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Rodrigo Cortés: «La deformación permite muchas veces acceder al corazón de las cosas»

Rodrigo Cortés: «La deformación permite muchas veces acceder al corazón de las cosas»

Los años extraordinarios (Literatura Random House, 2021), el último libro de Rodrigo Cortés (Pazos Hermos, 1973), es un ejercicio literario salvaje y —aparentemente— descontrolado que rebosa humor, surrealismo y finura: en el mundo de su protagonista, Jaime Fanjul, España contaba con dos capitales —Madrid y Espuria, donde estaban “la universidad, los toros, los teatros. La vida”—, los holandeses conquistaban el mundo en nombre del Tercer Reich, Salamanca tenía mar y los esclavos de una isla llamada São Bento propinaban palizas a sus amos “por descuido o por otras razones”. Cuenta a Zenda el escritor y cineasta que es más fácil reconocerlo en la propia novela que en su magnífico antihéroe. Huye de las sentencias plasmadas en mármol, pero remata la conversación con una frase que cuasi exige ser esculpida. Conversamos en una azotea con un aspecto que hibrida el spa y la clínica dental.

—Señor Cortés, ¿hay déficit de humor en nuestro tiempo? ¿Tomamos las cosas demasiado en serio?

"El humor es aquello que, precisamente, hace humano a algo. Si no hay humor, no es verdadero"

—Ambas cosas serían compatibles: podría haber mucho humor y, a la vez, tomártelo todo en serio. En cualquier caso, creo que el humor es, por encima de todo, una vibración, una perspectiva, un punto de vista que ni siquiera tiene que ver con lo que sucede. En lo personal, desconfío de lo que carece de humor. Creo que, incluso, una tragedia o un drama deben tener humor. El humor es aquello que, precisamente, hace humano a algo. Si no hay humor, no es verdadero. Cuando se hacen películas de alcance teóricamente social en las que todo es oscuro y se somete a un personaje a una acumulación sin salida de padeceres, suelo percibir que, lejos de algo honesto, lo que hay es algo casi satánico detrás, una especie de oda a la tortura. El humor es una pátina que, lejos de salvar o no al espectador o al lector, hace las cosas verdaderas.

—¿Nuestro mundo es tan absurdo como el de su novela, pero no somos conscientes de ello?

—Seguramente sí somos conscientes de ello. Todo es absurdo porque nada responde a un plan visible, al menos no en lo aparente. De alguna manera, desde el absurdo resulta más fácil comentar la realidad, como nos enseñó a todos Cervantes. En primer lugar, te permite huir de la solemnidad, de la que también sospecho, y porque lo absurdo es hasta tal punto desprogramante que, paradójicamente, te permite acceder a una realidad nueva que, por acción u omisión, se parece mucho más a la nuestra.

—Gómez de la Serna dijo que “la literatura de cada época obedece a un tedio diferente”. ¿A qué tedio obedece Los años extraordinarios?

"El tedio implica un aburrimiento y una falta de expectativas que hacen posibles las cosas"

—(Piensa) Interpretar a Ramón literalmente es siempre un ejercicio estéril. Su propuesta es, fundamentalmente, poética. Lo importante con él es dar la vuelta a la manzana, no llegar a una conclusión del mundo. De algún modo, el acto de escribir o de crear parte de una determinada forma de tedio: lo primero que te hace falta es un espacio y cierto tiempo libre que ocupar en algo que no sea fundamental. Pero si a algo responde esta novela, más que a un tedio vital, es a una absoluta ausencia de plan y a una irreflexión profunda. Esta novela nace sin objetivo, en un momento de especial presión durante el montaje de una película que estaba haciendo para un gran estudio, en el peor momento de peleas, ese en el que todo se convierte en una máquina de picar carne y el ejecutivo tiene una idea nueva sobre cómo destrozar algo. Antes de una llamada que estaba esperando de Los Ángeles en una hora, bajé a una cafetería y, sin saber cómo ni por qué, saqué el iPad y el teclado que tenía y empecé a escribir: “Nací en Salamanca el 18 de octubre de 1902”. No sabía quién estaba escribiendo aún, no sabía a dónde iba a ir, no sabía cómo se llamaba el personaje, cuál iba a ser su periplo, y lo fui descubriendo sobre la marcha sin saber muy bien por qué estaba escribiendo. Y de una forma extrañamente torrencial. Una semana después, tenía 30.000 palabras escritas que no tenía previsto haber redactado en absoluto. Así que no sé si podemos llamar a esto tedio (risas). El tedio implica un aburrimiento y una falta de expectativas que hacen posibles las cosas; como mínimo, esa falta de expectativas estaba presente.

—Ha declarado que, mientras escribía Los años extraordinarios, nunca buscó el norte, que elaboró la novela “tirando los dados”. ¿Alguna vez se desorientó en su recorrido?

—Me ponía trampas conscientes casi a modo de juego o de estímulo. Me autoimpuse una libertad absoluta porque de algún modo inconsciente —fui consciente después— la propia novela se convirtió en un acto de vindicación de la libertad creadora. Al fin y al cabo, estaba escribiendo algo que no pudiera ser sometido a ninguna consideración, opinión o aportación. Ni para bien ni para mal.

—En ese sentido, la “policía de lo correcto”, como canta Bunbury, los talibanes de piel fina, tan abundantes desde hace cada vez más tiempo, tienen muy difícil hallar una teórica ofensa, ponerle en un paredón.

—Con un libro estás mucho más a salvo. Porque hay que leérselo (risas).

—Creo que fue Azaña quien dijo eso de que “en España, la mejor manera de guardar un secreto es escribir un libro”.

"Si alguien decide ponerse las gafas de enfadarse, encontrará todas las ofensas que quiera, en cualquier párrafo"

—Efectivamente. Leer impone una disciplina elemental, que es la de dedicar unas cuantas horas, diez o doce horas, a atravesar. Eso es una criba que permite mucha más libertad en la expresión. Hace falta menos disciplina para someterte, durante una hora, a una película que puedes ver, por ejemplo, mientras wasapeas. Eso te coloca en una salvaguarda algo más liberadora. Por otro lado, si alguien decide ponerse las gafas de enfadarse, encontrará todas las ofensas que quiera, en cualquier párrafo. Cualquier cosa le valdrá y si no, se la inventará. Pero creo que tendrá que hacer un esfuerzo especial para sentirse ofendido en un mundo tan difícil de estabular.

—Cuando, casi al final de la novela, Jaime Fanjul dice que su hija le leía a Galdós, a Walser, a Cunqueiro, a Lorca o los tebeos de Zipi y Zape, ¿afloran los gustos literarios del autor?

—No necesariamente, aunque con algunos sí. Por ejemplo, Cunqueiro, sin duda, es uno de esos conocidísimos desconocidos al que a uno le apetece reivindicar constantemente, a pesar de que se reivindica él mismo con su prosa exquisita. Pero muchas veces imponía a Jaime que dijera cosas opuestas a las que yo pienso, o que se expresara de modos distintos a los que yo tendría, o que tomara decisiones que yo jamás tomaría. Lo cual acaba revelándote a veces, incluso por huida, por el espacio negativo, que dejas… Lo que acaba pareciéndose a mí no es tanto Jaime como la propia novela, la vibración, aquello que sientes leyendo, si te parece que es implacable, o condescendiente o estúpido o absurdo o negro o blanco, probablemente a eso es a lo que me pareceré yo. Mucho más que al protagonista. Y, a veces, me ponía trampas conscientes sólo para ver si era capaz de salir del atolladero.

—En esa retahíla de autores, también menciona a Valle. ¿Es Jaime Fanjul un héroe clásico reflejado en un espejo cóncavo del Callejón del Gato?

"La novela en sí misma es una Saturnalia constante en la que yo no había pensado jamás"

—Si algo no es Jaime es un héroe. En ningún sentido. Apenas aprende nada en toda la novela. Mira todo con gran distancia. Con un asombro bastante deportivo. Nunca juzga, nunca se queja. Eso sí que sería heroico en los tiempos de hoy (risas). Desde luego, si algo no tiene es esa proactividad heroica de quien se sube a un taburete, espada en mano, a guiar a nadie. Es alguien que camina sin un objetivo concreto más allá del propio caminar, y sin el menor sentido de la trascendencia. Es la figura ejemplar del antihéroe.

—El mundo que aparece en Los años extraordinarios, ¿es una Saturnalia? La referencia me pareció explícita cuando escribe sobre los esclavos de São Bento, que “cobraban muy buenos sueldos, trabajaban seis horas como mucho” y “protestaban si no les apetecía hacer algo, o incluso si les apetecía”.

—No era consciente, pero es una referencia muy bonita. La novela en sí misma es una Saturnalia constante en la que yo no había pensado jamás. Procuraré apropiarme de tu referencia negando que se te ha ocurrido a ti (risas). Todo eso tiene mucho que ver con ese juego de trampas autoimpuestas para ver si como autor consigues salir adelante trastocando las leyes de la realidad y, en ocasiones, las de la física, de forma directa, para aportar un nuevo ángulo sobre las cosas, no para revelar nada a nadie. No hay ninguna vocación trascendente, válgame Dios.

—Por curiosidad, ¿por qué Grecia, junto a España, es el único Estado europeo con dos capitales?

—No lo sé. En ese sentido, creo que uno de los epítetos peor usados a la hora de hablar de las cosas es el de «surrealista». Suele emplearse para lo absurdo. Y tiene un poder profundo. Y creo que la novela tiene una vocación surrealista en términos literales: el surrealismo, por ejemplo, huía de toda vocación simbólica y alegórica y se entregaba, de forma decidida, a lo irracional. Lo cual no significa que las cosas generadas de este modo carezcan de significado. Al revés: proceden de un lugar completamente desprogramado, desposeído de toda racionalidad, y, a la vez, enormemente elocuente. Además, el surrealismo tiene una violencia interna, una capacidad destructora muy poderosa. El acto de surrealismo por excelencia sería quemar la Mona Lisa. Cosa nada recomendable, por otro lado (risas). Me refiero a que es la fuerza interna del surrealismo: lo cuestiona todo desde dentro y su objetivo es hacer añicos la convención.

—Y, en este ecosistema surrealista, ¿qué papel cumplen los fantasmas?

"Todo lo sobrenatural en la novela es sobrenatural por poco. Todo es mágico por muy poco. O muy poco mágico"

—Nuevamente, la respuesta es «no lo sé». De algún modo, todo lo sobrenatural en la novela es sobrenatural por poco. Todo es mágico por muy poco. O muy poco mágico. Por eso los teósofos flotan, pero sólo cinco o seis centímetros por encima de la silla. Puedes ver a los fantasmas, pero sólo por la izquierda y con el rabillo del ojo. O sólo los puedes ver en tu propio país porque fuera de él ya no se les sintoniza con facilidad, empieza a haber vibraciones distintas. Supongo que hay una intención, nuevamente inconsciente, de tomar lo inexplicable y darle, paradójicamente, un fundamento muy tocable, muy real y muy definible, y sujetarlo a reglas. Nuevamente, es una paradoja: huyes de toda regla para definir reglas exactas. Pero reglas nuevas, inventadas.

—En el epílogo, Fanjul dice: “Miro dentro de mí y no encuentro certezas, dos o tres presentimientos, ninguna meta más que la de no buscarlas”. ¿A usted también le pasa esto?

—Es más fácil buscarme a través de la novela que a través del propio Jaime, pero has mencionado un paisaje que sí puede tener que ver con cierta mirada personal… Voy a tratar de explicarlo algo mejor. Por ejemplo: Jaime no cree que nada tenga sentido, que nada esté sometido a un orden. En lo personal, no lo veo de esa manera. Creo que hay un orden detrás de las cosas. Un orden a veces invisible, pero todo responde a determinadas causas, a menudo desconocidas. Sin embargo, creo que la falta de objetivos es un gran acicate para el aprendizaje y la creación. Cuando tu meta es muy determinada y esperas cosas definidas y exactas, te pierdes todo aquello que pueda suceder, mientras que el no esperar nada te sitúa en una posición más abierta, no diré que sana, pero más potencialmente productiva. Y eso sí lo puedo compartir con el personaje. Con una diferencia: a Jaime esta explicación le aburriría y le daría exactamente igual.

—Para finalizar, vuelvo a Valle: ¿“el sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”?

—¡Uff! Cualquier respuesta, cualquier intento de respuesta a eso debiera ser labrado en mármol, y huyo de forma sistemática de ese tipo de máximas. Sí creo que la deformación permite muchas veces acceder al corazón de las cosas. Exagerar la realidad permite verla y, como en un momento dado se dice en la propia novela, no hay como desenfocar el mundo como para acceder a uno diferente. A veces, la literalidad resulta no sólo aburrida, sino muy poco reveladora.

—¿Voy a por el mármol?

—¡Madre mía, por eso he puesto esta cara!

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