Hay hechos, circunstancias, sucesos de distinta índole (tanto personal como profesional) que determinan la fuerza de algunas personas de máxima temperatura creadora. Cuesta entender que ciertos avatares sean parte de la biografía de seres tan principales sin que esos sucesos los hayan desfondado. Es el caso de Miguel de Cervantes y de algunos sobresaltos de su existencia que bien conocemos. Entre lo que se sabe y lo que se da por cierto, no hay duda de que fue un hombre de escasa suerte en su vida privada. Hechos varios le hicieron rozarse con lo vulgar. Atravesó momentos de clara penuria económica hasta aceptar distintas ocupaciones dudosas. También anduvo preso en cárceles. Su vida tiene más hechos lamentables que motivos de celebración. Más saldos negativos que positivos. Más inmundicias que honores.
Pero todo cambió radicalmente en su aventura cuando vio la luz la edición príncipe de El Quijote en Madrid. Desde entonces, sospecho, fue «más envidiado que envidioso», por decirlo con un verso de Fray Luis de León. No obstante, quedan zonas oscuras de su existencia en la actualidad. Incógnitas que alimentan la leyenda. Pero no pretendía hablar de Cervantes, ni escribir lo que hasta aquí queda escrito. Me interesa más detenerme en su escasa y extraña iconografía.
Desde que yo era niño (mi niñez en un pueblo de Murcia) tuve conocimiento de su retrato más icónico, el que quizá se inventó de algún modo el pintor Juan de Jáuregui. En casa de mis padres veía la lámina de Jáuregui a color, hecha de forma poco ortodoxa en imprenta. En aquellos años ya asociaba yo el retrato éste de Cervantes a Don Quijote sin saber muy bien si Cervantes era aquel hidalgo o Don Quijote era Cervantes.
Con los años fui conociendo otros retratos del genial escritor. En alguno parecía más el Conde de Montecristo. En otro, un matón de tabernazo manchego. Y también lo hay donde aparece representado como un mal Tenorio. Conozco otros cuadros de escenas corales donde Cervantes es el protagonista. Uno de ellos lo firma Ángel Lizcano, pintor de finales del XIX. Otro, Muñoz Degrain. Pero el que prefiero es el de Jáuregui. Me gusta que Cervantes tenga esa inmensa carga de dignidad con la que sale representado en la pieza de Jáuregui: la cabeza embutida en esa formidable gola, la cara de hidalgo de facciones judías, el pelo ralo de color oro viejo —con ráfagas de azafrán— y la nariz aguileña.
En este conocidísimo retrato me apoyé para hacer el mío sobre el genio de Alcalá de Henares. He hecho este retrato buscando la nobleza y grandeza del de Jáuregui. Pero más que pintura busco dibujar desde el «collage». Todo es un festín de papeles rotos, fragmentos de serigrafías deshechadas y diversos materiales. Procuré con todas mis fuerzas que este «collage» fijase a mi modo la imagen del mejor Cervantes. Que fuera digno del autor de la que es, probablemente, la mejor obra de la literatura universal que han dado los siglos: El Quijote.
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