Aquellos ojos verdes, de mirada serena…
Es inevitable: desde que volví a ver hace unos días In the Mood for Love, del cineasta hongkonés Wong Kar-wai, no dejo de tararear el dichoso bolero de Nat King Cole. Resuena entre mis labios cual letanía, cual mantra, mientras camino por la calle Alfonso I en dirección a la feria del libro, para firmar ejemplares de mi última novela. Por cuarto año, la feria se celebra en la plaza del Pilar. Lo recuerdo porque en la primera edición, la de 2017, me llevé un libro de la editorial Contraseña que saco de mi estantería nada más volver a casa. Se trata de La señal y otros relatos, clásico ruso de Vsévolod Garshin, con una bella portada a cargo de Alberto Aragón. El prólogo lo firma nada menos que José Carlos Mainer.
A pesar de tan funesto final, Garshin luchó toda su vida contra la depresión, escribiendo relatos incansablemente y buscando una visión ética y positiva de la vida, como se desprende de los cuentos incluidos en esta colección. Casi todos me han parecido magníficos; pero, como suele suceder, uno me ha gustado en especial. Se trata del que da título al libro, «La señal». Su protagonista, Semion Ivanov, es un trasunto de Garshin, un hombre roto por dentro que sufrió la guerra ruso-turca. Su padre y su hijo de cuatro años fallecieron durante la contienda. A su vuelta, encuentra un modesto empleo de guardavías en una estación perdida de la Rusia zarista y, pese a todo, trata de ser feliz con su mujer, en los bellos paisajes de la estepa, al contrario que su compañero Vasili, que, agriado contra el mundo, viaja a Moscú a pie para pedir un sueldo digno a la compañía ferroviaria. Al cosechar una negativa, decide sabotear el tren, con cientos de pasajeros inocentes, quitando una traviesa de la vía; sabotaje que descubre su compañero Semion, quien logra salvar el tren in extremis. Finalmente, Vasili se acusa para salvar a Semion, en la comprensión de que, pese a todos los sinsabores y asperezas, debe aceptar la vida, incluso si esta lo conduce a la cárcel o al patíbulo.
En otro relato, titulado “La noche”, un hombre que ha decidido suicidarse se encuentra solo en la penumbra de su casa, frente a un escritorio donde descansa cargada una pistola Smith & Wesson, pero antes de ejecutar su decisión se dice a sí mismo: «Es terrible, ya no puedo seguir viviendo por mi propio miedo e interés, es necesario; seguramente es necesario vincularse a la vida común, sufrir y alegrarse, odiar y amar no por el propio yo, que todo lo devora sin dar nada a cambio, sino por la verdad común de la gente…».
El protagonista de “La noche”, solo en su casa, muere finalmente, pero la pistola queda intacta sobre su mesa, y el rostro de su cadáver muestra una sonrisa beatífica.
Desde el inicio de la pandemia, en marzo del año pasado, he dejado de hacer muchas cosas: viajes, actividades, encuentros; sin embargo, he estado mucho más cerca de mi familia. Mi mujer y yo hemos disfrutado de nuestros hijos cientos de horas que no hubieran existido sin el coronavirus. Horas de esas que no vuelven, porque cada día los niños son distintos. La infancia es una carrera contra el tiempo que, del modo más paradójico, se ha ralentizado gracias a la covid 19.
Otro aspecto positivo ha sido el tiempo para leer y escribir: he conseguido durante los últimos meses concluir una novela y me quedan pocos meses para terminar otra. Lástima que a todos los escritores les haya sucedido lo mismo, y ahora las editoriales se encuentren atestadas de manuscritos. Ironías aparte, esto es lo menos importante: el futuro proveerá. Ahora, lo verdaderamente importante es vivir en el presente, disfrutar con intensidad.
El protagonista de “La noche” continúa reflexionando: «Ha pasado toda la vida, y solo ahora, en esta noche, cuando todo duerme en la enorme ciudad y en la enorme casa, cuando no hay ningún ruido salvo los latidos del corazón (bueno, y el tic tac del reloj), solo ahora veo que todas esas amarguras, alegrías, arrobamientos y todo lo sucedido en la vida, todo son imágenes espectrales».
Al terminar mi lectura de La señal y otros relatos, dejo el libro de nuevo en su hueco de la estantería. Varios días antes, caminando de vuelta de la feria del libro, mi único espectro es el de Nat King Cole, que no deja de susurrarme al oído. Conforme me alejo, los cubos de aluminio blanco de las casetas parecen minúsculos en la plaza del Pilar infinita. Los dejo a mi espalda mientras sigo tarareando el dichoso bolero:
Aquellos ojos verdes, serenos como un lago…
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