Dice un viejo proverbio que la mejor manera de salir del pozo es dejar de cavar. En su nueva novela, la escritora y periodista Berna González Harbour excava en el hoyo en el que se encuentra sumido gran parte del periodismo. No para agrandarlo, sino para indagar cómo hemos caído en él. Y lo hace de una forma tan incisiva que parece una enmienda a la totalidad de la profesión. Pero no. Su intención, como deja dicho en el epílogo, es rendir un homenaje por pasiva al «periodismo de verdad», exponiendo las miserias del mucho más ruidoso periodismo «del orgasmo, del espectáculo, del show».
La idea de escribir un libro, de hacer algo serio, le viene a la cabeza a Greta mientras ejerce de jurado en un juicio sobre el misterioso asesinato de una mujer en una familia acomodada, situación que contrasta con la información que le corresponde cubrir para su cadena: la caída de una niña en un pozo y las circunstancias miserables que rodean su vida. Siempre hay en nuestras pantallas un niño o unas niñas desaparecidas, así que al lector no le faltarán referencias en el telediario de cada día.
Greta, mal pagada como todos los de su generación, lleva cinco años dedicada en cuerpo y alma a su trabajo. «El Canal, su Canal —se explica—, uno de los líderes de audiencia en todas las franjas horarias; su propia cadena de televisión, la que presumía del valor del periodismo frente a las fanfarrias del show». Greta no es ni mucho menos un dinosaurio de la profesión, pero ya se ve amenazada por una nueva generación. Espía en Instagram a su nueva rival, una recién llegada pero de buen tipo —«siempre elegían a las más guapas»—. Consulta Twitter para ver por dónde van los tiros y comprueba que el hashtag #SalvadAEsaNiña es la prioridad con que las redes sociales marcan la agenda.
Se siente más identificada con la generación del cámara Quatremer, o Capi, como ella le llama. «Su cámara favorito, su amigo, hombre humeante, cigarro colgando del bigote o bigote colgado del cigarro, vozarrón de cazallero, los principios en su punto justo —siempre sometidos al tamaño y al valor de la noticia—, uno de los grandes veteranos de la televisión».
La periodista se enfrenta a la noticia de la desaparición de la niña, una noticia que se nos describe de forma cruda: «Un poco de pasto para echarse a la boca y de ahí a los estómagos de vaca que todos se gastaban, para empezar a digerir de atrás hacia delante y de delante hacia atrás con nuevos jugos gástricos incorporados en cada etapa de un bucle infinito».
Todo resulta demoledor a ojos de Greta. Ella intenta cumplir con su trabajo y olvidarse, pero se ve atrapada en el malévolo engranaje que alimenta a la bestia. Tiene que saciar la curiosidad de los espectadores, satisfacer su adicción al morbo, estimularles más que la competencia para poder estar siempre arriba. «Las capturas. Los picos de audiencia. Los gráficos subiendo como erecciones colectivas que hacían a todos felices, a los de arriba y a los de abajo. Pero que si empezaban a caer, no había poleas, dopaje, viagras ni inventos con los que se pudieran recuperar, más allá de regurgitar una y otra vez “las mejores imágenes de la jornada”, amén de las piernas largas de una redactora cañón. Y luego venía la reventa de imágenes con marca de agua, aquello ponía contento al jefe. En teoría, a Greta no le interesaba demasiado, ella no sacaba nada, tampoco Quatremer. Pero en la práctica era una adicción. Y hoy ya tenían su dosis.»
A lo largo de la novela, nos enteramos de que Greta está muy al tanto de todas las artimañas de la profesión, que disfruta y padece al mismo tiempo. «Conocía bien —se nos explica— la primera regla del periodismo: uno vale lo que vale su última crónica, a la que hay que restarle los días transcurridos, las incógnitas que abre y las crónicas de los demás». Estamos ante normas no escritas que todo reportero probablemente rechaza y no por eso deja de seguir. «La segunda regla del periodismo… tú ganas, yo gano», una especie de lavado de cerebro al protagonista de la noticia, para hacerle ver los inmensos beneficios que le reportará confesarse ante el periodista.
Incluso va elaborando mentalmente definiciones para la jerga habitual de la profesión, definiciones que no ocultan su escepticismo ante un trabajo que dista mucho del que soñó en la facultad.
«Caninos: Dícese del estado de los periodistas con hambre, necesitados de una nueva exclusiva para alimentar su voracidad tras agotarse la anterior.»
«Basura: Dícese del estado actual de la profesión.»
«Versión: Dícese de la forma de seguir adelante en el periodismo de adicción.»
A lo largo de las páginas de El pozo nos encontramos duras alusiones a la jauría que conformamos los periodistas ante sucesos lúgubres. Sobre el chismorreo: «No había secretos en Gomorra». Sobre las exclusivas: «Dispuestos a exigir un reparto del banquete». Sobre las nuevas reporteras: «Una garza con micrófono. Una muñeca hinchable del periodismo de hoy». Y, cómo no, esos tópicos con que los que se pretende justificar el circo: «Ante la alarma social suscitada», «el giro dramático que está tomando el asunto»…
Greta, aunque crítica, no es ajena a las novedosas prácticas que pretenden dar más realismo a las conexiones, ofrecer una auténtica inmersión en la noticia: «Informar en movimiento —leemos— era una de las nuevas modas en las coberturas en directo. Chapotear en las inundaciones, zarandearse en los vendavales, calarse en las lluvias, disfrazarse de enfermo en las epidemias o adquirir aires de tristeza y drama en sucesos luctuosos como este.»
No estaría completo el retrato si no se ofreciera la otra versión, cómo nos ven los protagonistas de la noticia: «Son buitres, son sabandijas», grita un familiar. Uno de los bomberos que intenta rescatar a la niña muestra su escepticismo sobre el valor de las grandes coberturas: «El circo de los periodistas nunca ayuda, cuando tras la supuesta libertad de expresión solo alimenta el morbo estéril».
Nadie se libra, y tampoco, por supuesto, la audiencia. El público también es responsable, como tan bien se mostraba en la película de Billy Wilder El gran carnaval, a la que los espectadores dieron la espalda porque se sentían ridiculizados. «Les damos lo que quieren», se defiende el jefe de Greta ante los excesos. O dicho de forma mucho más explícita: «Porque quién iba a ofrecer carroña si no hubiera carroñeros en el salón de casa. Quién iba a dejar de someterse al gusto del público si este estaba pidiendo sangre, berrinche, gritos, incultura y testimonios abrasivos con fondo acompasado de hilo musical.»
La complicidad del público en el gran circo está definida de forma precisa en esta reflexión del narrador de la novela. «Los sucesos más negros eran la mayor materia de consenso en un país dividido, y cualquier excusa era buena para opinar, versionar, juzgar y aportar chascarrillos aunque no tuvieran fundamento, en cuanto aparecía un potente catalizador llamado cámara. Entonces los habituales vecinos, ese género tan bien trabajado por (…) todas las televisiones, se lanzaba a exhibir su tristeza a mayor gloria de un fragmento de fama. Y entonces los “quién-lo-iba-a-decir”, “era tan buenín el pobre”, “era muy educado”, ”era taaan buena persona» solo se frenaban con un cambio de tercio: pero…».
No falta un punto de nostalgia sobre el periodismo de antes, más sencillo, más auténtico. «Cuando exhibir a las víctimas en camillas apresuradas aún no hería sensibilidades. Cuando lo urgente era informar, informar, informar cuanto antes sin musiquillas de fondo, ni piernas largas de garza, ni escote, ni maquillaje…».
Ese viejo periodismo está representado por Quatremer, nada que ver con esos «Kapuscinskis de nuevo cuño», viejo reportero de guerra dedicado ahora a sucesos más de andar por casa. Lo defiende ante las reporteras que teatralizan sus intervenciones, defendiendo la neutralidad de la cámara, el periodismo en estado puro, «He grabado a niñas sepultadas por un terremoto. He grabado a heridos retorciéndose en las guerras. He grabado a hijos de puta disparando. Si hubiera querido salvarlos, me habría hecho bombero, enfermera o hermanita de la caridad. Yo solo grabo (…). Me han herido y he seguido grabando. He visto accidentes de tráfico en la M-30 y me he parado a grabar. ¡Ni pensar en el triángulo! ¡Ni en el chaleco! La diferencia entre vosotras y yo es que yo grabo. Y Melania [la joven reportera] y tú sois las grabadas. Y no te engañes, vosotras tampoco habéis venido aquí a salvar a nadie».
Nada que ver con esos nuevos periodistas mesías, que se justifican con su pretenciosa intención de cambiar el mundo, ese periodismo del orgasmo —de los reporteros y de los espectadores—, como queda reflejado en esta conversación entre el cámara veterano y la periodista a propósito de la relación entre la nueva reportera y el jefe.
«—Seguro que se la está tirando, no hay otra explicación.
—Eres un antiguo, Capi… El jefe no necesita tirarse a nadie, el nuevo orgasmo es este —señaló el aluvión de publicidad: en siete minutos volvemos.»
La novela de Berna González Harbour es un rabioso y minucioso análisis del último periodismo. Está llena de elementos de reflexión para una profesión en crisis, que necesita reinventarse, buscar referencias en el pasado y no dejarse arrastrar por el espejismo del clic y la audiencia. Una profesión que no debería dejar de ponerse nunca en cuestión, como hacen los personajes de El pozo: «¿Tú crees que estamos buscando la realidad? ¿O estamos buscando la audiencia mientras creamos la realidad?»
De lo contrario, si nos dejamos mecer por los cantos de sirena de la audiencia, estaríamos ante otra nueva definición: «Pozo. Dícese del lugar en el que puede precipitarse y morir una niña. El periodismo. Y la decencia de todos.»
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Autora: Berna González Harbour. Título: El pozo. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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