Agatha Christie decía que una novela policíaca no debía exceder las 50.000 palabras, a pesar de que los lectores pudieran sentirse defraudados por gastar su dinero en tan poco material; con resignación, aceptaba aumentar la trama hasta los 70.000 vocablos, aunque solo fuese por contentar a los editores. Resulta un contraste llamativo que para su autobiografía Christie triplicase sus cifras, superando las 600 páginas. Supongo que ahí está la diferencia: en demorarse en los detalles que han hecho una vida o en trabajar un texto como un artesano, construyendo la maquinaria de un reloj que debe ser infalible.
Mis novelas suelen cerrar sus tramas en unas 120.000 palabras, y supongo que a la jefa este derroche le parecería un absurdo redundante. Sin embargo, no podemos escribir como antes ni contar las mismas historias, porque ni el mundo ni nosotros somos los mismos. El juego ha ido rápido: adiós antiguos principios, aspiraciones y normas. Ahora las novelas manejan muchas y diversas capas, ahondan en la psique de los personajes y en la puerta oscura de sus corazones. Y el escritor ha de mostrarse y rodar por el mundo real y el virtual como si fuese uno de aquellos feriantes vendedores de elixires milagrosos que aspiraban a convencer a públicos eclécticos para que adquiriesen sus productos. Me pregunto qué diría Christie de la evolución de los tiempos y del oficio, a pesar de que se mantenga inamovible su esencia; porque, ¿qué es un buen escritor, sino un artesano?
Una vez dije en una conferencia que escribir bien era técnicamente fácil, y que lo difícil era tener una buena historia. No se imaginan el revuelo, con el público decidiendo si mis palabras —que fueron titular al día siguiente— eran o no acertadas. Lo cierto es que uno puede creerse un genio, un instrumento vivo de la oratoria y la palabra, y en efecto puede que tenga un don; sin embargo, debe adiestrar sus cualidades y aplicar disciplina y destreza a su trabajo, y el esfuerzo y la madurez del tiempo harán posiblemente que la técnica esté en sus manos. Pero años de ensayo y error nos confirman que eso no es suficiente. Hace falta tener algo que contar; pero algo que valga la pena, que sea pura electricidad. Lo fantástico del asunto es que, aun con todo, tampoco con ello puede asegurarse el escritor que ese mundo inventado suyo tenga la magia suficiente como para volar y perdurar.
Antes de ser escritora, Christie leyó El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux y bromeó con su hermana Madge sobre la posibilidad de escribir alguna vez algo tan ingenioso como aquel caso «de habitación cerrada», a lo que ella replicó con un «No creo que seas capaz». Supongo que retos como ése son los que nos provocan y anidan en nosotros, para después rascar nuestras entrañas hasta que logran salir. Yo imagino historias constantemente, como una catarsis. Christie, con 75 años, aseguraba que todavía le entusiasmaba soñar. Ah, ¡soñar y escribir el sueño! ¿No les parece maravilloso?
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Autora: María Oruña. Título: Lo que la marea esconde. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros y Amazon
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