Cristina Rivera Garza. Foto de Pia Riverola.
El duelo es el fin de la soledad
A raíz de la trágica muerte de su hermana Liliana, el 16 de julio de 1990, la presencia de esa joven asesinada a los 20 años ha acompañado a la escritora mexicana Cristina Rivera Garza incluso en los minúsculos intersticios de los días: por sobre el hombro, a un lado de la voz o en el eco de cada paso. “Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles”, escribe. Todo este tiempo, Liliana ha estado junto a ella, con y adentro suyo, y afuera, envolviéndola con su calidez, protegiéndola de la intemperie. Ése, confiesa, ha sido el trabajo del duelo que ha tenido que realizar ella y su familia: su padre y su madre: “reconocer su presencia, decirle que sí a su presencia”.
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—Soy historiadora de entrenamiento académico —dice al respecto Cristina Rivera Garza al otro lado de la pantalla, a más de diez mil kilómetros desde su casa en California—, y he vivido por muchos años con la impresión de que todo termina encontrando su lugar en un archivo muerto; llámalo inocencia, pero es lo que he pensado porque es lo que utilizo cuando estoy haciendo mis trabajos como historiadora. Así que cuando una empleada del Ministerio Público de México me dijo la frase de que el expediente del caso de mi hermana podía morir, fue para mí un shock, porque subrayaba los mismos fundamentos que había creído del mundo. Pero no es cierto que todo termina en un archivo muerto, porque la selección para que así sea tiene mucho que ver con nuestras relaciones de poder, con qué consideramos valioso o no, con qué vidas merecen ser rescatadas y preservadas y cuáles no. Así que el hecho de que exista un expediente en los archivos del Estado quiere decir que hay una traza institucional de tu experiencia por la tierra. Por ejemplo, para buscar las trazas de hombres y mujeres de la clase trabajadora en México de finales del siglo XIX a inicios del XX tuve que recurrir a los expedientes de un manicomio, porque ahí es donde quedaron marcas de esa experiencia, pues no había diarios ni otro tipo de cosas, y ahí encontré ese rastro institucional. Entonces, cuando me dijeron que los expedientes institucionales no viven para siempre, me dije que no quedaría una traza institucional de la vida de mi hermana, que solo iba a quedar nuestra memoria familiar, y como nosotros, la familia, hemos llevado un duelo tan personal, pensé que en el momento en que desapareciéramos de esta tierra no iba a quedar nada. Y esa posibilidad me aterró, y desde ese momento me propuse escribir un libro cuya aspiración fuese sustituir ese expediente que no encontré y que anda por ahí. Y esa es, tanto en su fondo como en su forma, la intención subyacente de esta novela, y por eso responde a la lógica del archivo, del documento, porque está de entrada este terror de ver desapareciendo de la faz de la tierra la experiencia fundamental de un ser humano entrañable y querido para mí.
—Pero también está la voluntad firme de hacer justicia, porque en cierta forma este libro es un clamor de justicia, y supongo que también se hace eco del clamor de justicia en México y en otras partes del mundo ante los feminicidios.
—Yo creo que todos los libros son libros activistas. Por un lado hay los libros que son libros comprometidos con el estado de las cosas y, por otro, libros comprometidos con criticar el estado de las cosas. Yo siempre he estado en el segundo equipo, porque el estado de las cosas, siendo una mujer migrante en el mundo que vivimos, deja mucho que pedir, porque el estado de las cosas está fundamentalmente estructurado alrededor de una violencia de la cual cuerpos como el mío son carne de cañón todos los días. Así que me parece que una crítica de ese estado de las cosas es fundamental. En ese sentido, este libro es un libro activista; es un libro que se hace la pregunta sobre las condiciones materiales que permitieron el feminicidio de mi hermana en 1990 y que lo siguen permitiendo en el día de hoy, en el que perdemos diez mujeres al día en México, y estoy segura de que en otros lugares del mundo los números tal vez no sea tan macabros pero no son bajitos tampoco. Por eso me pareció fundamental que este proceso de restitución de la historia de mi hermana fuese acompañado de una demanda de justicia, porque hay muchos feminicidas sueltos, y en particular uno en este caso, contra quien se expidió una orden de aprensión porque se encontraron suficientes evidencias para que un juez determinara que así fuera. Entonces, es una demanda de justicia para que ese feminicida, de nombre Ángel González Ramos, que se dio a la fuga y no ha sido localizado hasta el día de hoy, sea localizado y puesto a disposición de la justicia. Y por eso decidí poner su fotografía, para decir que existe y es parte de esta demanda de justicia.
—Hay un aspecto importante en la escritura de este libro: su lenguaje, que abreva en una serie de documentos encontrados en cajas donde se guardaban cuadernos de notas de la propia Liliana, que se reproducen a lo largo de la narración. ¿Cómo lo trabajaste y de qué forma estructuraste todo el libro?
—A veces pareciera, cuando se trabaja con documentos de archivo, que la labor es nada más copiar y pegar, pero nada más lejos de la realidad. Los testimonios siempre hay que producirlos; los testimonios no nada más los escuchas o los grabas, sino que los transcribes, cotejas, reescribes, te haces preguntas, reorganizas, y haces un trabajo muy complejo cuya labor es como el maquillaje de un rostro para que se vea natural y que parezca que así era desde el inicio. En los textos hay un trabajo con la forma que es muy fuerte. A mí esto me importaba mucho, y la cuestión del lenguaje en este libro es fundamental, porque lo que nos mantuvo en silencio mucho tiempo, lo que nos calló la boca a mi familia muchos años, fue la interpretación de la manera en que el patriarcado contó el feminicidio de mi hermana, como si se hubiera tratado de un crimen pasional, y al decir esto se culpaba de alguna manera a la víctima y se exoneraba al depredador. Al recurrir a las palabras de Liliana, a sus apuntes, a su manera de ver el mundo, se cuenta otra historia, se cuenta una historia completamente distinta. Y yo creo que ahí, en ese cambio, radica el poder crítico del lenguaje propio. Después, quise estructurar el libro de acuerdo a la forma que tenían los papeles de Liliana, de acuerdo a la forma en que ella los archivó, porque una forma de archivar es una forma de pensar también, de organizar el mundo, y hace que el libro responda a esa forma de organización y proyecta la forma de esos apuntes, cosas pequeñas, no importantes, fragmentarias, cotidianas, que estructuran también el relato de todo el libro. Ahí hay una labor de poner atención al contenido de la historia, a la otra versión de esta historia, pero también a su forma. Y en eso radica todo el trabajo de artesanía, no solo en la manera en que se citan los apuntes de Liliana, sino también cómo se va generando la situación dialógica de las entrevistas con sus amigos, con su círculo más cercano, y cómo se entreteje todo esto para que se conserve una impronta del presente, para que se sienta casi inmediata, aunque sabemos evidentemente que han pasado treinta años.
—Precisamente ese es uno de los valores de esta obra, que hace que el lector vaya acompañando a la narradora en el proceso de recuperación de los hechos y de la voz del personaje. A un nivel subjetivo, ¿qué desató la sensación de que ahora, después de tanto tiempo, por fin estabas lista para afrontar la tragedia y el conocimiento de la tragedia?
—Esto no se cuenta en el libro, pero te voy a decir el momento en que ocurrió, el momento en el que dije que ahora sí podía hacerlo. Estaba en Chiapas, en una reunión en los semilleros zapatistas en abril de 2019. En ese contexto digamos libertario, discutiendo otra forma de futuro, por fin me pareció posible que la historia como yo la tenía que contar podía ser contada. Fue una especie de energía iniciática que surgió del zapatismo, de aquella situación de la que partí con una serie de solidaridades, porque estaba ahí John Gibler, el periodista norteamericano que vive en México, que fue quien primero peinó la hemeroteca y encontró la noticia del asesinato de mi hermana en el diario mexicano La Prensa y me la pasó. Y desde ese momento ya no pude parar de indagar. Por otra parte estuvieron los movimientos feministas, que me permitieron pensar que esto era posible, porque hubo toda una producción de lenguaje que han hecho posible organizaciones de madres que buscan a sus hijas, grupos como La Tesis, que hizo un performance maravilloso titulado El violador en tu camino, y hay una situación crítica de la que las organizaciones de mujeres no han quitado el dedo en la llaga, y todo eso conformó un momento en el que pude sentir el acompañamiento necesario para poder contar una historia a contrapelo, una historia en el lenguaje patriarcal, que es el que tenemos, pero que es una historia en contra del patriarcado.
—El duelo, escribes, es decirle sí a la presencia de Liliana. ¿Cómo es esa Liliana que trazas en este libro?
—Uno de sus amigos la definió con una palabra que me encantó: dijo que mi hermana era muy cábula (en argot mexicano: divertida, bromista, alegre). Liliana era irónica, sarcástica, de buen humor, inteligente, crítica, con un deseo de comerse el mundo como usualmente sucede cuando tienes veinte años y estás pensando en el futuro. Liliana es alguien que está buscando soluciones, que continuamente está retando los límites que se le están imponiendo. No es el retrato de una víctima pasiva que está recibiendo los golpes del mundo, y especialmente del depredador, sino el de alguien que está tratando de aclarar su camino por la vida. Esa es la Liliana que me ha acompañado por muchos años, y por eso digo que el duelo es el fin de la soledad. Los que hemos perdido a alguien sabemos que no se va, que sigue con nosotros. Y en el libro hago la argumentación de que no hablo en términos metafóricos, sino de que materialmente su presencia continúa en la tierra, porque hay un tiempo de residencia de nuestras sustancias, de lo que nos conforma, que tarda millones de años en desaparecer. Yo hablo de esa compañía material que continúa con nosotros.
—Este libro también nos recuerda la tremenda paradoja de que, como escribes, uno no aprende a callar, sino que es forzado a callarse, de que muchas veces a uno le callan la boca, como a Liliana le callaron la boca. Y por eso recuperas su voz, hablas y no callas, y así Liliana puede decirse.
—Me parecía muy importante hacer eso porque precisamente lo que a Liliana le quitaron fue el aire. El dictamen de su parte de defunción dice que fue muerta por sofocación. Cuando alguien te quita el aire evidentemente te quita la vida, pero el ataque es contra tu capacidad de denunciar, de producir lenguaje. Digamos que así como a Liliana le callaron la boca, a mí, a nosotras, también por muchos años. Creo que ha sido necesario todo este trabajo en conjunto, socialmente, para producir esas palabras y esos términos, hacer posible la subversión del lenguaje patriarcal para contar otra historia, una historia más apegada a los hechos mismos, una historia en la que mi hermana no sea ni la víctima pasiva ni la víctima propiciatoria, sino una muchacha de veinte años con ganas de vivir y a quien de manera injusta le fue arrebatada esa posibilidad.
—¿Qué puedes decir de las instituciones judiciales, pero también sociales, que se niegan a escuchar o que son torpes escuchando, que no ven o son miopes para detectar a los perpetradores de los feminicidios?
—La cuestión es que muchas veces estas cosas se cuentan en la clave del monstruo, que parece ser que a los perpetradores tendríamos que reconocerlos por sus perfiles monstruosos. Pero lo que nos enseñan una y otra vez estas historias es que se trata de hijos sanos del patriarcado, y por lo tanto sus actos se pueden confundir con cualquier otra experiencia. De ahí la importancia de ir produciendo estos mapas que nos vayan señalando desde los asuntos menos peligrosos hasta los más peligrosos; lo que en México se conoce como el “violentómetro”, que produjo el Instituto Politécnico Nacional, o lo que produjo esta enfermera llamada Rachel Louise Snyder, quien realizó el estudio No Visible Bruises [Sin moretones visibles] en Estados Unidos con el número de ejemplos y evidencias para ir reconociendo los niveles de peligro. Todo eso nos hace falta, primero porque nos permite reconocer el peligro, y una vez reconocido nos permite actuar en consecuencia. Esto no quita la responsabilidad del Estado, la responsabilidad de las instituciones cuyo fin es impartir la justicia. Esto no quita que existe un grado de impunidad macabro en México, donde siguen existiendo feminicidios porque el feminicida sabe que se puede salir con la suya, sabe que no le va a pasar nada. Y mientras ese siga siendo el caso, seguirá habiendo feminicidios en México y en el mundo. Así que es un trabajo conjunto, del Estado pero también de nosotros mismos, porque todos participamos en el proceso de irnos alertando, de irnos diciendo que no debemos buscar al monstruo, sino al hijo sano del patriarcado.
—Finalmente, parafraseando a José Emilio Pacheco, a quien citas en tu libro: «Todo lo que se destruye nos hiere. Traza una cicatriz que no lava el olvido». Este libro nos recuerda esto y al mismo tiempo hace que surjan flores de esa cicatriz, flores de homenaje a tu hermana Liliana pero también a todas las mujeres que se han llevado de forma violenta la muerte, el patriarcado y el feminicidio.
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