Pienso en esa famosa expresión sobre el ruido y las nueces, que tan literaria resulta. Al contrario de lo que suele pensarse, por cierto, la expresión no nace en la célebre comedia de Shakespeare. Es más, su nombre original, Much Ado About Nothing, no se ajusta prácticamente nada a su literalidad, así que le debemos la popularidad del título al avezado traductor shakespeariano que así lo interpretase. Sin embargo, sí aparece la expresión, en sus distintas manifestaciones sintácticas, allá por el siglo XIV en El Libro del Buen Amor, del Arcipreste, o por el XV, en ese paso de la Edad Media al Renacimiento que fue La Celestina de Rojas. La leyenda afirma, ya que hablamos del asunto, que el refrán viene de cierto episodio histórico, en un asedio medieval, cuando varios campesinos españoles rompieron cáscaras de nuez para despistar a los guardias extranjeros.
En fin, que pienso en esta expresión tan literaria hoy a cuenta de los últimos movimientos de eso que nos hemos empeñado en llamar «cultura de la cancelación». Días atrás, Gay Talese afirmaba en ABC que «hoy no podría publicar nada en prensa», tras ser cuestionado por los movimientos identitarios. Se dice que dentro del New York Times ya se le dejó claro que no soportarían su postura contra ciertos movimientos identitarios. Poco después, Karina Sainz recogía en un reportaje en el mismo medio las opiniones de varios autores que debatían sobre la cancelación que aparece cuando se contradicen los postulados progresistas. En dicho reportaje, algunos escritores se alinean con esa cancelación, otros creen que es una mera falacia, y otros apelan a la toxicidad general del ambiente. Ha sido Manuel Jabois, en su columna de El País, el último en referirse a estas cuestiones, con una acertada sentencia: «Se debe asumir que haya gente contestando desde lugares que antes no existían».
Yo, que sí creo en la existencia de una cancelación tan moderna como evidente, me veo en la obligación de seguir opinando a este respecto. Por supuesto que, como dice Jabo, hoy cualquier texto, sea Guerra y paz o un aleteo de doscientos caracteres, está expuesto a críticas desde varios altavoces nunca antes conocidos. Pero es precisamente esta democratización de la crítica el caldo de cultivo que acaba en un ruido ensordecedor, un ruido que no permite percibir las nueces. Más aún cuando las críticas constructivas o benévolas no forman parte de ese ruido, es decir, pasan desapercibidas, no venden. Sólo las las bravuconadas, los insultos, los zascas y demás bramidos tienen relevancia. Es decir, que el ruido genera ruido. Es en ese momento cuando el autor deja de tener libertad. Pasa a ser un facha, un rojo, un acosador, una feminazi o cualquier otra etiqueta. No sirven sus excusas, sus disculpas o sus justificaciones: hay un grito que lo difumina ya todo. En ese momento, el altavoz no alcanza ni aun llamándote Woody Allen. Después llegan las autocensuras y aun las censuras ajenas, como la que sugiere Talese. Por tanto, la cancelación no se basa tanto en silenciar al autor, sino en conseguir que se confunda su voz con los aullidos de la jauría.
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