El océano tiene secretos, y también memoria. Pensaba en ello mientras contemplaba el Mediterráneo, después de un año sin verlo. Las olas rompían con fuerza ese día en la orilla. Luego, el sol salió arrancando destellos metálicos de la superficie, repentinamente amable, mientras en un punto intermedio entre el horizonte y la costa un velero atravesaba una línea invisible. Fascinante lugar. En ese instante mi mente voló al libro que estaba leyendo en esos días, El galeón Nuestra señora de Atocha, la última creación de Montserrat Claros, y de repente ya no sólo había mar ante mí, también había miles de historias.
—Tengo pruebas del suceso más importante acontecido en el Mundo desde la venida de Jesucristo a la Tierra —dijo el astrónomo. Estoy convencido de que en los nuevos mundos que Galilei ha sido capaz de observar con los anteojos de su invención existen ejércitos que patrullan los cielos.
Estamos en la época en la que el esplendor del Imperio español empieza a verse amenazado por las crisis y las continuas guerras en Europa. La Carrera de las Indias reportaba a la Corona los beneficios necesarios para mantener intacta esa superestructura. La formidable Flota de Tierra Firme, formada por los convoyes de galeones que cubrían la ruta entre el virreinato de Perú y la Metrópoli, era la responsable de traer a España las vastas riquezas obtenidas en las colonias de ultramar para poder sufragar los gastos bélicos que se libraban en el Viejo Continente. Esta flota fue la pieza clave de todo este engranaje, cuando España gobernaba sobre medio mundo.
La nave almiranta llevaba el nombre más sagrado de todos los santuarios de Madrid para propiciar su protección. Los barcos del rey llevaban estibado en sus bodegas el Tesoro Real: plata de Perú, oro y esmeraldas de Nueva Granada y millones de pesos recaudados en el virreinato a modo de impuestos.
En tales circunstancias partió el galeón Nuestra Señora de Atocha rumbo a las Indias, con nuestros principales protagonistas a bordo: el capitán Gaspar de Vargas y el astrónomo Luca de Pazzi, discípulo de Galileo Galilei, ambos confrontados en su modo de ver el mundo, como lo estuvieran en otros mares Aubrey y Maturin. Pazzi es un hombre de ciencia deseoso de conocer los misterios que aguardan en los territorios inexplorados del Nuevo Mundo, mientras que el pragmático y fascinante capitán Vargas trata de mantener en orden la flota que tiene a su cargo, pero empieza a sentir fascinación por los descubrimientos que el persuasivo Pazzi ha escrito en un libro que debe sobrevivir a toda costa. Leyendo la maravillosa historia, me doy cuenta de que lo que transportaba este galeón era, ante todo, conocimiento. Un conocimiento poderoso e imperecedero, mucho más valioso que todo el oro y la plata que portaba el Atocha.
Había sido la lectura de un libro la que le había librado de la locura. Un libro que se había mantenido seco después de soportar el azote de dos huracanes y más de seis meses rodeado del salitre de las olas.
La lectura como evasión, donde se produce el milagro. El que te lleva muy lejos, te enamora de sus personajes, y durante un espacio de tiempo te permite vivir otra vida. Esa es la literatura que hace Montserrat Claros, siempre sabiendo conjugar su inmenso bagaje en sabiduría sobre historia naval con una puesta en escena narrativa absolutamente cautivadora.
No se pierdan esta historia increíble de la altiva dama de los mares que hizo zozobrar a los hombres, los condenó a la muerte, a la codicia, pero también a la salvación y a la honestidad. Descubrirán mucho más que un tesoro si navegan en sus páginas sin perder de vista el rumbo que marcan las estrellas…
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—Querida Montse, es un placer tenerte de nuevo en Zenda con esta espléndida aventura. Cuéntanos ¿cómo llegaste al galeón Nuestra Señora de Atocha, y qué te sedujo de ella? ¿Cómo te has documentado?
—Y para mí, Susana, es un honor volver a charlar contigo “detrás de las palabras” para tus lectores en Zenda. Contestando a tu pregunta, es complicado determinar el momento justo en el que me topé con este galeón en particular. Lo que sí recuerdo es que estaba leyendo sobre la Carrera de Indias en el siglo XVII. Eso me condujo a conocer lo que ocurrió con la Flota de Tierra Firme de 1622. A partir de ahí, ya no puede parar. Fue como si se conectara un piloto automático que no dejaba que me apeara de las lecturas sobre la Flota de 1622, ni del galeón Nuestra Señora de Atocha. Fueron meses de libros y facsímiles. Hay abundante bibliografía sobre la Carrera de Indias, y documentación en el Archivo General de Indias de Sevilla. Cuando algo me interesa mucho no puedo evitar pensar en ello en clave de novela, y si encuentro pronto los personajes adecuados para hilar la trama, entonces el proceso de creación fluye con el viento de popa. Me sedujo el reto de convertir esa odisea naval en una novela. Me pareció que la imponente leyenda del Atocha era digna de ser recordada.
—Háblanos un poco de la Flota de Tierra Firme y el papel que jugó en la Carrera de las Indias.
—La Carrera de Indias fue una superestructura naval y económica que atravesó tres siglos de la Historia de España y de los países Iberoamericanos. Con ella era posible traer a la Metrópoli los impuestos recaudados en los virreinatos y todo el oro y la plata necesarios para sufragar los gastos ingentes que suponían mantener un Imperio. Básicamente, estaba constituida por dos flotas: la Flota de Nueva España, que cubría el territorio de lo que ahora es México y las Antillas, y la Flota de Tierra Firme, que navegaba por las costas del istmo de Panamá y los puertos de las costas caribeñas de la América del Sur. En el siglo XVII, cada flota navegaba con una media de 30 naves. Cuando las labores mercantiles terminaban, ambas flotas se reunían en La Habana para hacer juntas el tornaviaje, y podían llegar a formar un convoy de hasta 60 naves. El papel de la flota de Tierra Firme era fundamental. En sus galeones se estibaban cantidades escandalosas de plata y oro procedentes de las minas situadas en lo que hoy es Perú o Bolivia, así como piedras preciosas o perlas. La imaginación vuela en un mar de fantasía cuando uno piensa en las bodegas de esos galeones.
—¿Cuánto podían llegar a pesar estos galeones, y cuántas personas embarcaban a bordo? imagino que la supervivencia debía de pender de un hilo en esos viajes…
—Los galeones en el siglo XVII ya eran naves de una envergadura considerable. Su peso osciló entre cuatrocientas cincuenta toneladas y ochocientas. Dependía de las piezas de artillería de bronce que cargaran. Una media de veintidós cañones. A veces más, si se trataban de los galeones de custodia. Con las bodegas cargadas podían superar las mil toneladas fácilmente. En cuanto a la gente que se embarcaba en ellos, no bajaba de doscientas personas por galeón, teniendo en cuenta las dotaciones, los Tercios embarcados, o Tercio de Galeones, y los pasajeros. El asunto de regresar o no a la Metrópoli dependía de cuantos piratas ingleses u holandeses estuvieran al acecho para hacer de las suyas. Y del mar. En aquella época no había un satélite a cuatrocientos kilómetros sobre tu cabeza para facilitarte el parte meteorológico sobre una pantallita. Te podías encontrar con sorpresas tanto a la ida como a la vuelta. El hacinamiento era un auténtico problema, y además viajaban animales. Las enfermedades y las calmas chichas también podían complicar las cosas. Es decir, que el término “sobrevivir” que has utilizado es el correcto. Llegar vivo a alguna de las dos orillas del océano Atlántico era una auténtica epopeya.
—Dices en tu obra que los oficiales de la Armada Real no se podían permitir ni un atisbo de flaqueza. ¿Cómo era su formación académica?
—La formación náutica académica no se reguló, como tal, hasta el siglo XVIII, aspecto que fue protagonista en mi novela El periplo del talismán, donde el Real Colegio Náutico de San Telmo de Málaga es casi un personaje más. En esa institución se impartían las materias que un piloto y un oficial de guerra debían dominar. Pero en la época que rodea al año 1622 un oficial de la Real Armada aprendía a navegar en Colegios de Pilotos y en las clases de cosmografía que se daban en la Casa de Contratación de Sevilla. Los pilotos y oficiales, a su regreso a Sevilla, estaban obligados a entregar al piloto mayor y a los cosmógrafos las observaciones practicadas en sus viajes. Rumbos seguidos cada día, los vientos de mar y de tierra, las calmas, maniobras en los palos, relación de pertrechos, las tempestades y huracanes, cartografía, mediciones astronómicas, corrientes y resacas, islas, arrecifes, bajíos y escollos. Todo lo que hubiesen anotado en el diario de a bordo, que es como nace ese libro imprescindible para cualquier navegante. Las escuelas náuticas elementales proliferaron con el paso de los siglos, aunque los hombres de mar, por aquel entonces, no tenían muy interiorizado el estudio reglado. Era la experiencia en el mar lo que primaba. Los continuos viajes constituían una escuela experimental imprescindible. Y los tres primitivos años de estudio necesarios para obtener título de piloto, por ejemplo, llegaron a reducirse a tres meses a mediados del XVII si tenías acreditado seis años en prácticas de viajes. Esta simplificación estaba condicionada, también, por la escasez de pilotos y oficiales. En el caso del capitán Gaspar de Vargas, su eficacia estaba más que acreditaba por los éxitos de sus periplos.
—El celatone, invento de Galileo para medir las longitudes marinas, ¿llegó a usarse asiduamente para ayudar en la orientación de la navegación?
—La historia de la relación del celatone de Galileo Galilei con los galeones españoles es apasionante. Te aseguro que encontré documentación asombrosa al respecto que me entusiasmó. Emplazo a los lectores a que descubran esa vinculación de la Corona española con este emblemático astrónomo. No tiene desperdicio.
—El capitán Gaspar de Vargas merece un capítulo aparte. Personaje fascinante e inteligente, que además experimenta una de las evoluciones más importantes de la novela. Háblanos de él y de su relación con su compañero de viaje, Luca de Pazzi.
—El capitán Gaspar de Vargas era un reputado oficial de la Flota de Tierra Firme que existió realmente, y es uno de los principales protagonistas de la novela. Con la escasa información que hay de él he construido el personaje con la firme convicción de que para realizar la labor que desempeñó en la Flota debía poseer ciertos rasgos en su carácter. He creado el personaje con el bagaje que me han dado las lecturas sobre los marinos de la época. Y yo creo que va a encantar a los lectores. El capitán Gaspar de Vargas despliega en la novela su viaje interior, sus idas y venidas desde la exigencia que requiere el mando sobre la cubierta de un galeón hasta las nuevas ideas que conoce, gracias a Luca de Pazzi, durante uno de los periplos que comparten.
—Como sucedió con el personaje del duque de Medinaceli, en tu obra La carta de Juan de la Cosa, el personaje del Capitán Vargas tiene un conflicto entre sus obligaciones y la nueva vida que se abre al conocer a Pazzi.
—Exacto, Susana. No vamos a desvelar aquí de qué naturaleza fue el conflicto que mantuvieron, pero Pazzi, el discípulo de Galileo, sumió al capitán Vargas en zozobras nada convenientes para desempeñar su labor como oficial de la flota. Creo que en la novela muestro cómo cualquier persona puede sucumbir a inquietudes y desasosiegos aunque le avalen el prestigio y la experiencia ampliamente reconocidos. Gaspar de Vargas se enfrenta a una lucha personal que debe solventar sin ayuda de nadie. Porque Vargas no sólo es un reputado capitán de la Flota de Tierra Firme. Además, debe parecerlo.
—Él es además el hilo conductor que une el tiempo, desde la odisea de la flota hasta el futuro, literalmente. Pazzi fue un visionario y Vargas tuvo la suficiente intuición para saber verlo. Me encantan ambos personajes.
—Así es, Susana. ¡A mí también me encantan! El papel que desempeña el capitán Gaspar de Vargas en la novela trae hasta el siglo XXI ese halo de misterio que envuelve al galeón Nuestra Señora de Atocha, una odisea que se prolonga hacia delante, a través de los siglos, hasta llegar a nosotros y más allá. Pazzi mostró a Vargas la libertad de pensar. Pazzi abrió para el capitán Vargas las compuertas de lo excepcional, de lo sorprendente.
—¿Por qué es tan importante el Cosmos en esta historia? ¿Qué representa para ti todo esto?
—La novela está impregnada del espíritu astronómico que se vivía a bordo de un galeón del siglo XVII. Cualquier oficial al mando sabía navegar usando tablas astronómicas. Y además, aún no se había inventado el cronómetro para poder medir la longitud —eso llegaría en el siglo XVIII—, por lo que era fundamental saber leer en el cielo nocturno y también en el diurno. Por eso el Cosmos es casi un personaje más de la narración. Y me encanta haberlo contado, porque explica lo azarosa que fue la navegación en la Carrera de Indias. Claro que el Cosmos, en el sentido griego del término, tiene sus leyes. Pero en el siglo XVII, como en el XXI, se la trae al pairo si se ajustan o no a los intereses mundanos de los tripulantes y pasajeros de los galeones. En aquella época mirar al cielo era algo habitual. Y mucho más a bordo de las naves que atravesaban el Atlántico. Los cielos eran la referencia por antonomasia que debía conducir a las flotas a puerto seguro. Los cielos eran un escenario en donde ocurrían cosas muy interesantes. Es una lástima que hoy apenas se mire hacia arriba. Porque el espectáculo está servido y encima es gratis.
—¿Qué estrellas debían mirar exactamente durante la noche?
—Sin duda, la estrella polar. Se encuentra en el polo norte celeste. Aparece estática, mientras las otras estrellas trazan trayectorias circulares alrededor de ella por efecto de la rotación terrestre. Los navegantes observaban su altura para obtener con suficiente precisión la latitud en la que se hallaba una nave. El cálculo de la longitud ya era harina de otro costal. Sólo contaron con estimaciones de esta coordenada hasta bien entrado el siglo XVIII. Y por supuesto, también les servía para verificar el rumbo.
—La filosofía también está presente gracias a ese libro secreto tan valioso que viaja a bordo del Atocha. Un libro que habla acerca de la búsqueda de la verdad… Fe y Ciencia confrontadas, de nuevo.
—En efecto. Una novela debe suscitar preguntas, incitar al pensamiento a reflexionar. El siglo XVII es un tiempo de transición en la Historia de la Filosofía. Se está preparando la irrupción de las ideas ilustradas del XVIII. Los científicos de la época lo intuían. En esta narración está muy presente ese ámbito del contexto histórico que rodeaba a la Carrera de Indias. Y resulta que en El galeón Nuestra Señora de Atocha la persecución de la Verdad desemboca en una trepidante aventura. Y se trata de una aventura que se extiende hasta el siglo XXI.
—Esos descubrimientos inquietantes que se relatan aquí sobre extraños fenómenos observados en el cielo, ¿están documentados?
—Absolutamente. Todos y cada uno de ellos están registrados en los diarios de a bordo de los marinos y expedicionarios que aparecen en la novela. Hay cientos de reputados personajes, a lo largo de la Historia, que los han registrado en los libros de guardia. Sin ir más lejos, el mismísimo Cristóbal Colón anotó la observación de incidencias anómalas en su diario de a bordo. Esas anotaciones han sido estudiadas, y minuciosamente analizadas, recientemente por un comité de expertos de la Armada española. En la novela El galeón Nuestra Señora de Atocha sólo aparecen los que se ajustan al argumento.
—Ahora que ya el mismo Obama ha hablado de la existencia de extraños objetos en los cielos y el Pentágono desvelará informes al respecto, ¿puedes contarnos alguno que te haya sorprendido en particular?
—Es muy interesante esto que mencionas, Susana. El hecho de que vayan a desclasificarse esos informes está generando muchas expectativas. Creo que demasiadas. A mí no se me olvida algo que leí sobre geopolítica, que es como llaman ahora a las teorías de conspiración. Miembros de esa élite que realmente maneja los hilos de la ingeniería social en el mundo nos denomina a todos nosotros, a los que no manejamos absolutamente nada, como la masa oscura, que no debe confundirse con la materia oscura, que esa sí que parece ser relevante para condicionar el comportamiento del Cosmos. Dudo mucho que a nosotros, a los de a pie, la masa oscura, vayan a desvelarnos absolutamente nada sobre la naturaleza de esos fenómenos extraños reportados incluso por miembros de las fuerzas armadas de muchos países del mundo. A mí me parecen sorprendentes todos. Y uno de los más significativos, sin duda, es el que describió Cristóbal Colón en su diario de a bordo de características muy similares a los reportados en la actualidad por miembros de las Armadas, pilotos militares y comerciales, por pescadores, capitanes de la marina mercante, etcétera. En las carabelas, teniendo en cuenta que estaban a ochenta kilómetros de divisar tierra, según la fecha en la que aparece apuntado el fenómeno, y que las costas de Guanahaní apenas superan los cincuenta metros de altura, el almirante Colón, y varios miembros de las tripulaciones de las tres naves, divisaron en el horizonte luminarias saliendo del mar que ascendían y descendían en el aire. Hoy por hoy, no puede darse explicación a ese extraño fenómeno. Los análisis recientes concluyen que no podían ser bioluminiscencias y que tampoco se podían divisar, desde aquella distancia, las hogueras de los nativos. Los estudios realizados actualmente no pueden contestar a la pregunta de qué fue aquello que vieron en ese emblemático viaje. Es muy, pero que muy curioso.
—Esta obra me ha llevado a muchos territorios, no sólo físicos. El mar, el espacio, la búsqueda de la verdad… ¿La historia te llevó a todos esos lugares? ¿Cómo sucedió?
—Sí. A todos esos territorios. Conforme avanzaba en la escritura me di cuenta que los personajes hablaban de sí mismos con facilidad y soltura. Cobraban vida y empujaban la novela hacia territorio inexplorado. Me ha supuesto una aventura real el escribirla. Y espero que también lo sea, para los lectores, su lectura. La filosofía, la navegación a vela, los espíritus de hombres y mujeres a bordo de los galeones que nos gritan su historia desde cada página, la ciencia del siglo XVII, la bóveda celeste como reloj náutico, el mar y la incertidumbre. Y la Carrera de Indias como fastuoso escenario donde todo acontece. Un todo que me ha apasionado.
—Me parece que has disfrutado muchísimo escribiendo, porque aquí no solo se relata la historia de un viaje, hay algo más… Cuenta hasta donde puedas.
—He disfrutado más de lo que me imaginaba. Cuando comencé a escribirla tenía un propósito bien definido. De pronto, me di cuenta de que podía contar cosas que ni remotamente había planificado, asuntos que me han interesado durante décadas. Espero que el lector disfrute con todo ello. He sentido auténtica libertad escribiendo. En realidad, siempre me siento libre cuando escribo. Pero con El galeón Nuestra Señora de Atocha he ido un poco más allá.
—He visto muy pocas personas que escriban sobre la mar como lo haces tú. ¿Qué es para ti ese entorno, qué te evoca?
—El mar es el espacio más extenso, más salvaje y más ignoto del planeta Tierra. Apenas sabemos nada de él. El mar es un Universo en sí mismo, tan desmesurado y misterioso como cualquier nebulosa de brillantes colores que nos han mostrado los telescopios. El mar representa lo indómito. Lo inabarcable. Lo desafiante. Por eso, cuando navegas sobre él, se encarga de colocarte en el lugar que te corresponde. Ese que nuestra arrogancia aún no ha sabido ubicar. A pesar de todo eso, está gravemente herido. Nos hemos apañado para adulterar uno de los paisajes más hermosos del Sistema Solar. Y ahora vamos a por la Luna y a por Marte. El señor Elon Musk debería, antes que nada, construir contenedores de basura en sus superficies para empezar a educar a los futuros viajeros procedentes de la Tierra a no ensuciar. Ya veremos qué sale de todo esto, porque nuestra naturaleza es eminentemente contaminante. Con el mar ya lo hemos conseguido. El mar se ha convertido en vertedero planetario del que sólo nos acordamos cuando el telediario retransmite la liberación de una tortuga atrapada en el plástico.
—Al finalizar la lectura no puedo evitar recordar las palabras de Nexus-6, el replicante de Blade Runner: «He visto cosas que jamás creeríais». Me gustaría pedirte que añadieras algo más a esto.
—Esa mítica frase cinematográfica alude a la percepción que cada uno tenemos de lo extraordinario. Todos guardamos, en un rincón de nuestra mente, ese instante en el que fuimos capaces de tomar conciencia de lo inabarcable que es la comprensión de lo real, de lo existente. Procuramos no pensar mucho en ello porque el vértigo que produce puede resultar peligroso. Y también hace referencia a la belleza e intensidad de algún momento vivido. En mi caso, Susana, jamás olvidaré la noche en que pude contemplar, mientras navegaba, la Vía Láctea sobre el Atlántico. Un cielo nocturno nítido y estremecedor que percibía como si hubiese descubierto algo nuevo, algo asombroso. Nunca olvidaré esos abrumadores momentos.
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