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De afectos y distancias

Escritura, tiempo y vida

Cuando se entera de que he llegado desde Gijón, Angelo Loi me muestra una ilustración que cuelga de una de las paredes. Se trata de un retrato de Agustín Schiammarella que muestra a Enrique Castro, Quini, ataviado con una camiseta que oscila entre el blaugrana y el rojiblanco. «Yo soy del Sporting», dice con ese acento italiano que, por más que lleve varias décadas asentado en Madrid, mantiene tan fresco como la pasta que sale de sus fogones. Me han traído Palmira Márquez y Miguel Munárriz hasta el restaurante que regenta para celebrar este encuentro sobrevenido en los estertores del año de la peste, pero también porque hay que festejar que Miguel acaba de publicar un libro, La escritura contra el tiempo, que recoge textos publicados en Zenda a lo largo de estos años. El volumen cuenta con fotografías de Daniel Mordzinski y luce el diseño elegante, de virtuosa sobriedad, que caracteriza el trabajo de Helios Pandiella en su editorial Luna de Abajo. La portada muestra a Miguel en su infancia más tierna, en una pose que sigue empleando a menudo ahora que ronda la setentena, y esa imagen trae a la mesa el recuerdo de su padre, un futbolista al que se conoció como Munárriz y que un buen día desembarcó en Gijón, procedente de Bilbao, para fichar como portero del Sporting. A él se debe una de las gestas épicas que aún recuerdan en sus tertulias los aficionados que tienen a sus espaldas cierto pedigrí. Ocurrió el domingo 14 de febrero de 1948 en el viejo estadio de Chamartín: Munárriz sacó en largo de puerta y el balón cayó justo a los pies del delantero centro titular, Pío, que de una arrancada enfiló la portería rival y terminó conduciendo el balón hasta el fondo de la red, brindándole al Sporting el primer triunfo de su historia ante el Real Madrid. Pero eso fue unos cuantos años antes de que Angelo, en su juventud sarda, empezara a sobrellevar los tedios dominicales sintonizando en el transistor una emisora de radio que ofrecía cumplida información sobre los torneos futbolísticos. Eran los años en que Quini fungía como estrella indiscutible de un Sporting que se atrevía a disputar ligas al Madrid, y por alguna razón su nombre quedó marcado a fuego en la memoria sentimental de aquel joven que ni siquiera sospechaba que no mucho tiempo después sus pasos lo acabarían conduciendo a España. De esa fascinación, en la que acaso intervino un componente romántico —Quini era la figura más reconocible de un equipo humilde que se atrevía a tratar de tú a los grandes, la honda de la que se servía David para obtener la victoria anhelada ante Goliat—, quedó el afecto hacia un club por el que se interesa ahora desde los algo más de cuatrocientos kilómetros que median entre su restaurante en el barrio de las Salesas y la costa cantábrica. Los afectos no exigen explicación ni entienden de distancias. Eso lo pone también de manifiesto el libro de Munárriz, cuyas páginas son en muchos casos una suerte de devocionario laico por el que desfilan los nombres propios de la nutrida alineación de escritores que configuran su paraíso literario. Están Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, y también Goethe y Valle-Inclán y Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán y Julio Ramón Ribeyro y Garcilaso de la Vega, y tampoco falta el imprescindible Ángel González. En uno de los capítulos, Munárriz rinde homenaje a los meacuerdos de Joe Brainard y Georges Perec rescatando, en frases breves y medidas, destellos memorialísticos de su infancia y su adolescencia, como esos que le asaltan a Angelo cuando evoca las tardes adolescentes en que llegaban a sus oídos los resultados del Sporting. El último es de una preciosidad conmovedora. Habla de una visión antigua que encerraba una premonición fatal e inevitable, y tiene como protagonista, precisamente, a aquel antiguo portero rojiblanco que hizo que su equipo atravesara en un día de los enamorados los umbrales de la gloria: «Me acuerdo de mi padre nadando en el mar hasta perderlo de vista.»

El suspenso de Berlanga

"Como persona inteligente que era, Berlanga se aburría de perorar sobre sí mismo y se negó a sentar cátedra"

Siempre que aparece en los papeles el nombre de Luis García Berlanga —ocurre a menudo en estos días en los que se conmemora su centenario y se ha abierto la caja que él mismo depositó en el Instituto Cervantes poco antes de despedirse de este mundo—, recuerdo la única vez que lo tuve delante y el sentimiento raro, a medio camino entre la gratitud y la vergüenza, con que me despedí de él. Ocurrió en Salamanca, en un auditorio que se encontraba en las afueras de la ciudad —creo recordar que en la avenida de los Cipreses— y al que acudí en una tarde de primavera con una amiga de la facultad para asistir a una conferencia que iba a dictar y que teóricamente giraría en torno a las célebres conversaciones que a mediados del siglo pasado se celebraron a orillas del Tormes y terminaron poniendo patas arriba las estructuras cinematográficas de aquella época. Digo teóricamente porque, a la hora de la verdad, la cosa tomó derroteros muy distintos. Como persona inteligente que era, Berlanga se aburría de perorar sobre sí mismo y se negó a sentar cátedra. Prefirió que su presentador —un hombre viejísimo y bajito que llevaba unas gafas de grosor homérico y hablaba como si se sintiese obligado a pedir perdón constantemente por el mero hecho de estar allí— le fuese poniendo sobre la mesa las cuestiones que él considerara pertinentes y también que fuese el público el que orientase el rumbo del debate. «¡Preguntadme, preguntadme!», insistía de cuando en cuando. Fue un acto bastante surrealista: el presentador hablaba con una vocecilla de jilguero apenas audible y Berlanga estaba medio sordo, así que a menudo alguien desde el patio de butacas tenía que repetir a voz en grito la pregunta que había hecho el primero para que el segundo se diese por enterado y procediera con la respuesta preceptiva. Así y todo, Berlanga estuvo encantador, lúcido, simpatiquísimo. Habló un poco de cine y mucho de casi todo, incluidas sus perversiones erotómanas —allí supe de la existencia del término bondage, cuyo significado tardé en comprender bien porque en aquellos años aún no estaba muy extendido el uso de Internet—, y no dejaba de repetir la ya citada exhortación, que a veces tenía mucho de ruego —«¡Preguntadme, preguntadme!»—, mientras gesticulaba y miraba al público con irónico afán retador. Hubo muchas preguntas, ciertamente, y ninguna la hice yo. A mis dieciocho años, con la timidez que arrastraba entonces y el recogimiento que me inspiraba un monstruo de su envergadura, no se me ocurría ninguna cuestión inteligente que plantear y me daba auténtico pavor aventurarme e incurrir en cualquier vacuidad gratuita. Cuando todo terminó, me levanté, fui hacia él con mi libreta y se la ofrecí abierta por una de las últimas páginas con la intención de que me firmase un autógrafo. «¿Tú eres estudiante?», me preguntó con una mirada inquisitiva que me lanzó por encima de sus gafas. «Sí», respondí. «¿Estabas aquí?» «Claro.» «¿Me has preguntado algo?» Me quedé un par de segundos en silencio, evaluando si me convenía más ir con la verdad por delante o podía salir del paso con una mentirijilla; al final, opté por lo primero: «No.» Sus ojos adquirieron entonces una tonalidad admonitoria: «¿Qué estudias?» «Periodismo», respondí temiendo lo que, en efecto, sucedió. «¡Pero bueno!», exclamó gesticulando mucho y atrayendo sobre nosotros la atención de las escasas personas que aún quedaban desperdigadas por la sala, «¿cómo puede ser que a un estudiante de Periodismo no se le ocurra nada que preguntarme? ¡Esto no lo puedo aprobar de ninguna manera!» Entonces tomó mi libreta y el bolígrafo que le tendí y, tras preguntar cómo me llamaba, escribió en la página cuadriculada del bloc: «Para Miguel, un suspenso por no haberme preguntado.» Luego me señaló con el índice murmurando un «que no vuelva a ocurrir» y se fue cojeando levemente en compañía de su anciano anfitrión. No miento si digo que aquél fue el suspenso que más me dolió de toda mi vida académica.

Una licencia intolerable

Omitiré los nombres del crítico y del autor de la novela a la que se refiere —también el título de ésta— por evitar malentendidos a cuenta de una confesión que fue más una chanza bienhumorada que otra cosa. Me hizo tanta gracia que no me resisto a dejarla consignada aquí, más que nada para evitar que mi memoria la olvide: «A mí ese libro se me atragantó cuando llegué al pasaje en el que sale Cervantes hablando mal y yéndose de putas por Vallecas. Que un escritor quiera presentarnos a Cervantes yéndose de putas, vale. Que lo quiera poner en Vallecas, vale. Pero hombre, ¡cómo iba Cervantes a hablar mal!»

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