Nuestros queridos vecinos
Me llega un sobre de Alianza Editorial con tres publicaciones que extraigo primero con sorpresa, luego con curiosidad y, finalmente, con una conmovida gratitud. Me las remite João Medina, un catedrático jubilado de la Universidad de Lisboa a quien no conozco, y son tres ensayos de su autoría acerca de las relaciones literarias y culturales que a lo largo de los siglos han mantenido Portugal y España. Llevan sendas dedicatorias manuscritas, en las que se me califica de «lusófilo» e «ilustre estudioso de la cultura y la mitología portuguesas», y al hojear uno de los libritos se cae al suelo una carta donde mi generoso remitente me indica que ha dado con mi última novela y que este envío no es más que una modesta señal de agradecimiento por los buenos momentos que le ha deparado su lectura. Me ha pasado algunas veces en estos últimos años —pocas, no más de dos o tres— y en todas ellas me acabo viendo aquejado de un complejo de impostura, al sentirme depositario de un estatus que no me pertenece, porque ni soy un experto en la obra de Pessoa —sí lo fueron y lo son Ángel Crespo, o Jesús Munárriz, o Eduardo Lourenço, de quienes tomé buena parte de las apreciaciones que salían en aquel libro, como me cuidé de consignar en las páginas finales— ni he estudiado en profundidad la idiosincrasia de la cultura portuguesa, y sin embargo algunos lectores de ese país —tampoco demasiados: la novela no ha sido traducida allí, y quienes se han acercado a ella han tenido que hacerlo en el castellano original— así lo han considerado y desde esa convicción se dirigen a mí por escrito, a través del correo electrónico o las redes sociales. Quizá les sorprenda que un español se ocupe de sus asuntos, tan dados como hemos sido en este flanco peninsular a observar por encima del hombro o ignorar a nuestros modélicos vecinos, como si fueran una suerte de parientes pobres y no un país que a lo largo de su historia nos ha regalado unas cuantas lecciones valiosas —la escuela de navegantes de Sagres, la Revolución de los Claveles, la respuesta social a las crisis económicas, participar en Eurovisión (y ganar) sin incurrir en el ridículo— de las que habríamos hecho bien tomando nota. La cuestión viene de antiguo: en los tiempos de nuestras añejas glorias imperiales, alguien aconsejó a Felipe II que instalara su trono en Lisboa si quería engrandecer sus dominios; él prefirió situarlo en Madrid, y así nos fue. En contraposición, desde allí no dejan de mostrar curiosidad, interés y comprensión hacia cuanto sucede en nuestros meridianos, no sé si porque en verdad se sienten interpelados por nuestro devenir o porque, civilizados como son, procuran hacer gala de la educación que debe presidir un régimen de buena vecindad. Por eso, siempre que aflora el debate sobre la conveniencia de entrelazar definitivamente las andaduras de Portugal y España, formando una federación ibérica que dé coherencia política a lo que es evidencia cultural y geográfica, me invade un sentimiento contradictorio: por una parte, nada me gustaría más que caminar al mismo paso que nuestros queridísimos vecinos; por otra, miedo me da que se puedan acabar contagiando de nuestra incurable tendencia al ombliguismo, de nuestro engreimiento legendario, de nuestra incontenible mala uva.
Cosas de familia
Me cuenta Ángel Basanta que una vez se llevó de excursión a Fernando Valls y Jon Kortazar por la Galicia cunqueiriana y que los dos se quedaron fascinados. No es de extrañar: si la obra de Cunqueiro abruma y maravilla a cualquier lector —acaba de salir Un hombre que se parecía a Cunqueiro (Ediciones del Viento), un peculiarísimo ensayo en el que José Besteiro glosa con amenidad, inteligencia y tino la figura del bardo mindoniense—, ese apasionamiento no hace más que aumentar cuando se pone el pie en los territorios que cimentaron su vocación de fabular. Como el viaje fue tan placentero, unos días después Kortazar decidió regresar en compañía de su mujer, Miren, para recorrer con más calma las calles de Mondoñedo y tomar posada en el antiguo Seminario Mayor, un imponente edificio —es, de hecho, el más grande del pueblo— que se levanta a espaldas de la catedral y que, como su propio nombre indica, se dedicó primero a encauzar vocaciones, se amplió más tarde a enseñanzas de carácter general y acoge desde hace unos años una hospedería que ofrece cobijo a precio módico. Cuando Jon Kortazar y su esposa llegaron a la recepción, el religioso al que habían encomendado las funciones de guardés se aprestó a tomar nota de sus datos. Mientras iba respondiendo a las preguntas —nombre, apellidos, número del carnet de identidad, domicilio habitual y todos esos etcéteras rutinarios—, Kortazar advirtió que el fámulo no dejaba de echar miradas de soslayo a Miren y dedujo que su presencia allí no le inspiraba mucha simpatía. Cuando finalizó el proceso de inscripción, el santo varón, celoso de que los dos huéspedes pudiesen yacer en adulterio dentro de aquel recinto, tan respetable como sagrado, preguntó con tono brusco: «Supongo que ustedes dos serán familia, ¿no?» Kortazar, con el humor y la agilidad mental que lo caracterizan, no pudo estar más fino en su respuesta: «No, padre, cómo vamos a ser familia. Somos marido y mujer. Si fuésemos familia, esto sería incesto.»
Libertad para opinar
Hace unos días mantuve una correspondencia privada con una persona que me dedicó acusaciones bastante feas y a la que respondí detallando las razones por las que sus invectivas carecían del menor fundamento y eran, además de gratuitas, absolutamente desproporcionadas. En su respuesta alegó que se limitaba a hacer uso de su derecho a la libertad de expresión, «todavía en vigor» (sic), y que en consecuencia poca legitimidad tenía yo para discutirle nada, por mucho que él en un principio hubiese alzado la voz de forma pública y yo optara, en cambio, por seguir cauces confidenciales a la hora de darle réplica. Sus palabras me trajeron a la cabeza eso que ahora han dado en llamar «cultura de la cancelación» —una expresión desafortunada y ridícula, en tanto que no deja de ser una traducción literal de la anglosajona cancel culture, que emplea una acepción del verbo «cancelar» que no existe en español— y que, según sus teóricos, consiste en silenciar o despreciar aquellas opiniones que discrepan de lo que sus responsables consideran la ideología dominante. Más allá de la ternura que me despierta el hecho de que la inmensa mayoría de quienes se quejan por ese desprecio a su manera de entender el mundo sean respetados opinadores que cuentan con espacio propio en algunos de los medios de comunicación más valorados y seguidos de este país, a mis años aún me sigue sorprendiendo que haya quienes sigan creyendo esa falacia de que todas las opiniones deben respetarse, y aún más que esas mismas personas acostumbren a mostrarse entre poco y nada indulgentes con las valoraciones otros cuando difieren de las suyas. Dicho de otro modo: tristemente, cuando ciertas voces se alzan en defensa de la libertad de expresión parecen defender sólo la que les corresponde a ellos, no la que también tienen los demás. Y sin embargo, del mismo modo que existe el derecho a decir o escribir lo que uno quiera, también existe el derecho a replicar por parte de quienes no piensan igual o consideran que se está faltando a la verdad. Por llevar el ejemplo a lo grotesco: un iluminado tiene derecho a manifestar que la tierra es plana, pero eso no implica que los demás tengan que mantenerse en silencio en vez de replicar que tal aseveración es una estupidez de sobra desmentida por la ciencia. Esto no es de ahora, pero uno de los rasgos pintorescos del siglo que atravesamos es que da la impresión de que todo el mundo anda descubriendo constantemente la pólvora. Tengo para mí que el problema no es tanto que uno pueda ver sus criterios cuestionados como el que las redes sociales hayan dado voz a quienes no la tenían y ahora las oposiciones puedan multiplicarse hasta casi el infinito, en vez de constreñirse al coto vedado de las tribunas de prensa y las tertulias radiofónicas en que se habían mantenido hasta ahora. Eso tiene sus cosas buenas —es fácil señalar el error o la mentira— y también sus desventajas —porque pueden ser muchos los que opinen o contraopinen sin tener en realidad la menor idea del tema del que se habla, lo que provoca que la discusión desemboque en un ruido intolerable del que más vale desconectar—, pero no veo razón para que nadie se rasgue las vestiduras sólo porque alguien manifieste un punto de vista diferente al suyo, por más que resulte irritante o desafortunado o directamente insidioso, mientras no caiga en la calumnia o la injuria o la difamación. La libertad de expresión, contra lo que pensaba mi iracundo y equivocado corresponsal, necesariamente ha de ser un camino de ida y vuelta. Si pretendemos dotarla de un sentido único, estaremos hablando de otra cosa.
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