Con motivo del Día Mundial de las Redes Sociales, Zenda y la Escuela de Imaginadores publican una selección de relatos inéditos que reflexionan sobre el uso y el impacto de las nuevas tecnologías.
En esta ocasión, el relato que sigue a estas líneas aborda algunos de los problemas de las redes —la obsesión, la adicción, el stalking— desde la más pura parodia. «El caso de la ex desaparecida» es un texto hilarante, con el que Borja Echeverría revisita los personajes más famosos de Conan Doyle, cruza géneros sin ningún pudor y nos hace dudar de si tener todos los datos a nuestra disposición mejora nuestras capacidades deductivas.
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El caso de la ex desaparecida
Watson estaba desesperado, llevaba varios días sin saber nada de Sherlock. El famoso detective ignoraba todas sus llamadas y mensajes. Ni siquiera respondía a sus emails. Conociéndole, era muy probable que estuviese inmerso en algún caso, pero tal nivel de ensimismamiento resultaba preocupante, incluso tratándose de él. Después de meditar mucho al respecto, Watson concluyó que debía dar algo de espacio a su compañero, así que salió a despejarse con un buen paseo matutino. Por pura casualidad, su ruta le acabó llevando hasta Baker Street.
Cuando pasó delante de la puerta que tantas veces había cruzado, levantó la vista y distinguió la figura alta y enjuta de Sherlock, proyectándose tras la cortina de su despacho. El investigador caminaba por la habitación con la cabeza caída sobre el pecho y las manos entrelazadas tras su espalda. Para Watson, que estaba familiarizado con todas sus costumbres, ya no quedaba ninguna duda: Sherlock se había topado con un nuevo misterio.
Watson tuvo que tocar varias veces el timbre para conseguir que la silueta interrumpiese su danza. Antes de que llamase por quinta vez, la puerta se abrió, mostrando por fin al detective. Estaba envuelto en un viejo batín, cubierto a su vez por una corteza crujiente y pegajosa, formada por la combinación de varias marcas de patatas fritas y refrescos. Tenía el cabello revuelto y unas profundas bolsas bajo los ojos.
—¿Qué haces aquí, Watson? Estoy trabajando en una investigación muy importante y no quiero que me interrumpan.
—Me empezaba a preocupar. Últimamente no das señales de vida.
—Pasa —suspiró—. Quizás puedas serme de ayuda.
Sin decir palabra, Sherlock guio a su ayudante hasta el despacho y, con un vaivén de la mano, le señaló el sillón. En cuanto tomó asiento, se colocó ante él y le revisó de arriba abajo, como solía hacer.
—Agradezco tu preocupación —dijo mientras encendía su pipa—. Pero no hacía falta que vinieses tan deprisa. Podrías haber desayunado tranquilamente, en vez de coger un café para llevar en el pub de Jerry.
—¿Cómo dices?
Sherlock inclinó levemente la pipa, apuntando hacía el suelo.
—Elemental. Esa mancha marrón solo puede ser de café. Además, está en la parte baja de tu pantalón, lo que demuestra que lo has estado tomando de pie, probablemente mientras venías hacía aquí. En tu ruta al trabajo el único local que sirve café para llevar es el del viejo Jerry.
Al ver la cara de asombro de Watson, el maestro de la deducción esbozó una sonrisa de orgullo y se premió con una larga calada.
—Eso ha sido impresionante, Sherlock.
—Gracias.
—Qué pena que no hayas dado ni una.
El impacto de escuchar estas palabras por primera vez provocó que el detective se atragantara con el humo de su pipa y comenzase a toser sin control.
—Ya sabes que la cafeína me sienta mal, solo tomo té. Esto es una mancha de barro.
—Cómo he podido olvidar lo del té —se reprochó Sherlock, golpeándose la frente—. He dedicado demasiado tiempo a mi investigación, tengo la cabeza en otra parte.
Watson se levantó del sofá y posó la mano sobre la espalda de su amigo.
—Creo que te vendría bien desconectar de ese caso, ¿qué tal si te busco uno nuevo? Algo en lo que podamos trabajar codo con codo, como en los viejos tiempos.
—Ahora que lo dices, empiezo a pensar que los últimos casos que me has traído están relacionados.
—¿Relacionados? Vaya tontería, no tienen nada que ver.
Hacía unas semanas, Watson había avisado a Sherlock de que un grupo terrorista planeaba sabotear el festival de cine romántico de Londres. Para disgusto del detective, él y su ayudante no tuvieron más remedio que asistir a todos los pases, con la intención de pillarle infraganti. Aparte de una inesperada afición a las películas de Sandra Bullock, Sherlock no descubrió nada. La información de Watson resultó ser falsa.
El investigador no le hubiese dado más importancia a este asunto de no ser porque, a los pocos días, su fiel asistente volvió a presentarle otro caso. Una fuente muy fiable le había chivado que Pierrot le Fou, el gran ladrón de guante blanco, pretendía hacerse con el collar de la duquesa de Cambridge. Sherlock y Watson también tuvieron que vigilarla de cerca, acompañándola durante sus vacaciones.
—Pasamos un fin de semana en ese spa de lujo, no resolvimos el caso y, encima, el servicio fue pésimo. Aunque reservamos una habitación con camas separadas, nos dijeron que habíamos cogido una con cama de matrimonio. Porque tú hiciste bien la reserva, ¿no?
—La duda ofende.
Sherlock retomó su caminata alrededor de la habitación. De vez en cuando, el investigador miraba de soslayo a su ayudante, que en esta ocasión servía de eje para el circulo. Por algún motivo, Watson apartaba la vista cada vez que sus ojos coincidían con los de Sherlock. Intentaba aparentar tranquilidad, pero su rostro perlado en sudor le delataba.
—Esos dos últimos casos tienen un mismo culpable —concluyó el detective—. Una persona triste y desesperada que solo quiere llamar mi atención.
—Tarde o temprano lo ibas a descubrir, ¡pero no me arrepiento de nada! ¡Lo volvería a hacer una y otra vez!
Sherlock se rio por lo bajo.
—No seas ridículo, Watson. La culpa de que no hayamos resuelto los casos no es tuya, aunque seas un ayudante mediocre. Esto es obra de un genio del crimen.
—Claro, qué tonto, seguro que ha sido cosa de Moriarty.
—Moriarty… —bufó Sherlock—. Moriarty es un inepto comparado con John.
—¿Quién es ese?
—Te lo mostraré. Prepárate para mirar al mal a los ojos.
Sherlock se acercó al escritorio y encendió el portátil. Giró la pantalla y mostró a su asistente la foto de una discoteca, en la que varias personas parecían estar pasándolo en grande. El detective señaló a una de ellas, revelando así el rostro del mal. Un rostro que, a ojos de Watson, no resultaba demasiado malvado, sino más bien angelical. Con unas proporciones tan perfectas que podría haber sido cincelado por un escultor griego.
—No sé, Sherlock. Modelo tal vez, pero genio del crimen…
—Una vez más vuelves a fiarte de las apariencias. Siempre antepones lo emocional a lo puramente lógico.
—¿La que le abraza no es tu ex?
Sherlock cerró de golpe el portátil, pero ya era tarde. Su ayudante había empezado a observarle con cara de reproche. Muy pocos conocían esta destreza, pero las miradas inquisitivas de Watson superaban a las de los mejores inspectores de Scotland Yard.
—No es lo que crees —acabó confesando el detective—. Hace unos días, Carol dejó de contestar a mis mensajes. Lógicamente, pensé que le había ocurrido algo terrible, así que tuve que revisar sus redes sociales para investigarlo.
—Mira que preocuparte por una tontería así. Está claro que tu ex sale con otro, caso cerrado.
—Qué simple eres. Justo cuando Carol y yo nos estamos dando un poco de espacio, aparecen John y esos falsos avisos. Es evidente que ha intentado distraerme para poder seducirla. Todo forma parte de su diabólico plan.
—Lo único evidente es que estás obsesionado con tu ex.
—¿Ah, sí? ¿Alguien obsesionado con su ex haría esto?
El investigador se levantó de la mesa y se colocó junto a una de las paredes del estudio, cubierta parcialmente con una sábana. Watson conocía bien lo que se ocultaba tras ella. Sherlock había clavado ahí un gran panel de corcho que llenaba con recortes de periódico, apuntes personales y cualquier cosa mínimamente relacionada con lo que estuviese estudiando en ese momento. Celoso de que algún visitante intentase cotillear sus indagaciones, solía ocultar el panel cuando no le daba uso.
El detective puso fin al misterio y apartó la sábana, dejando a Watson boquiabierto. Él ya estaba acostumbrado a ver los intrincados esquemas de pistas de su compañero, pero esto era algo diferente. Lejos de la organización a la que acostumbraba Sherlock, las fotos de Carol y John se desparramaban por todo el tablón, y gran parte de la pared, de forma caótica. Las sesudas notas que escribía el investigador se habían convertido en apuntes mucho más vulgares, que iban desde insultos a representaciones de cierta parte de la anatomía masculina, en torno al diabólico John. El actual tablón no encajaba en el despacho de un agente de la ley, parecía algo sacado del escondite de un maníaco.
—Así comprenderás que no soy ningún loco. Aquí está todo lo que he encontrado en las redes sociales de Carol y John. Los dos de cenita romántica, en el teatro, en la playa. ¡Resulta que a ella le gusta la playa! ¡Nunca quiso ir conmigo, pero ahora le encanta!
Watson se mantuvo en silencio con la esperanza de que Sherlock escuchase sus propias palabras y se diese cuenta de que sonaba como un demente. La estrategia no surtió efecto. El detective siguió despotricando, acercándose cada vez más a la cara pintarrajeada de uno de los Johns.
—¿No te parece sospechoso? Ese canalla ha tenido que manipularla de alguna manera, es imposible que me haya superado tan pronto.
—La gente hace cosas de forma impulsiva, Sherlock. Como… no sé… liarse con un compañero de trabajo, casarse con él, fundar una agencia de investigaciones juntos, ahorrar para comprar una casita de estilo colonial en las afueras de Londres…
El investigador se despegó de la pared y redirigió hacía su ayudante toda la rabia que había estado enfocando en John.
—¡Olvídalo! La culpa ha sido mía por pensar que estarías a la altura de mi ingenio. Siempre has sido un segundón.
—¡No soy un segundón!
—A ver, ¿hay alguna serie que se llame Watson?
—Qué golpe más bajo. ¿Quieres saber por qué tu ex prefiere a John? Porque él no es un inútil que se pasa todo el día delante del ordenador.
Watson le dio la espalda al detective y se dirigió hacia la puerta. Mientras caminaba, escuchó un crujir de muelles. Sherlock acababa de derrumbarse en el sofá.
—¿Tú has visto a ese hombre? ¡Es perfecto! He pasado horas investigándole, intentando encontrarle algún defecto, y nada. Haga lo que haga no puedo competir con él.
La mano de Watson se congeló sobre el pomo. Aunque pensaba ignorar a su amigo y seguir andando, acabó mirando atrás. Nunca pensó que el gran Sherlock Holmes pudiese llegar a parecer tan pequeño. Le resultaba muy extraño ver así de afligido a alguien que acostumbraba a rechazar cualquier emoción.
Watson se sentó en el brazo del sillón y apoyó su pecho contra la cabeza del detective, tratando de reconfortarle.
—El físico no lo es todo. Seguro que él también se siente amenazado por ti. Piénsalo, su novia salía con Sherlock Holmes, el mejor detective del mundo.
—Eso es cierto —respondió Sherlock, un poco más animado.
—Además, John no tiene una serie con su nombre.
—Está esa película, John Wick.
—Bueno, solo es una peli.
—John Rambo, John Carter, John Q, Cómo ser John Malkovich, Indiana Jones…
Aunque la larga lista de títulos podría ser obra de un Sherlock que se regodeaba en la tristeza, lo cierto es que él adoraba hacer gala de sus conocimientos, ya fuesen cinematográficos o de cualquier otro tipo. Sin duda, su verborrea era signo de recuperación.
—¡Vale, ya lo he pillado! —le cortó Watson—. Lo que pasa es que estás empeñado en encontrar pistas donde no las hay. Tienes que dejar de obsesionarte con Carol y fijarte más en lo que tienes delante. Podrías estar pasando algunas señales por alto.
Sherlock se levantó con entusiasmo, haciendo que su amigo saliese despedido de la butaca.
—¡Tienes razón! Como buen detective debo tener la mente abierta a nuevas experiencias y oportunidades. No cerrarme a nada.
—¡¿De verdad?!
Watson se levantó del suelo, sacudiéndose de encima el polvo y parte de su entusiasmo.
—Me parece una actitud muy madura, Sherlock —rectificó, agravando la voz.
—Lo es, en efecto. Pero no sé si conseguiré alejarme del ordenador. Los delincuentes siempre regresan al lugar del crimen.
El optimismo de Sherlock volvió a desvanecerse. Watson se percató de que estaba mirando de reojo su portátil, dejándose llevar por el síndrome de abstinencia. Tenía que hacer algo si no quería que el detective retomase sus viejas costumbres.
—No es un asunto que tenga fácil solución, desde luego.
Watson caminó en círculos, imitando las maneras de su compañero. Cuando ya empezaba a marearse, apuntó el dedo índice hacía el techo, como si una pequeña bombilla hubiese aparecido sobre su cabeza.
—¡Ya sé! Necesitas distraerte, y da la casualidad de que me han llamado por un nuevo caso.
—¡Qué oportuno! ¿Y en qué consiste?
—Pues… ha pasado algo terrible en el Cerro de los Amantes, donde no hay conexión a internet. Ya te lo iré contando por el camino. Lo importante es que es un misterio muy difícil de resolver y vamos a tener que pasar semanas investigándolo, solos tú y yo.
—¡Estupendo! Ya empiezo a olvidarme de Carol. Por fin podré volver a fijarme en las cosas que realmente importan.
—¡Así me gusta! ¡Sherlock y Watson juntos de nuevo! Voy a organizar el viaje.
Watson se giró hacía la puerta, pero el detective volvió a retenerle. En esta ocasión recurrió a un método mucho más directo, agarrándole del brazo con fuerza. Antes de dejarle marchar, entrecerró los ojos y le examinó por segunda vez.
—Últimamente te noto distinto, ¿acabas de recortarte el bigote? Te favorece.
—¿Tú crees?
—Cuidas tu apariencia, pero no solo es eso. Te has vuelto más reservado, como si guardases algún tipo de secreto.
Watson dejó de palparse el bigote y cruzó los brazos, tratando de parecer indiferente. El implacable sudor que emanaba de sus poros no se lo puso fácil.
—Lo siento, pero has vuelto a fallar.
—No puedes negarlo: tienes las pupilas dilatadas, lo que significa que tu organismo está liberando grandes cantidades de adrenalina. Un síntoma bastante común en las personas enamoradas. Hay alguien en tu vida, ¿me equivoco?
Bajo la cascada que lo cubría, el rostro del asistente adoptó un tono rojo brillante, dándole el aspecto de un enorme pez de colores.
—Vale, hay alguien, pero de momento solo somos amigos.
—Ya veo. Esa persona aún no es consciente de la suerte que tiene.
—No es consciente, no.
Sherlock apartó la mano del brazo de Watson y la puso sobre su espalda, golpeándola rítmicamente.
—Puede que tarde un poco en darse cuenta. Al fin y al cabo, no todo el mundo tiene mi capacidad de deducción.
Ante la perpleja mirada de su ayudante, el detective se llevó la pipa a los labios, asintió satisfecho y exhaló una enorme calada triunfal.
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