Se habla mucho sobre la crisis de los cuarenta, pero poco sobre la de los veinte, la de los veinte universitarios, para ser exacto. La primera, dicen, termina en una aceptación de la derrota, más o menos dulce, más o menos amarga, en función de cómo gestione uno a partir de entonces las expectativas. Pero la más cruda es sin duda la de los veinte. Probablemente porque sea la primera y, también, porque las expectativas que uno albergaba hacia esa edad eran mucho mayores. Y todo ello porque éstas salían de uno mismo, del ser, y las de los cuarenta, aceptémoslo, estarán en gran medida informadas más por el deber ser. La crisis de los cuarenta, es decir, esa derrota, dulce o amarga, es a veces medicinal, pues, curativa o, al menos, paliativa; la de los veinte sin embargo, esa sí es la que nos deja la herida.
La decepción hacia el mundo universitario no ha devenido entre nosotros, sin embargo, un subgénero literario, como sí lo ha hecho en el mundo anglosajón. La novela de campus, se dice, no ha sido posible aquí porque aquí, históricamente, no ha habido campus, todo lo más un caserón inhóspito a pie de una calle principal. La decepción hacia el mundo universitario ha servido, pues, en un buen número de casos, más como espoleta que dispara la acción —y, más a menudo, la falta de acción—, que como género en sí. Es el caso, canónico, de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja o, incluso, de El cuaderno gris, de Josep Pla, que, por cierto, se inaugura cuando el ampurdanés deja de asistir a las clases porque una epidemia de gripe se lo impide. Si no hay campus, no hay literatura de campus, pues. Pero resulta que ahora ya va habiendo campus y sigue sin haber literatura de campus, más allá de la deliciosa excepción de las páginas iniciales de El vientre de la ballena, de Javier Cercas, o de su inquietante El inquilino, por más que esta suceda en Estados Unidos. Pero ahora ya hay campus, digo, y sigue sin haber literatura de campus. De hecho, quien esto escribe vivió en uno a finales de los noventa y, sin embargo, no sabría qué hacer con todo aquello, de tan banal y anodino.
Porque para hacer literatura de campus es necesario, después de todo, un talento literario para la novela como el que aquí Philip Larkin demuestra, aunque más tarde renunciase a él. Es esta la historia de una decepción, la que el protagonista siente por el mundo universitario y, también, la de una redención, la que encuentra en la literatura. Decepción y redención son, pues, los movimientos que, como la diástole y la sístole de un corazón, bombean la sangre que recorre el cuerpo de esta novela. La primera decepción se la encuentra John Kamp al conocer a su compañero de habitación en Oxford, el impertinente Christopher Warner, y para combatirla se inventará a Jill, descubriendo de paso un talento innato del que en realidad nunca más se sabe pero que sin duda le acompañará toda la vida. Ese es al menos el consuelo con el que el lector pasa la última página. Porque incluso a Jill, esa alucinación de inocencia, tal y como la concibe John, pronto le pasará también por encima la vida y, con ello, también a su creador.
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Autor: Philip Larkin. Traductor: Marcelo Cohen. Título: Jill. Editorial: Impedimenta. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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