En su reciente ensayo editado por Fórcola, Flaubert y el viaje a Oriente, Fernando Peña desarrolla una teoría singular: la de que Gustave Flaubert no fue el escritor que hoy conocemos hasta la vuelta del viaje a Oriente que emprendió junto a su amigo, el fotógrafo Maxime de Camp, entre el 22 de octubre de 1849 y el 10 de junio de 1851. Hasta entonces, pese a su dedicación obsesiva a la literatura, solo había escrito varias novelas breves de juventud y las primeras versiones de La educación sentimental y Las tentaciones de san Antonio, ninguna de las cuales le satisfacía, ni causó impresión alguna entre los lectores.
La respuesta a esta pregunta es quizá el núcleo del ensayo, por más que la mayoría de sus páginas se dediquen a relatar el periplo del escritor por Francia, Egipto, Tierra Santa, Siria, Grecia e Italia. Desde siempre, Flaubert había amado la idea del viaje como fuente de autoconocimiento, pero nunca salió de Francia hasta que su amigo el pionero de la fotografía Maxime du Camp lo convence. Por aquel entonces, Oriente era todavía el gran mito romántico y, en particular, Egipto y la egiptología se habían convertido en una autentica moda en el contexto de la transición entre el viaje romántico y el turismo de masas, que llegaría con la proliferación de la burguesía.
Pero volvamos a ese 10 de junio de 1851. El clima de Normandía es todavía fresco, aunque los días se han alargado. Gustave Flaubert se ha tendido a dormir para descansar del traqueteo de los carruajes que lo han traído desde Marsella. Acaba de despertar y observa que su madre le ha preparado la cena en el jardín, al que sale desperezándose. Se ha puesto el tarbush rojo que compró con Du Camp en El Cairo —un gorrito cilíndrico con gran borla dorada en la cúspide—. Su aspecto es ridículo, fuera de lugar, tal como se siente tras dos años ausente de casa. La mente del escritor, ensimismada, evoca desiertos, templos, palmeras, oasis, ruinas, puestas de sol, atardeceres sobre el Nilo. Nada tiene que ver el sol tibio de Croisset con aquel otro de Giza, que contempló justo antes de su primera noche durmiendo a la intemperie, frente a la gran esfinge y las pirámides. Todavía recuerda la fría brisa nocturna, y el cielo despejado repletos de estrella. Las evocaciones del viaje lo envuelven, a la par que su obsesión por la literatura, por ser novelista y por desarrollar un estilo propio que hasta la fecha no ha encontrado…
Aquellos cien días del verano del 51 no puede hacer otra cosa que dar forma a los cuadernos de notas que ha traído consigo, numerados del 4 al 9, y tratar de escribir un libro de viajes al uso romántico, que llamará Viaje a Oriente y se publicará a título póstumo. Los cuadernos de notas, escritos a lápiz, son solo un registro, un depósito o archivo de experiencias sin elaborar: de sensaciones, de descripciones, de breves relatos, de apuntes sobre personajes estrafalarios de aquí y de allá.
El Viaje a Oriente es, en efecto, una narración elaborada a partir de sus notas, en las cuales Flaubert se refiere a sí mismo en pretérito, pero irrumpe constantemente en el presente de su vida en Croisset mientras recuerda el pasado. Un ejemplo de este empleo caprichoso de escenarios y tiempos verbales lo encontramos cuando Flaubert escribe sobre su baqueteada tienda de campaña, cuando se quedan a dormir frente a la esfinge de Giza: “Levantamos la tienda (era su estreno; hoy 27 de junio de 1851, acabo de dobrarla con Bossiere (su jardinero), muy mal: es su fin”.
En este sentido, Fernando Peña cita una obra de Patricia Almarcegui también publicada por Fórcola, Los mitos del viaje: Estética y cultura viajeras, y escribe que en el Viaje a Oriente, novela de viajes, «encontramos la inmediatez de las notas tomadas al vuelo y en directo (…) combinadas con un ejercicio de memoria y narración inmediata producido durante las primeras semanas del regreso a Croisset, en un proceso que Patrica Almarcegui ha estudiado como “ficcionalización de la experiencia”.».
Continúa Peña afirmando «el interés de comparar las notas con el Viaje a Oriente para comprobar hasta qué punto actuaron el escritor testimonial, durante el viaje, y el escritor literario, en Croisset». Y la prueba más evidente de la manipulación literaria de los apuntes de viaje la encuentra en un relato genial, que se inserta del modo más caprichoso al comienzo del libro. Lleva por título A bordo de la canga. La canga es la embarcación que llevó a Flaubert y Du Camp de crucero por el Nilo. El juego literario consiste en que Flaubert escribe A bordo de la canga antes de que suceda, mientras recorre Francia para embarcarse hacia Egipto desde Marsella; sin embargo, en el seno del relato él está ya remontando las aguas del Nilo y recordando su infancia en Croisset, el viaje por Francia que lo conduce hasta Marsella, y también su primer viaje a esta ciudad, donde mantuvo la primera relación sexual. Se trata, por tanto, de una narración que imagina el futuro evocando el pasado.
En este breve cuento está ya la sensación de libertad, de dominio de la literatura que estalla con fulgor en Madame Bovary, cuando Flaubert comienza a escribirla el 19 de septiembre de 1851, a dos días del comienzo del otoño. Antes, durante todo el verano, ha morado en Egipto, en Tierra Santa, en Siria, en Grecia y en Italia con la imaginación: ha vuelto a viajar en sueños a los lugares donde habitó durante casi dos años. En definitiva, lo que ha hecho es soñar lo vivido; porque, al fin y al cabo, ¿no es escribir narrativa soñar despierto?
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