Resumen de lo publicado en la primera parte:
Una noche, hace cosa de veinte años, recibí en mi hogar de la villa universitaria de Cahill, en Escocia, al profesor Fermín María de Anchorena. Tras intercambiar lugares comunes propios del oficio, el hoy célebre medievalista se reveló dueño de saberes insospechados sobre literatura popular contemporánea. De sus labios supe la historia del Capitán Sirius, seudónimo de don Jesús de Aragón y Soldado, y también la del breve fulgor que el género fantástico experimentó en España durante los años veinte y treinta del pasado siglo. Mientras tanto, en mi jardín acaecían extraños fenómenos; por fin, alguien llamó a la puerta, una gigantesca sombra blanca nos amenazó con un hacha y mi huésped se desmayó.
La sombra blanca que llevaba alterándome toda la noche, entrevista por las ventanas y desdibujada por la tormenta, se adelantó nítida en el umbral con el hacha entre los brazos.
—¡Por los Clavos de Cristo!—exclamé.
—Bon soir, mon cher Bowman.
No era el Capitán Sirius y ni siquiera el tal Hugo de Montignac, mencionado por Anchorena antes de desplomarse.
—Pero Armand, ¿se ha vuelto usted loco?
Era Armand Matelotte, un marsellés con aspecto de corsario mediterráneo que impartía trigonometría en el Collegium Mathematicae. Embutido en un mono blanco de esquiador con un hacha en la mano constituía imagen viva del Emisario de la Muerte.
—Ha caído un rayo en el roble del Atrium… —se excusó con gesto cansado.
—¡Vaya por Dios! Menudo susto nos ha dado.
Y me incliné sobre el pobre Anchorena, desmadejado sobre la alfombra llena de whisky.
—Ayúdeme, Armand…
Matelotte se inclinó a mi lado.
—Es que hemos visto que estaba usted despierto y…
—¿Hemos?
Una jovial pandilla de alumnos, diez o doce, invadió mi casa.
—Good evening, mister Bowman.
Dirigía el grupo Miss Dumbledore, una profesora de física cuántica, disfrazada para la ocasión de capitán Scott camino del Polo; los muchachos que la acompañaban portaban palas, mazas, pinzas, cizallas y todo tipo de instrumentos agresivos. Fue así como me enteré de la existencia de una Brigada de Intervención Rápida constituida por voluntarios y que actúa en caso de catástrofe. La pasión por la seguridad es ciertamente exagerada en nuestra universidad.
—¿Qué le sucede a este caballero? -intervino Miss Dumbledore, excitada por la visión de una emergencia-. Es preciso actuar.
Sin más dilación, se amorró al inerte caballero navarro y le aplicó un contundente boca a boca que lo espabiló.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha sucedido?
—¡Querido Anchorena!- exclamé solícito-. ¿Se encuentra usted bien?
Asintió, aún aturdido, y al volver la cabeza dio con Matelotte en cuclillas, enarbolando su hacha.
—¡Ah! ¡El Horror!
Miss Dumbledore creyó que se refería a ella y le arreó dos soberanos cachetes con contundencia.
—Este hombre delira -exclamó aún alterada-. Hay que llamar a las urgencias del Hospital Universitario.
Anchorena, al oírla, revivió mágicamente: con los años he sabido que siente aversión irracional por la profesión médica.
—¡Jamás! Dejemos en paz a los galenos… -exclamó en español. Y señalando el whisky tristemente derramado junto a él sobre la alfombra, continuó en la lengua de Shakespeare-. ¿No tendrían la amabilidad de acercarme un poco de este néctar…?
Un joven granulento se inclinó sosteniendo dos vasos y mi botella de malt. Tras llenar ambos, le alargó uno y se bebió con decisión el otro.
—Por la Reina— exclamó.
La alegre clase de tropa de la Brigada de Intervención Rápida, congregada a nuestro alrededor, alzó un mar de vasos.
—¡Por la Reina!
Aquellos malditos bastardos habían descubierto mi provisión de malt y se la estaban zampando. A duras penas reprimí una grosera blasfemia.
—A ver, señores. Incorporen al caballero español, háganme el bloody favor, y acomódenlo -sugerí señalando el que fuera sillón favorito de don Xurxo de Loureiro allá, en O Morrazo, en un vano intento de detener la labor depredadora de la jauría-.
El medievalista, relajado en el sillón, se despabiló.
—Debe perdonarme, Bowman.
Yo asentí, perdonándole lo que hubiese que perdonar y él, con lengua aún adormilada, empezó a desgranar, a modo de justificación, una extraña historia.
—Con ocasión de ese vendaval de ignominias que fue la guerra civil española, se ha hablado mucho de los topos, del exilio interior y de la represión, pero nada de minúsculas historias personales como la de don Jesús de Aragón y Soldado, el buen Capitán Sirius, ya que palidecen al lado de tanto dolor -y con mano desmayada indicó su cartera de trabajo, que reposaba sobre el piano-. Acérqueme, querido Bowman, mon petit cabas.
Una alumna minúscula se lo acercó; él lo abrió y extrajo con lenta y ceremoniosa solemnidad un librito formato bolsillo de la editorial Juventud, colección Universal, que puso en mis manos como quien pone una ofrenda.
—Un modesto obsequio de agradecimiento por sus exquisitas atenciones y que, no dudo, disfrutará -y añadió, a modo de explicación sobre el significado de su obsequio-. Juventud ha decidido recuperar a De Aragón.
A Anchorena le chiflaba decir “De Aragón”.
—En 1931, malos tiempos para la lírica -prosiguió-, De Aragón publicó esta novela, hoy olvidada pese a que por ella no pasa el tiempo. Se titula La sombra blanca de Casarás y no había vuelto a editarse hasta hoy.
Palidecí al oír el título, y los miembros de la Brigada de Intervención Rápida se arremolinaron en torno a mí para ver el libro, que sostenía con mano temblorosa.
—Casarás… —exclamé. Y repetí con voz trémula-. Casarás. Yo he estado en ese sitio.
Se hizo un silencio ominoso. El violento viento del norte estremecía los quicios de las puertas y la nieve se amontonaba en los marcos de las ventanas. Anchorena me miró incrédulo.
—¿Pero qué dice, Bowman?
Y me crecí, satisfecho de poder sorprenderlo.
—Mire bien estos ojos, Anchorena, porque han visto los espectros de los montes de Valsaín. Y permanecen aún en ellos.
Un lobo aulló en los páramos de Cahill, otorgando un oscuro sentido a mis palabras, y la Brigada de Intervención Rápida se precipitó sobre su instrumental.
—Que Dios nos proteja —exclamó lúgubre Miss Dumbledore.
(continuará)
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