La historia de Lisey no es exactamente la novela más introspectiva de Stephen King, o al menos no la única, pero sí una en la que el escritor de Maine vuelva la percepción de su imagen pública, como escritor y persona, en un maremágnum de deseos y certezas, lugares comunes propios (¿o será mundos, Boo’ya Moon?) y puntos de vista más o menos insólitos, al menos en la fecha de su publicación en 2006. También es una obra dedicada, evidentemente, a la figura de su mujer, Tabitha, apoyo en la sombra de un genio comercial que encuentra en Lisey una suerte de proyección romántica. Pero sobre todo, también, a sí mismo.
King, que casi muere atropellado en 1999 y que sufrió una doble neumonía cuatro años después, se imagina lo que es ser desalojado de este mundo a través de la historia, medio real medio inventada, de una viuda que recuerda y por eso inventa, que es acosada por un loco que desea sus manuscritos (un suceso igualmente inspirado en la vida real del matrimonio) y que encuentra la solución a sus problemas en esa hermana catatónica, enloquecida, que como nuevo trasunto de la clásica figura del tonto mágico de King sirve de puerta al Más Allá. Pero La historia de Lisey es lo más cercano a una corriente de conciencia que ha escrito King, con constantes fugas al pasado intercaladas con el presente, como fugas también son las que tenía Scott Landon a Boo-ya Moon, un lugar exuberante por el día pero peligroso por la noche.
A Larraín le ha tocado traducir este sin dios que King, en su guión, se esfuerza en otorgar la estructura y direccionalidad que necesita un relato audiovisual. Para ello incrementa el protagonismo del villano, interpretado por un Dane DeHaan que encuentra aquí la oportunidad de su vida para hacer de ido, y por tanto las dosis de terror, y aclarando al máximo el elemento de búsqueda física como trasunto de la mental, reduciendo el alcance del misterio pero aumentando la claridad expositiva.
El director lo pone en escena en una miniserie justamente preciosista, que aprovecha lo pintoresco del Maine actual pero lo viste de cuento de hadas siniestro. En el segundo capítulo de la serie está ya todo encarrilado, para todo aquel que guste: La historia de Lisey no encaja en el típico relato de terror puro de King (¿acaso alguno lo es?) sino que enfatiza el drama y la melancolía por encima del evidente componente fantástico, que sin embargo brilla por méritos propios para alejar el producto de las garras del vulgar telefilm romántico de sobremesa.
La serie de Apple es, como el libro, no por casualidad el favorito de King pero no especialmente de sus fans ocasionales, un complejo reflector de todos los “resplandores” de su carrera, concebidos aquí como estanques donde beber es un milagro peligroso. Es el escenario donde en nuestra mente se producen las convergencias de mundos experimentadas por Roland Deschain, canalizado, eso sí, en formato de drama romántico, y no como la mega-fábula de La Torre Oscura. Una estructura mítica que, de todas formas, muchos de sus aficionados quizá adivinen en la distancia de Boo’ya Moon. Tiene pinta de que La historia de Lisey va ser una de las mejores obras audiovisuales que nos deje King tras su repunte comercial a raíz de la adaptación de It (Eso).
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