Hace una tarde preveraniega en Madrid. Con sombrero panamá y un libro en la mano, un acalorado Jaime Rocha entra en el «lobby» de un hotel de cuatro estrellas a las afueras de la ciudad. Se sienta, como siempre, de espaldas a la pared. Es uno de los tics que le han quedado de sus 28 años en el servicio de inteligencia español.
Este exagente del CESID (ahora CNI) de 79 años, un alma inquieta a la que no ha frenado la jubilación en tierras gaditanas, relata en una entrevista a Efe su recién publicada segunda novela, en la que cuenta sus vivencias en la Praga comunista de 1989. Ya tiene en la cabeza, dice, la tercera.
Destinado como «agregado de Prensa» en la Embajada de España, vivió allí la caída del régimen en la Revolución de Terciopelo y detalla en sus páginas cómo se las apañaba para conseguir información, en un ten con ten con periodistas y opositores, mientras resolvía un envío de armas para ETA y un asesinato de la Stasi en España.
Rocha ha escrito El muro en cinco meses, en el confinamiento, combinando la escritura con su labor en una ONG y en la editorial que fundó —Doble Identidad— para intentar aunar la literatura española «de espías», una materia en la que, dice, queda mucho por contar.
—Ya va por el segundo libro y camino del tercero, ¿hay un «boom» de la novela de espías española?
—Ojalá. Me parece importante. ¿Por qué no? Aquí ha habido siempre como una especie de miedo, de tabú, de «esto no lo puedo decir». Yo no revelo nada que no pueda revelar. Cuento experiencias mías, todo lo que cuento lo he vivido. (En el CNI) no han corregido ni una coma. Al contrario, me han animado a escribir. Yo animo a los compañeros a que lo hagan, porque mi caso es un caso entre miles.
—¿Dónde están los límites para un agente o exagente para poder contar sus vivencias?
—Sobre todo en la documentación clasificada. Yo no puedo hacer pública una documentación clasificada aunque la tuviera. Ahora, experiencias personales, todas las que yo quiera. Yo no tengo ninguna cortapisa, nadie me va a decir que no cuente lo que he vivido, no me lo pueden prohibir. Ni lo han hecho, ni lo van a hacer.
—En su primera novela cuenta sus tratos con el círculo de Muamar el Gadafi en Libia. Luego le destinaron a Praga. Checoslovaquia le debía parecer un remanso de paz…
—Para nada. Hay que tener en cuenta que estábamos en el 89, con la caída del muro de Berlín. El general (Emilio) Manglano (exdirector del CESID) me iba a mandar a La Haya un viernes por la tarde y el lunes me llamó y me dijo: «Te vas para Praga». Aquello empezaba a hervir. Me dijo: «No quiero que me cuentes lo que esta pasando, sino lo que va a pasar». Llegué allí y tuve mucha suerte, conseguí colaboraciones muy importantes, como la de una periodista del periódico del Partido Comunista y de un grupo de hispanistas muy amigos de Luis Delibes que eran opositores.
Para captar a esas fuentes, relata Rocha, se ganaba primero su confianza a base de compartir experiencias personales. «Ese es el inicio», afirma. Si no era suficiente acudía a «la segunda fase, que no suele fallar: la económica». Y hay una tercera. «Si verdaderamente tienes mucho interés, empieza la amenaza».
Él, confiesa, ha sido víctima de su propia medicina: «A mi me han intentado comprar. Mi precio en el año 86 eran 7 millones de pesetas. En el tercer libro saldrá. Fue aquí en Madrid. Querían que mirara para otro sitio. Descubrí un tema muy feo e intentaron meterme en el lío. Como no entré, me hicieron la oferta económica y luego ya pasaron a la amenaza».
—En la novela explica cómo el CESID interceptó un cargamento de armas para ETA gracias a su ayuda. ¿Cree que se sabe demasiado poco de la labor de los agentes españoles?
—Sí, se sabe poco porque hay un cierto pudor a contar estas cosas que yo creo que es hora de que se cuenten. De la otra parte de hinchan de contar historias, ¿por qué nosotros no? En la tercera novela quiero contar más de los temas de ETA. Estuve 6 meses mandando una unidad del CESID que se llamada «infraestructuras operativas», que eran empresas pantalla. Montamos un negocio en el País Vasco y surtíamos a miembros de ETA de algunas cosas. Nos servía para tenerlos localizados.
—También menciona a los servicios secretos de la antigua República Democrática Alemana, la Stasi, estrecha colaboradora de la KGB. Defíname con unos cuantos adjetivos a la inteligencia rusa.
—Son hombres sin piedad, son muy violentos y emplean el veneno con una frecuencia y con un desembarazo total. Para mi son extremadamente violentos, no se si pasan por la fase de la amenaza o van directamente y se los cargan. He tenido algún encontronazo con ellos y con una sucursal que tienen en España, los servicios cubanos.
—¿Y la norteamericana?
—Son muy eficaces y tienen una cantidad de medios impresionantes. Ellos y el Mossad. Incluso más todavía el Mossad, que son muy profesionales, tienen las ideas muy claras y son muy eficaces. Y tampoco se ponen trabas a quitarse de en medio a quien sea.
—¿Hay algún servicio secreto del que no se suela hablar pero que destaque?
—A mi me gustan los franceses. Se parecen mucho a nosotros en la forma de trabajar. Controlan mucho el factor humano. Somos personas que trabajamos con personas en temas muy delicados, peligrosos a veces. La empatía, la inteligencia emocional, ese factor humano en los franceses está, y en nosotros también. La relación humana para nosotros es fundamental.
—Desde la retaguardia que le da la jubilación, ¿cómo ve la evolución de la inteligencia en las últimas décadas?
—La tecnología ha avanzado mucho, ahora se tiene muchísima información por medios tecnológicos, como satélites espías. De un campamento de terroristas que están entrenando en el desierto, te fotografían hasta la uña del que está allí. Pero el factor humano sigue siendo importante. En el 11S lo que falló fue el factor humano, habían fiado tanto a la tecnología que no detectaron la presencia de los pilotos yihadistas que se estaban formando allí.
—¿Cómo se lleva tener que mentir tanto?
—Yo en la vida privada procuro no mentir. A mi me han estado interrogando mucho tiempo en una gendarmería con una personalidad distinta de la mía y yo tenía que mantener esa mentira. Eso es inteligencia emocional, tienes que tener esa facultad innata, eso no te lo pueden enseñar. Tienes que mentir sin que se te mueva un músculo, tienes que contar mentiras creyéndotelas tú primero.
—¿Se es espía toda la vida?
—Sí, hay tics que permanecen. Por ejemplo, yo voy a un restaurante y me siento siempre en la última mesa y con la espalda pegada a la pared. Si no lo hiciera, estaría inquieto todo el rato. Y también el ansia de saber. Cuando me voy a entrevistar con una persona, previamente se quién es, me he informado. Son tics que quedan.
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