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Tres poemas de Vicente Duque

Tres poemas de Vicente Duque

Vicente Duque, nacido en 1965, es licenciado en filología y doctor en la misma especialidad por la Universidad de Oviedo. Ha publicado en volúmenes colectivos diversos trabajos sobre semiótica y teoría de la literatura, así como diferentes aproximaciones a la vertiente literaria de la filosofía de autores como Friedrich Nietzsche o Michel Foucault. Es autor del libro de ensayos Enigma y simulacros: Sobre el devenir trágico de la escritura literaria (Vaso Roto Ediciones, 2011) y colaborador de las revistas Clarín y El Cuaderno. Los siguientes tres poemas pertenecen al libro inédito Rosa de Orsenna.

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La imagen esquiva                                                          

(Resnais)

Dos cuerpos enlazados, dos memorias

en la dorada lluvia radiactiva

pivotan sobre un eje enardecido,

fluyen en las vertientes que divergen

sobre el tiempo a dos aguas del recuerdo

de Hiroshima y Nevers.

Brilla el contorno

granulado del sueño y el deseo

en la elipse furtiva que acoge a los amantes

previa al fundido en negro, a la desdicha

del espacio escindido, irremediable,

por el que vagará tu imagen nómada

como Eurídice esquiva;

presentida y no vista y persistente

en la llama en que ardió con fuego insomne

la pasión geminada.

Lot y sus hijas

                                                            (Lucas de Leiden)

Qué distante la luz, el fulgor cenagoso de la ciudad en llamas,

los antiguos sillares de la torre abolida

donde gime la brisa, donde redobla el aire fatigado de Orsenna

su huida atormentada como un caballo herido.

La cólera de Dios que ha cegado a los hombres

me ha dado la embriaguez,

—lluvia de estrellas

que invadiendo la piel se añade a mis latidos—,

y tu cuerpo, brebaje de prontitud y dicha

fenecida al instante.

En el candor

de tu seno desnudo apuro el eco

de armadura letal, abrazo el talle

núbil de la tibieza, seda o miel

que va fluyendo de su tenue recinto

hasta la mano aleve o pezuña de fauno.

Que no importune el humo

nuestro rito carnal, que no mancille

los arcos sin error de tus dos pechos.

Oro espectral, penumbra. Languidece

la luz como el deseo del ebrio.

Tránsito de la tarde con insectos lunares

en los altos cenobios. Arcángeles de azufre

hozan el firmamento, vuelan sobre el relámpago y el báratro

de los placeres idos.

Enrédate en mi afán,

desnúdate y acecha

guarecida del fuego y la crueldad impía

de la ciudad dañada y del rostro tatuado

mirando desde el sueño,

desde el eclipse astral y su lucir distante,

lastimoso, marchito. Las luciérnagas

vierten sobre el dolor su red de incandescencias

porque recobre el sol la perdida presteza

en el orto augurado y tense el hilo

lacio en su declinar sobre el abismo.

Muro de Barad-dûr, torres de Angband

(Soliloquio de Sauron)

He murado los campos, las fronteras,

para evitar el duelo. He alzado torres

más altas que la luz, inexpugnables

a la algara del viento. Un hondo foso

con su diámetro hostil ronda mi armada,

mi extremada vigía. Acorazadas

aristas, azagayas, cavas, fuertes

escorpiones de cobre, partesanas,

máquinas de defensa. Un corselete

del más bruñido acero cubre el pecho

melancólico y solo. He clausurado

mi corazón desnudo con cadenas

de sinuoso eslabón: cota de malla

de fabrido metal para que el reino

pueda vivir en paz, por siempre ajeno

a la aflicción de Amor.

 

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