita». Pero luego te das cuenta de que es inútil: te provoca frustración e impotencia. Te van a atribuir multitud de cosas y no puedes hacer nada. Incluso discutiendo con ese alguien y demostrándole que no has dicho lo que dice que has dicho o que es lo contrario, da igual. Nunca consigues imponerte. Quien quiere divulgar determinada cosa siempre va a encontrar otro que le haga los ecos. Cuando me dicen algo sobre «la España vaciada» ya he tomado la decisión de contestar que no va conmigo. Este libro no lo escribo tanto por aclarar sino por la necesidad de dejar claras cosas que necesitaba dejar claras. Y por lo menos, para que la gente que tiene pundonor y va a las fuentes tenga un sitio donde poder apoyar sus afirmaciones.
—En ese sentido y en el mejor de los sentidos el libro es obvio: no deja sin atar absolutamente nada. Es muy valiente. ¿Compensa hablar con gente que te descarta a priori?
—No. Se te queda cara de gilipollas. A mí me gusta mucho discutir, es mi deporte favorito. Pero soy tan imbécil que pienso que hay gente que viene a discutir. Pues no: vienen sólo a tocarte los huevos. A armar gresca. En cuanto empiezas a discutir se inhiben. Cada vez lo hago menos y es una pena. Tú insistes mucho más que yo, yo me estoy quitando. Incluso sufro al ver gente como Luz Sánchez-Mellado, que contesta a todo el mundo.
—¡Es que a Luz le gusta sufrir! (nos reímos) Hay otra consecuencia que sufrimos los que le rodeamos: la apropiación de La España vacía por parte de algunos cursis. Otra mala interpretación de gente que soltaba, tras leerlo, esa cantinela de «¡cómo estamos perdiendo lo natural! ¡Qué pena!». Me ha reconciliado encontrar aquí reflejada la idea de que es tan natural un hormiguero como la sede central de Google.
—Cuando escribí La España vacía quería dar testimonio de la extinción de un mundo, el campesino, pero visto desde fuera. No tengo nada que ver con los místicos de la Naturaleza, vivo en el centro de una ciudad, soy urbanita… Defiendo mucho las ciudades: creo que son el mayor logro que ha conseguido el Homo Sapiens, pero eso no quita que no me interese y preocupe la suerte de los nueve millones de conciudadanos que viven en la España vacía y que son ciudadanos de segunda. No se trata de recuperar esencias, o mundos opuestos. Desde la ciudad me preocupan un montón de ciudadanos que se sienten desgajados del país: esa era y es mi preocupación política. No me importa la nostalgia por un pasado natural que se perdió o por las sabidurías de los indios atahualpa que se fueron al garete. Defiendo que haya lavadoras por todas partes porque no quiero que las mujeres vuelvan al río.
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