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Como el recodo al camino

Cerca del mar

Hace años que dejó de existir en Calella de Palafrugell el edificio del viejo hotel Batlle, que uno quiere imaginarse como esas fondas que acogían a los primeros turistas que, en el tardofranquismo, se aventuraban a descubrir las sinuosidades geográficas de la Costa Brava. Hay una taberna junto a la playa de Port Bo a la que sus propietarios han bautizado como Can Batlle, pero —si no me mintieron las personas que solventaron mis dudas cuando anduve por primera vez por aquellas tierras, hace casi una década— no tiene nada que ver con el alojamiento que en 1971 vio nacer uno de los fenómenos más importantes de la música popular española. Joan Manuel Serrat tenía veintisiete años el verano en que se hospedó en una de sus habitaciones, con la única compañía de su guitarra y un cuaderno de notas, para hilar con tiempo y paciencia los primeros versos y armonías de una canción que estaba llamada a convertirse en himno. Se ha hablado mucho en estos meses de «Mediterráneo», porque se cumple el medio siglo transcurrido desde entonces y en estos tiempos tan dados a los patrioterismos y las banderías es de celebrar que una oda compuesta en honor a un mar concreto interpele incluso a quienes hemos venido al mundo en la orilla opuesta de las costas peninsulares. Serrat me dice —en el transcurso de una cena que compartimos en un restaurante próximo a un mar que es otro, pero es el mismo—  que la Calella de hoy se parece poco a la que él conoció en aquel estío luminoso, y su gesto evoca aquel poema en el que Félix Grande aconsejaba no regresar a los lugares en los que uno ha sido feliz. Cuando estamos a punto de abandonar el local, los caprichos de los hilos musicales quieren que vengan a adornar la atmósfera los primeros acordes de «Mediterráneo» y celebran la coincidencia el jefe de sala, el sumiller y los camareros que acuden a agradecer a su autor las cuatro estrofas y el estribillo que han expandido la designación de mare nostrum que acuñaron los romanos para referirse a sus dominios imperiales hasta convertirla en el emblema de una patria global e igualitaria, ése en cuyos atardeceres rojizos se apoyan nuestros ojos con la misma naturalidad agradecida con que se apoya el recodo en el camino.

El impulso de la época

"Igual que cada generación hace lo posible por distanciarse de la anterior, cada época nueva se las ingenia para cuestionar o anular a su antecesora"

Si nos atenemos a la literalidad, debemos concluir que la corrección política designa aquello que resulta apropiado a la hora de garantizar una convivencia aseada en el seno de la sociedad. De ahí que me hagan gracia esas críticas a quienes defienden evidencias como que ninguna persona es más que otra en razón de su sexo, su lugar de procedencia o el color de su piel, o reivindican la importancia de adoptar medidas que permitan retrasar —porque me temo que impedirlo es ya imposible— los efectos de la contaminación que incansablemente vertemos en ríos, océanos y atmósferas. Hay quienes se sorprenden de que ahora se interpreten como subversivos discursos que hace veinte, treinta o cuarenta años habrían pasado por reaccionarios, pero el mecanismo que inspira esos alegatos contra lo establecido no deja de ser el mismo que rige desde que el mundo es mundo y persigue ese afán edípico de asesinar al padre. Igual que cada generación hace lo posible por distanciarse de la anterior, cada época nueva se las ingenia para cuestionar o anular a su antecesora sólo por la vocación de sentirse distinta, sin que eso implique necesariamente una corrección o una mejora. Los ataques a consensos establecidos hace décadas en torno a temas que no deberían admitir discusión porque son descendientes directos del humanismo y de la ciencia, el cuestionamiento de verdades irrefutables en tanto que atañen a nuestra propia dignidad como personas y al respeto por el entorno que nos acoge, no manifiestan más que la rebeldía de un tiempo que intenta nacer arrasando los preceptos que han caracterizado ese otro al que pretende abolir. Del mismo modo que la Edad Media dio al traste con los cánones del mundo clásico antes de que el Renacimiento los rescatara para reivindicar su vigencia e insuflarles nueva vida, se ve que el siglo XXI trae la intención de socavar los acuerdos establecidos tras dos guerras mundiales y unas cuantas luchas que derivaron en la consecución de no pocos derechos civiles. Ahora todo se pone en solfa aprovechando el hastío y el desencanto derivados de una depresión económica y una crisis pandémica, ignorando a propósito que la rebeldía no siempre es buena por sí misma, sino que su pertinencia o su calidad vienen dadas por el objeto contra el que se alza, y que en ocasiones aquellos que aseguran que están aquí para salvarnos lo que verdaderamente hacen es disparar contra nosotros.

Inventar la imprenta

"Me preguntaba si no llegaremos a un momento en el que esté todo tan al límite que por fuerza tendremos que parar todo y regresar al principio"

Lo comenta Daniel Monedero con el editor Juan Casamayor: los audios de WhatsApp han cogido una velocidad tal que son muchos quienes los prefieren a la escritura, de modo que se envían mensajes hablados a la espera de que el interlocutor los escuche y corresponda de igual modo, enhebrando así una conversación intermitente que muchas veces sólo se da por finalizada al cabo de horas. «Lo perfeccionaremos cuando descubramos que las dos personas que hablan pueden interactuar a través del aparato al mismo tiempo, y en ese instante ya nos podremos sentir muy orgullosos, porque habremos inventado el teléfono». Unas horas después, el dramaturgo Maxi Rodríguez me habla de la desazón que le producen los talleres de interpretación a través de Zoom, Skype y cualquiera de las plataformas que conocieron su momento de gloria el año pasado, en los meses en que el coronavirus hizo sus mayores estragos, porque pervierten la esencia y el significado del hecho escénico y lo convierten en algo descafeinado, profiláctico, absolutamente ajeno a su significado original. Algo similar ocurre con la palabra escrita —que en demasiadas ocasiones se medita poco y se ejecuta sin el menor rigor, como si escribir y dar cuanto antes a conocer lo que escribimos fuese más importante que pensar bien lo que se escribe— y con esa afición a fiar nuestras vidas a una red en la que almacenamos datos, imágenes y memorias con la incongruente convicción de que allí quedará siempre a nuestra disposición. Ni siquiera nos detenemos a valorar o juzgar o calibrar el peso real de aquello que tenemos, porque siempre estamos más pendientes de lo que habrá de venir después, y dejamos que al pasado lo diluya el presente y que éste se condicione a un futuro que no llega nunca, porque siempre quedará un paso por delante del lugar en el que nos encontramos. Escuchando a Monedero y a Casamayor, y luego a Maxi, me preguntaba si no llegaremos a un momento en el que esté todo tan al límite que por fuerza tendremos que parar todo y regresar al principio, y si esta frenética carrera en dirección a ningún sitio no acabará llegando a término el día en que, al fin, un súbito arrebato de lucidez nos lleve a inventar la imprenta.

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