Yuri Buida es uno de los autores rusos contemporáneos más relevantes, tal y como dice Liudmila Ulítskaya: «En las letras rusas del siglo XXI Yuri Buida es el más notable entre sus contemporáneos». De su obra muchos dicen que es un realismo mágico postsoviético.
Zenda reproduce su relato «La novia prusiana», que da título al libro publicado por Automática.
Al oír los pasos, el Colchón y yo nos agazapamos a la vez en la sombra del muro labrado en roca del cementerio. Iluminado por los faroles oscilantes próximos al paso a nivel, apareció en el sendero el padre del Colchón. Se ganaba la vida revendiendo a los lituanos lápidas memoriales alemanas, así que a cualquiera que asomara por allí cerca armado con una palanca o una pala lo saludaba amenazando con convertirlo en alimento de los feroces fantasmas que cebaba con amanitas.
—Vamos —susurró el Colchón-hijo en cuanto el padre se perdió en la oscuridad—. Es por ahí.
Agachándonos, avanzamos entre las torcidas y herrumbrosas verjas hacia el corazón del cementerio. Linternas en mano, acuclillados, alumbramos la lápida de granito gris cubierta de manchas de liquen. La última vez nos costó Dios y ayuda desplazarla siquiera un poco. Tan poco que esta vez aún nos llevó por lo menos una hora lograr una abertura suficiente para que dos flacuchos profanadores de tumbas de trece años pudiesen colarse dentro. Tardamos otra media hora en quitar, bregando con los alicates y el destornillador, la pesada tapa del ataúd instalado en el alto pedestal de piedra.
—A la de dos encendemos —dijo el Colchón.
—¡Uno, dos! —conté y pulsé el interruptor de la linterna.
Ante nosotros, con las manos sobre el pecho, yacía una joven. En el labio superior, hacia la comisura, despuntaba, sedoso, un brote de vello sobre un lunar. Su vestido blanco se diría tejido de telaraña, o acaso de la misma materia que gastan las alas de las mariposas, blancos eran también sus zapatos de tacones dorados. En la muñeca izquierda latía un diminuto reloj en forma de corazón.
—Parece viva —barbotó el Colchón con la lengua como acartonada—. Hace tictac.
La joven suspiró y, al instante, el etéreo vestido y la sedosa piel se convirtieron en una nube de polvo que bajó lentamente y se depositó a lo largo del nudoso espinazo. Pasmados, contemplamos el polvoriento esqueleto amarillo, los zapatos de tacones dorados absurdamente erizados, el reloj en forma de corazón que seguía con su tictac, la espesa cabellera enredada como un nido en el que, cual único huevo, se escondía la ocre calavera. De la negra cuenca de un ojo salió de pronto volando una palomilla. El Colchón blasfemó de puro susto.
Mi vejiga se contrajo, apenas me dio tiempo a bajarme el pantalón.
El Colchón despojó presuroso al esqueleto del reloj, la cadenita con el crucifijo y el sencillo y deslucido anillo. Salimos arrastrándonos a la superficie y empujamos la lápida con todas nuestras fuerzas. Por fin encajó.
—¡La linterna! —Me acordé de golpe—. Se me ha olvidado dentro. En el ataúd.
—Déjalo —El Colchón puso el reloj en mi mano—. Que se quede ahí, le alegrará la vida.
Tres años después las excavadoras asolaron el cementerio dejando a su paso unos profundos hoyos destinados a alojar los postes para los conductos de calefacción. Los colegiales afanaban calaveras y huesos para espantar luego a los profesores y a las compañeras de clase. Los obreros mandaban a los chicos a por vino. Nuestro ídolo Sasha Fidel —medía dos metros, era un fortachón de barba negra y rizada con sonrisa mellada de bandido—, antes de dar el primer trago, solía santiguarse jocosamente para que los fantasmas del cementerio no lo castigasen con el hipo. Una tarde su excavadora se incendió y ardió por completo en cuestión de minutos junto con él mismo, que se había quedado dormido dentro. Juraban que cuando extrajeron el cuerpo carbonizado, el moribundo espiró una mariposa negra que dio un par de vueltas por encima de las cabezas de los presentes y se esfumó en la oscuridad. Enterraron a Sasha en el cementerio nuevo. El viejo quedó abandonado.
Nací en la provincia de Kaliningrado nueve años después del fin de la guerra. Me acostumbré desde pequeño a las calles pavimentadas con guijarros o adoquines y enmarcadas entre aceras. Me acostumbré a las techumbres puntiagudas cubiertas de tejas. A los canales, las compuertas, los pólderes; a la eterna humedad y a los bosques perfectamente alineados. A las dunas. A las planas aguas del mar que, inadvertidas, se truecan en plana orilla. No conocía otra manera de comprender ese mundo que inventándolo. Un día supe que mi pueblo natal antaño no se llamaba Známensk, sino Wehlau. Sus habitantes eran alemanes. Era Prusia Oriental. De ella quedaban vestigios, ecos del gótico: un tirador de hechura rebuscada, fragmentos de una inscripción en una fachada. A diferencia de un pulpo que, por mero instinto, ocupa una concha vacía, yo necesitaba tener al menos una vaga idea de la vida que había precedido a la mía y creado el espacio para mi existencia. Los maestros, los adultos en general, no me eran de gran ayuda. No es que no les interesase el pasado de aquella tierra, no, simplemente andaban ajetreados, y además les habían dicho que el pasado ajeno no les era necesario. Ese lugar había sido un «baluarte del militarismo y la hostilidad», aquí vivió y murió Kant y ya está, con eso os basta. A los prusianos, antecesores de los alemanes en esas tierras, a saber por qué los consideraban eslavos. Los antiguos habitantes afirmaban que tal edificio había sido una escuela, y que tal otro, la cárcel de traslado. O al revés. Algunos se acordaban sordamente del breve periodo en que rusos y alemanes convivieron, hasta que se llevaron a los alemanes vete a saber dónde, se supone que a Alemania. La tierra pasó a ser nuestra. «Desde ahora y por siempre jamás», rezaba la máxima, roma como un guijarro de río. Los escasos libros compartían míseras pizcas de información: la conquista de la tierra prusiana por la Orden Teutónica, la fundación de la ciudad de Königsberg, la derrota de los teutones en los campos de Grunwald y Tannenberg, Pedro el Grande en la Prusia Oriental, el ataque ruso durante la batalla de Gross-Jägersdorf, el ataque francés en la batalla de Friedland, el Tratado de Tilsit, agosto de 1914, abril de 1945… Pero, ¿y la vida? ¿Cómo era aquella vida? Los viejos se encogían de hombros. Recordaban la pasión de los alemanes por cavar galerías. Lo de la Cámara de Ámbar.Que lavaban las aceras con jabón. Los pescadores se tambaleaban del hambre, pero entregaban toda la pesca a las autoridades. Más tarde los deportaron. Punto final. La capa de unos veinte o treinta años de vida rusa resbalaba sobre una base de setecientos años de profundidad de la cual yo no tenía ni la más remota idea. De modo que el niño se ponía a inventar reuniendo los restos de aquella vida que, gracias a la fuerza de su imaginación, componían un cuadro… Era la creación del mito. Al lado —solo a un paso— había un mundo encantado, yo vivía en un mundo encantado; pero si un ruso de Pskov o de Riazán podía entrar en el mundo encantado de un pasado que era suyo por mero derecho hereditario, ¿quién era yo allí, un tipo sin llave, de otra especie, de otra sangre, de otro idioma y otra fe? En el mejor de los casos, un buscador de tesoros, en el peor, un profanador de tumbas. Con su primer aliento, la doncella Prusia se convertía en cenizas. Oía el canto desolado que entonaba un puñado de jinetes envueltos en capas blancas que habían abandonado su amada patria y llegado a Prusia, la tierra del horror, donde se libraba una guerra terrible (así lo escribía el cronista de los caballeros teutónicos). Tronaban los cañones disparando balas talladas en morrenas de glaciares prehistóricos. Envueltas en la niebla, se arrastraban lentamente las caravanas hanseáticas. El mismísimo diablo, adoptando la apariencia de un pez monstruoso, mostraba su columna vertebral sobre el espejo de Frisches Haff. Espinos florecientes. Escaramujos. Olor a manzana. En todos los tiempos de esa eternidad caía la lluvia que el viento procedente del mar hacía tremolar. El tiempo prusiano…
Yo habitaba en la eternidad que observaba a través del espejo. Vida y sueño a la vez. Los sueños están hechos de la misma sustancia que las palabras.
En el prefacio de El fauno de mármol, Nathaniel Hawthorne escribía, refiriéndose a los Estados Unidos, sobre «la dificultad que entraña escribir un romance acerca de un país en el que no existe la sombra, ni la antigüedad, ni el misterio, ni la injusticia macabra y peculiar, ni ninguna otra cosa que la prosperidad generalizada, simple y a plena luz del día, como es felizmente el caso de mi amado país de origen». Me parecía que exactamente así eran las cosas también en mi querida patria. Allí donde nací. Las sombras y los misterios pertenecían al mundo ajeno, desaparecido. Pero, de un modo extraño, aquellos misterios y sombras —tal vez sombras de sombras, reflejos de misterios—, se volvieron un componente de la química de mi alma. Durante un tiempo me atormentó el desdoblamiento. De niño me sentía orgulloso de la victoria de los eslavos y lituanos en la batalla de Grunwald y, al mismo tiempo, sentía una amarga compasión por el cruel destino de Ulrich von Jungingen, el Gran maestre de la Orden Teutónica, caído en encarnizado combate con los polacos y enterrado en la capilla del castillo Balga, en la orilla de Frisches Haff. Con el tiempo, comprendí que los intelectuales rusos del siglo xx comparten los mismos sentimientos respecto al pasado ruso. Probablemente fue entonces cuando caí en la cuenta de que los sueños no tienen nacionalidad. Las palabras —¡las palabras!— sí la tienen, pero no la Palabra que borra las diferencias entre Schiller y Esquilo, Tolstói y Hölderlin, más aún, entre los vivos y los muertos, entre el lector y el escritor muerto tiempo atrás. El escritor, es decir, el visionario, no vive solo en Známensk o en Wehlau, sino en ambos sitios a la vez: en Rusia, en Europa, en el mundo.
El pasado de mi patria chica es alemán, su presente, ruso, y su futuro, humano.
Por medio de Prusia Oriental la Historia alemana devino parte de la Historia rusa. Y al revés. Lo cual es lógico si recordamos qué colosal cruce de sangres ha sido desde siempre la tierra entre los ríos Vístula y Niemen.
Aquella joven cuyo descanso habíamos alterado el Colchón y yo era la novia. Eso es, la novia: ni una desconocida, ni una esposa. Entre los vivos y los muertos existen relaciones de amor como máxima expresión de la memoria, es decir, relaciones de novios ideales. Y justamente la Palabra es el horno donde el amor fragua en el mortero que nos une. En uno de sus poemas, Rilke expresó ese sentimiento mediante el recurso léxico Ichbinbeidir: Yocontigo.
Así describe Schiller esta fuerza divina en su Oda a la alegría:
Tu hechizo vuelve a unir
lo que el mundo había separado,
todos los hombres se vuelven hermanos
allí donde se posa tu ala suave.
¡Abrazaos, criaturas innumerables!
¡Que ese beso alcance al mundo entero!
Pasado un siglo y medio, le responde otro alemán, Gottfried Benn, con el poema que titula elocuentemente El Todo:
Primero creímos cercana la meta
y aún más clara la fe que venía después.
Mas el Todo dictó su severa dieta
y nos forzó a admitir la verdad como es.
Apenas una estela, un pálido fulgor
que atrapa tu mirada en la hora final.
Solo el cráneo del monstruo, el rostro del horror,
la lágrima que riega el sangriento albañal.
En el siglo XX los hombres han vuelto a tomar conciencia tanto de la inminencia de la aspiración a la Integridad como de lo trágico de este camino, dado que pasa por la desunión, que por muy paradójico que parezca es el origen de nuestra aspiración a la Integridad. Tal vez su único origen.
Evidentemente, nunca existió aquella doncella. Es el mito, uno de los mitos de mi infancia. Pero el reloj —su diminuto reloj en forma de corazón— continúa marcando las horas (¿qué hora es?: la Eternidad). Florece el lunar en la comisura de los labios. De la cuenca ocular sale volando la palomilla, la negra palomilla de los sueños.
«Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños…». Lo dijo Shakespeare. Inglés, según se dice. Lo cual, no obstante, es del todo intranscendente en el mundo de la Eternidad, la Casa de mi novia…
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Autor: Yuri Buida. Título: La novia prusiana. Editorial: Automática. Venta: Todostuslibros y Amazon
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